Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames
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—Si tú lo dices… —comentó Clay. Vio con el rabillo del ojo que un pájaro o que algo brillante revoloteaba entre los árboles, pero cuando se giró para verlo bien, ya había desaparecido—. ¿Sabes a qué se dedican los demás? —preguntó, ansioso también por cambiar de tema—. Menos Matrick, claro, que supongo que seguirá siendo rey de Agria.
Antes de que Gabe pudiese responder, divisaron que una mujer empezaba a acercarse a ellos por el camino. Tenía el pelo largo y castaño, enmarañado y recogido en unas trenzas sueltas que más bien parecían nudos encrespados. Sus ropas tenían mejor aspecto, pero lo que les faltaba de calidad lo suplían en cantidad: iba vestida con capas y capas de prendas sin orden ni concierto. Llevaba un arco largo al hombro, y de su mano colgaba suelta una única flecha.
—Ey, ¿qué tal, chicos? —dijo—. Un día genial para dar un paseo, ¿verdad?
—O para robar —murmuró Clay, mientras echaba un vistazo a los árboles que había a ambos lados del camino. Podía ver al menos a media docena de personas ocultas entre ellos. Todas mujeres, vestidas con el mismo gusto que la que ahora les bloqueaba el paso y todas armadas hasta las tetas, por decirlo de alguna manera.
—¿Tú crees? —preguntó la mujer con el típico deje de una carteana de las llanuras—. A mí me gusta robar más cuando llueve. No con un gran chaparrón, sino cuando está más bien chispeando. En mi opinión, sería una lástima arruinar un día soleado como este con algo tan grosero como un insignificante robo. —Hizo un gesto de indiferencia y luego levantó la flecha que llevaba en la mano hasta la altura del pecho de Clay—. Pero, bueno, es lo que toca. Robos insignificantes.
—No tenemos nada que les interese —dijo Gabriel extendiendo las manos.
La forajida les dedicó una sonrisa.
—Bueno, eso lo decidiremos nosotras. Ahora, ¿serían tan amables de dejar sus armas en el suelo y enseñarme lo que hay dentro de sus morrales?
Clay obedeció. Arrojó la espada de la guardia al suelo y dio vuelta su morral para mostrar su contenido.
La mujer silbó y se acercó para examinarlo.
—Oh, vaya. ¡Calcetines y bocadillos! ¡Es nuestro día de suerte, chicas! ¡Vengan a buscar!
Un coro de aullidos y carcajadas surgió de los árboles, y las mujeres salieron al camino, como una heterogénea manada de coyotes. Rodearon a ambos y les hicieron gestos amenazadores con cuchillos, lanzas y arcos a medio levantar.
Gabriel se estremeció con cada ademán y terminó por dar vuelta su morral.
Para sorpresa de Clay, no estaba vacío. Para sorpresa de las demás, solo tenía un puñado de rocas que repiquetearon contra las del camino.
El júbilo se apagó casi al instante, y por primera vez les dio la impresión de que la líder de las bandidas estaba disgustada de verdad.
—¡Por los huevos pelados del Hereje! —exclamó dándole un puntapié a una de las piedras hacia la hierba que había a un lado del sendero. Gabriel hizo un amago de lanzarse a recuperarla, pero la mirada de la mujer lo dejó clavado en su sitio—. ¿Rocas? ¿En serio? No podían ser zafiros, rubíes o enormes lingatos de plata, ¿no?
—Lingotes —murmuró Clay, pero la mujer lo ignoró.
—Los dioses no querían que abordáramos a unos imbéciles con unas bolsas llenas de diamantes, no. ¡Tenían que ser rocas! ¡Y calcetines! Y... ¿de qué son los bocadillos?
—De jamón.
—De jamón —gruñó la mujer, como si pronunciase el nombre de su peor enemigo. Los nudillos se le pusieron blancos de la fuerza con la que apretó la empuñadura del arco.
—¿Y ese escudo que tienes ahí? —preguntó una de las forajidas, mientras señalaba Corazón Oscuro con la punta de la lanza.
—Tiene pinta de ser caro —dijo otra—. Puede que le podamos sacar una marcorona o dos.
Clay ni se molestó en prestarles atención. En lugar de ello, fijó la mirada en la líder.
—El escudo no va a ninguna parte —dijo.
La mujer parpadeó.
—¿Estás seguro? —La forajida lo rodeó mientras usaba el arco como bastón y dedicaba una mirada aún más desdeñosa a la patética montaña de piedras de Gabriel—. No creo que estés en condiciones de... de... —se quedó en silencio—. Por el piercing genital de un kobold, ¿eso es lo que creo que es?
—Depende de lo que creas que es —respondió Clay.
—Diría que es el escudo que pertenece a ese que llaman Mano Lenta, también conocido como Clay Cooper. ¡Es Corazón Oscuro, mierda!
—Bueno, en ese caso, tienes razón —dijo Clay. Hacía años que nadie lo llamaba Mano Lenta, un apodo que se había ganado por su inclinación a recibir el primer golpe en casi todos los enfrentamientos.
—Debe valer mucho, entonces —exclamó la forajida que lo había insinuado antes—. Nos lo llevamos. —Extendió la mano para levantarlo, y Clay rezó en silencio al dios de Grandual que se encargase de perdonar a los hombres que les rompen las muñecas a las mujeres antes de darles un golpe en el cuello.
—Déjalo —ordenó la líder.
Las dos forajidas se miraron como depredadoras frente a una presa fácil, pero la líder consiguió imponerse y la obligó a apartarse de mala gana.
—Este escudo —explicó— se taló del corazón de un ent viejo y despiadado que mató a miles de hombres antes de que este —señaló a Clay y estuvo a punto de sacarle el ojo con la flecha que tenía en la mano— lo convirtiese en leña. Es Clay Cooper Mano Lenta. ¡Estamos ante todo un héroe!
—¿Y a los héroes no les robamos? —preguntó una de las mujeres.
—Claro que sí —dijo la líder, al tiempo que rajaba con la punta de la flecha el pequeño bolso que Clay llevaba colgado de la cintura. Cayeron veinte monedas de plata en el suelo polvoriento, y las bandidas se abalanzaron sobre ellas. La mujer alzó el tono, uno propio para ejercer su liderazgo—: Un bocadillo pertenece a quien se lo coma. Un calcetín, a quien lo lleve puesto. Una moneda, a quien la lleve encima para gastarla. Pero hay cosas que no se pueden arrebatar, como esta… —acarició la superficie rugosa de Corazón Oscuro como si pusiera la mano sobre la tumba de alguien muy querido—. Esto pertenece a Clay Cooper y a nadie más, y a los dioses pongo por testigos de que antes me crecerá una cola en el trasero que caer tan bajo como para robárselo.
La mujer se apartó, se echó el arco al hombro y volvió a colocarse frente a ellos.
—¡Los calcetines, chicas! —gritó.
Las forajidas se quitaron las botas y se pusieron los calcetines hechos a mano por Ginny sobre lo que fuera que llevasen antes. Luego, se repartieron la comida y se escabulleron hacia el bosque.
Una de ellas tomó la espada de Clay al pasar.
—¿Esto