Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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de dieciocho años cuando se lanzó a los caminos con Gabe. La armadura de los hombres al menos parecía funcional, aunque era más llamativa de lo que debiera, y reparó en que llevaban más maquillaje que las Hermanas del Metal. También vio a un gran número de jovencitas que se habían abierto paso hasta la primera fila para luego empezar a gritar como histéricas a la banda.

      Clay sonrió sin querer al recordar la primera vez que sus compañeros y él habían desfilado con el botín de su gira por el Corazón de la Tierra Salvaje por esa misma calle. Lo cierto es que tampoco es que pudiera recordar demasiado, ya que todos estaban borrachos hasta la inconsciencia. Moog se había pasado casi todo el desfile durmiendo y Matrick se había caído del carro a la multitud y había desaparecido durante tres días.

      —Ya tengo suficiente —dijo Gabriel. De repente parecía molesto, y Clay se cuestionó si la envidia le habría agriado el ánimo—. Salgamos de aquí antes de que la multitud se desmadre. Vamos a hablar con Kallorek.

      Clay movió el cuello para aliviar el dolor de haber pasado la última media hora mirando hacia el oeste.

      —Claro. ¿Dónde está?

      Gabe señaló la colina meridional y el templo en construcción que se encontraba en la cima. Frunció el ceño como alguien que contempla el nudo corredizo con el que están a punto de ahorcarlo.

      —Ahí arriba.

      7

      En medio de la casa de Kallorek había un estanque. El agua era tan cristalina que Clay vio hasta las baldosas blancas y azules del fondo. No había peces ni ranas. Tampoco lirios ni juncos ni libélulas sobrevolando la superficie. Solo había... agua.

      —¿Para qué mierda quiere esto? —preguntó Clay.

      Gabriel no respondió. Había vuelto a quedarse en silencio, sentado en una silla de mimbre que había junto a la orilla del estanque y enfrascado en sus pensamientos. Clay supuso que tenía sentido, ya que habían venido a suplicar a Kallorek que le devolviese la espada, lo que ya habría sido incómodo incluso si su antiguo agente no estuviese en posesión de otra cosa que también había pertenecido a Gabe: su mujer, Valery.

      Aún no la habían visto, pero sí habían oído su voz cuando un sirviente los guio hasta aquel lugar y les dijo que esperasen. Gabriel se quedó congelado al oírla, como un ratón aterrorizado por el ulular de un búho.

      Una de las muchas cosas que Clay había aprendido de su esposa era la de poder ver el lado positivo de cada situación. Saber que, por muy mal que fuera todo, siempre había alguien en algún lugar que seguro lo estaba pasando peor. Solo tuvo que mirar los hombros encorvados de Gabe y fijarse en los movimientos breves y cargados de preocupación de los dedos sobre su regazo para sentirse el hombre más afortunado de la sala.

      Al menos hasta que llegó el propio Kallorek. El agente estaba envuelto en una túnica añil de una seda tan fina que parecía fluir como el agua sobre su voluminosa panza. Colgadas alrededor del cuello llevaba varias cadenas de oro que se veían muy pesadas. En cada uno de sus dedos relucía un anillo coronado por una llamativa gema, similar a las que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Clay había visto a reyes con menos adornos encima.

      —¡Mis amigos! —El anfitrión consiguió obligarlos a que le dieran un abrazo incómodo. Su barba gris y recortada, que antaño era áspera como un cepillo para caballos, ahora estaba muy suave, trenzada con maestría y untada con aceites aromáticos. Su piel rubicunda desprendía un aroma a sándalo y a lilas que ocultaba el olor agrio de su sudor, que tenía un deje tan desagradable que algunos habían empezado a llamarlo “el orco” (sin que él se enterase, claro).

      Kallorek los soltó al fin y luego extendió un brazo para tocarlos a ambos sin dejar de sonreír.

      —Gabe el Radiante y el mismísimo Mano Lenta —dijo con tono melancólico—. ¡Leyendas vivas de las bandas! ¡Los Reyes de la maldita Tierra Salvaje! Se te ve fresco como una lechuga, Cooper. Tú pareces algo cansado, Gabe. ¡Y viejo! Por los dioses de Grandual, ¿qué te pasa? ¿La bebida otra vez? ¿Scratsh? No me digas que tienes la puta podredumbre.

      Gabriel intentó responder con una sonrisa, pero fracasó estrepitosamente:

      —Solo estoy cansado, Kal. Y viejo. Y... —se quedó en silencio y el rostro se le ensombreció aún más—. Tengo que hablar con Valery y... pedirte un favor.

      Kallorek lo miró con recelo por un instante, pero luego volvió a sonreír:

      —Claro, todo a su tiempo. ¡Primero será mejor que te quites toda esa mugre que llevas encima! Abramos un barril y comamos algo. ¿Tienen hambre?

      —¡Nos morimos de hambre! —exclamó Clay.

      —¡Era de esperar! —Kallorek dio una palmada con gruesas manos—. Vayan a la piscina. Les tendré preparado algo de comida para después de que se hayan refrescado un poco. —Al ver que los invitados no hacían amago alguno de moverse, señaló el estanque que tenían detrás.

      Clay lo miró por encima del hombro y luego volvió a contemplar a su anfitrión. Se encogió de hombros.

      —La piscina —insistió Kallorek sin dejar de señalar—. Esa piscina de ahí.

      —¿Te refieres al estanque?

      —Me refiero a la piscina —gruñó—. Pueden meterse y nadar un poco. —Acompañó las palabras con unos aspavientos que hicieron tintinear toda la joyería que llevaba encima.

      Clay examinó el estanque.

      —Pero ¿nadar adónde? —preguntó.

      —¿Cómo que “nadar adónde?” —repitió el agente con el ceño aún más fruncido.

      —¿Es una fuente de sanación? —preguntó Gabe. Extendió un poco el brazo e hizo un gesto de dolor cuando lo abrió del todo—. Porque tengo el codo un poco...

      —Mira, ¡a la mierda con tu codo! —exclamó Kallorek. Clay se había olvidado de la poca paciencia que tenía el agente. Podía estar dedicándote una sonrisa de oreja a oreja y un segundo después...—. No es una fuente ni un estanque ni la puta bañera de una nereida. Es una piscina. ¡Una piscina! Sirve para nadar y relajarse.

      Clay sabía muy bien que sugerir a Kallorek que la probara él primero para nadar solo serviría para provocarlo más, pero Gabriel no. Por eso, cuando lo vio abrir la boca para comentarlo, lo empujó con fuerza al agua, donde chapoteó y braceó como un perro para volver al borde.

      La rabia de Kallorek desapareció, y empezó a reír a carcajadas con tanta fuerza que acabó enjugándose las lágrimas.

      —Tenías razón —dijo Clay—. Ya me siento mucho mejor.

      Una de las características de Kallorek era ser tan vil como un sapo de dos cabezas. Y otra era que aquel cabrón se las arreglaba para comer muy bien.

      La comida dejó a Clay en un estado de casi euforia y desconcierto que agradeció doblemente, porque Valery (que también parecía desconcertada) había decidido acompañarlos a la mesa. Ella no dijo gran cosa, pero se dedicó a soltar una gran cantidad de suspiros y a reír entre dientes de vez en cuando al oír algo que solo ella encontraba divertido, como el ruido que hicieron dos coles de Bruselas al unirse en su plato

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