Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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aun mayor. El nombre terminó por reducirse a Conthas, aunque también la llamaban la Ciudad Libre. Técnicamente se encontraba dentro de las fronteras de Agria, pero el rey (que en estos momentos era Matrick, su antiguo compañero de banda) no había querido reclamar para sí unas tierras tan cercanas a esa frontera salvaje. Allí no había impuestos ni tampoco aduanas para los productos con los que se comercializaba. Conthas era un bastión para el emprendimiento y las oportunidades: uno de los últimos lugares salvajes dentro de un mundo mucho más civilizado.

      Dicho esto, Conthas también era un lugar de mala muerte, y Clay quería salir de allí tan pronto como fuese posible.

      Acababa de atardecer, y era el tercer día desde que Gabe y él habían salido de Coverdale. Estaban cansados de caminar, con las ropas llenas de tierra y tan hambrientos que a Clay la boca se le hizo agua cuando un hombre que había en la puerta de la ciudad le ofreció lo que parecía una rata chamuscada y clavada en un palo.

      Había comido por última vez hacía dos días, cuando un granjero viejo y sádico les prometió que les daría una manzana si se ponían a hacer flexiones en mitad del camino. El día anterior, Clay había encontrado una tortuga esforzándose por subir la cuesta llena de lodo de la ribera de un arroyo, pero cuando empezó a preparar el fuego, Gabe se ausentó con la tortuga y terminó por liberarla. Aplacó la rabia de Clay diciéndole que Kallorek los alimentaría como reyes una vez que llegaran a la ciudad, y Clay comunicó la información a su estómago, que no había dejado de rugir. Por desgracia, su panza no se dejaba engañar tan fácilmente como su cabeza.

      Conthas tenía el mismo aspecto de circo abandonado que recordaba. No había rey, por lo que tampoco había ley. No contaba con guardias que aseguraran la paz ni desalentaran la violencia antes de que se saliera de control. Tampoco había impuestos, por lo que nadie limpiaba las alcantarillas ni adoquinaba los caminos. Clay y Gabriel avanzaron entre chapoteos por lo que esperaban que fuese lodo y cruzaron las amplias puertas abiertas de la ciudad, un lugar que bien parecía un niño cuyos padres hubieran contratado a una prostituta como niñera y nunca hubieran vuelto.

      El camino principal recorría el desfiladero entre dos colinas. La ciudad crecía a ambos lados de él como moho, envuelta en un denso manto de humo gris. Clay vio arder varios fuegos descontrolados, pero no vio a nadie que pareciese preocupado, y eso que tenía muy claro que no habría bomberos dispuestos a apagarlos. Al norte se erigía la fortaleza cerrada de Conthas, una punta de flecha recortada contra el sol resplandeciente. En la colina meridional se estaba terminando de construir una especie de templo que aún estaba lleno de andamios.

      Se decía que la Ciudad Libre atraía a todo tipo de personas, pero lo cierto era que más bien solo llamaba la atención de personas de dudosa moralidad. Los aventureros que venían a Conthas con la ilusión de apuntarse a una banda e ir de gira por toda la Tierra Salvaje veían sus sueños truncados de manera inevitable, como el reflejo en un espejo de mala calidad. O como si se rompieran dicho espejo contra la cabeza directamente.

      En ese lugar uno no podía levantar una piedra sin encontrar debajo un aventurero, un ladrón, un cazador de ladrones, un cazarrecompensas, un mago de la niebla, un bardo errante, un buhonero de monstruos, una bruja de la tormenta, un mercenario... Y también todos los que se aprovechaban de este tipo de personas, como armeros, chatarreros, prostitutas, arúspices o crupieres. Vendedores ambulantes de todo tipo se apiñaban en las entradas de los callejones, esperando para aprovecharse de los adictos desgarbados en el lodo que consumían cualquier cosa que pudieran pagar. En cada esquina había un mercader que vendía espadas mágicas y armaduras impenetrables, o un alquimista que despachaba pociones para respirar bajo el agua o hacerse invisible. Clay hasta llegó a ver una con una etiqueta que rezaba: inmortalidad.

      —¿Cuánto cuesta esa? —preguntó a la anciana que la vendía.

      —Ciento una coronas —respondió la mujer—. Y no se puede devolver.

      Clay miró el pequeño frasco con el ceño fruncido.

      —Parece agua y aceite.

      La mujer lo fulminó con la mirada hasta que se marchó.

      En la calle de las Capillas pasaron junto a templos dedicados a la Sagrada Tetranidad. Clay oyó gritos que surgían de las ventanas cerradas del austero refugio de la Reina del Invierno y gemidos de placer que venían de detrás de la cortina de seda del santuario de la Doncella de la Primavera. Había una fila por fuera del templo de Vail el Hereje. Supuso que se trataba de granjeros que habían ido a rezar para tener una buena cosecha. Muchos llevaban terneros que no dejaban de retorcerse o corderos que gimoteaban con los que pretendían realizar una ofrenda de sangre al Vástago del Otoño. Un hombre de gesto desesperado aferraba entre las manos un gato sarnoso. Al parecer, el animal había sido capaz de adivinar su destino, porque los brazos y la cara del granjero estaban cubiertos por una red de arañazos enrojecidos.

      Unos sacerdotes ataviados con las vestiduras rojas y doradas del Señor del Estío echaban a un vagabundo de las escaleras de su iglesia. El pobre despojo humano llevaba una túnica gris llena de mugre, y Clay casi se quedó sin aliento al ver las manos ennegrecidas del mendigo, una de las cuales había quedado reducida a poco más que un muñón.

      Un podrido. Hizo un mohín y fue incapaz de reprimir un estremecimiento. Aparte de los horrores más tangibles que acechaban en los ponzoñosos rincones del Corazón de la Tierra Salvaje, todo aquel que entrase en el bosque silvestre corría el riesgo de contagiarse con el Roce del Hereje, también conocido como la podredumbre. Empezaba con una mancha oscura en la piel, para luego endurecerse y formar una costra negra que se quedaba colgando del cuerpo como los percebes del casco de un navío. Era imposible arrancársela sin llevarse también un trozo de carne y tampoco servía de mucho, porque la corteza volvía a crecer poco después. Uno no podía impedir que se extendiera y apareciera en otras partes del cuerpo. Los miembros afectados se pudrían hasta quedar deshechos, y la enfermedad terminaba por afectar la garganta o algún órgano vital de la víctima. Si los enfermos tenían suerte, esto ocurría más pronto que tarde. Clay había oído que algunos podridos vivían durante años en una agonía interminable antes de morir al fin.

      Se rumoreaba que había muchas formas de prevenir la enfermedad —desde beber té preparado con pestañas de dríada hasta visitar a un oráculo en algún lugar de las montañas Rimeshield—, pero a pesar de los esfuerzos de las mejores mentes de Grandual, aún no había cura. La podredumbre era una sentencia de muerte, lisa y llanamente.

      —Mira, Clay. Es Moog —dijo Gabriel, señalando una pared empapelada de carteles. El mago aparecía en varios de ellos, muy mal dibujado pero sin duda reconocible. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y guiñaba un ojo con gesto cómplice.

      Clay entrecerró los ojos para leer las palabras que había garabateadas debajo del dibujo: “La magnífica filacteria fálica de Moog el Mago. De cero a héroe en un solo trago. ¡Satisfacción garantizada!”.

      Examinó los demás carteles que había en la pared. En uno de ellos se ofrecía una recompensa por el aliento tóxico de un silfo de la podredumbre y en otro buscaban bandas para matar a Hectra, la Reina de las Arañas. Se preguntó si Hectra sería en realidad una araña o tan solo una mujer que se había autoproclamado su monarca, pero el ruido que se alzó de repente a su alrededor le interrumpió los pensamientos.

      Unos hombres se acercaban a ellos, cuatro delante y tres detrás, armados con garrotes y escudos ovalados. Aún no habían tenido que recurrir a la violencia, pero habían conseguido apartar a gran parte de la muchedumbre solo con miradas frías y los escudos que portaban. Detrás de ellos iba uno vestido con una armadura de cuero sucia y una piel de lobo colgada sobre la cabeza. Levantó los brazos y gritó a la multitud:

      —¡Buena gente de Conthas! ¡Escuchen lo que les vengo

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