Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames
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—Sea como fuere —continuó Kal—, los sacerdotes del templo de arriba se quedaron sin dinero, por lo que aproveché el momento para comprarles la estructura por algunas monedas.
Recorrieron un jardín abierto y siguieron un sendero de piedra que serpenteaba entre manzanos llenos de frutas. Vieron varias patrullas que recorrían las murallas del lugar, una medida disuasoria necesaria, explicó Kallorek, ya que la capilla ahora albergaba su cada vez más valiosa colección de objetos extraños.
—¿Aún trabajas con mercenarios? —preguntó Clay.
—Pues claro —respondió—, pero ya no es como en los viejos tiempos. El trabajo es demasiado grande para mí solo, así que he tenido que asignar a un agente para cada banda. Realizan las tareas más insignificantes: goblins y ese tipo de cosas, mientras que yo me dedico a los trabajos importantes, los cuales encargo a la banda que creo que puede hacerlos bien. Yo me llevo la mitad, el agente un diez por ciento y la banda se reparte el resto.
“¿La mitad?”. De haber seguido comiendo, Clay se habría ahogado. Las cosas habían cambiado drásticamente desde la época en la que ellos iban de gira. En el pasado, Kallorek compartía un quince por ciento con el resto de miembros de Saga. El diez restante supuestamente correspondía al bardo, pero ninguno de los bardos de Saga había vivido lo suficiente como para llegar a cobrar su parte, razón por la que esta se usaba para lo que Gabe llamaba “cosas imprescindibles para una aventura”, es decir, para la bebida, el tabaco y la compañía de todo un regimiento de mujeres. Al descubrir cuánto ganaban hoy en día los mercenarios, la vida que se podía permitir Kallorek dejó de sorprenderlo.
—Bueno, ¿y qué clientes tienes ahora? —preguntó Gabe, mientras se acercaban a un par de puertas de bronce muy altas—. ¿Alguna banda que conozcamos?
Kallorek reprimió la risa al oír la pregunta.
—Cualquiera que conozcan. Tengo agentes por todo Agria. No hay una banda en todo Cinco Reinos de la que no me lleve una buena tajada. Bueno, puede que sus antiguos colegas de Vanguardia sean los únicos.
—¿Vanguardia sigue con las giras? —preguntó Clay.
—La mayoría de ellos —dijo Kal, sin molestarse en explicar qué significaba lo que acababa de decir.
“Vanguardia”. Era un nombre que Clay llevaba mucho tiempo sin oír. Barret Snowjack y sus eclécticos compañeros de banda —Ashe, Tiamax y Cerdo— habían sido rivales amistosos de Saga en el pasado. Enterarse de que aún seguían dando guerra por los caminos después de todos los años que habían pasado... hizo que le doliese la espalda solo de pensarlo.
—Si alguien consigue espantar a un grupo de kobolds de una alcantarilla, me da para comprar un juego de cubiertos de plata —dijo Kal—. Si consiguen hacerse con el botín de una madre de basiliscos, me da para construir una nueva habitación en la casa.
—O para poner un estanque —apuntilló Clay.
—Una piscina, querrás decir —corrigió el agente al instante.
—¿Y qué es lo que he dicho?
—Has dicho un estanque...
—¿Dónde está mi espada? —interrumpió Gabe.
Kallorek frunció el ceño.
—¿A qué viene eso ahora?
—Vellichor. ¿Dónde está?
El rostro de Kal era difícil de leer. Parecía un padre que intentaba encontrar la mejor manera de imponer su disciplina a un hijo rebelde. Llegaron ante las enormes puertas de bronce, y el agente abrió una para luego indicar a Clay y Gabriel que lo acompañaran al interior.
—Por aquí —dijo.
8
Vellichor
Kallorek los guio por una capilla abovedada y muy iluminada por unos faroles espejados. Habían quitado los bancos, y el suelo de piedra estaba cubierto por unas alfombras sofisticadas. La enorme sala estaba desordenada, repleta de estanterías, vitrinas, exhibidores de armas, cofres y maniquíes con algunas prendas de armadura, todo colocado al azar.
—Disculpen el desorden —dijo Kallorek echando un vistazo al lugar—. Aún estoy intentando encontrar el modo de organizarlo. Ey, miren esto. —Tomó un yelmo de la cabeza de un maniquí. Tenía una protección en las mejillas que era alargada y que sobresalía como si fueran un par de fauces envenenadas—. Perteneció a Liac el Arácnido. El pobre Liac fue devorado por un limo de cripta hace unos años. Esto es lo único que quedó de él. —Colocó el yelmo en su sitio y pasó la mano por la cota de malla roja que se encontraba debajo—. Piel de Guerra, la armadura impenetrable de Jack el Saqueador. Dicen que no hay espada ni lanza capaz de atravesarla, aunque a la sífilis no le costó demasiado… Pobre Jack.
Se dirigió al fondo de la sala y señaló los artefactos a medida que los nombraba:
—Ese de ahí es el Arco del Aquelarre, y aquellos son los guanteletes de Earl el Manco. —Señaló una estantería que había contra la pared—. Esos libros de allí se escribieron antes de la caída del Dominio. Y el mismísimo Budika, el Lobo de Mar de Salagad, calzó esas botas. ¡Tengo tesoros muy preciados! —exclamó—. Pero ninguno tanto como este... —dijo señalando una tarima elevada que había al fondo, en la que una estatua del Vástago del Otoño se erigía en la oscuridad. El rostro de la estatua había sido alterado con torpeza para parecerse a Kallorek, y aunque llevaba la característica antorcha de Vail en una mano, la hoz de la otra había sido reemplazada por...
“Una espada”, se percató Clay al mismo tiempo que oía cómo Gabe murmuraba detrás de él.
—Vellichor.
Desde donde se encontraban, vieron el tenue resplandor turquesa de la hoja de la espada. Una niebla dispersa flotaba a su alrededor y se agitaba en la punta como el humo de una vela apagada.
Si su amigo había dado la impresión de estar inquieto al ver a su exmujer, ahora parecía totalmente sobrecogido, su expresión era una mezcla de sorpresa y vergüenza, como un padre que contempla la cara de un hijo que la pobreza lo ha obligado a vender como esclavo. Gabriel habló con voz quebrada y vacilante.
—Dijiste que podía recuperarla. Que si llegaba a necesitarla de verdad... —tragó saliva, y Clay vio que los ojos habían empezado a llenársele de lágrimas—. La necesito, Kal. De verdad.
Kallorek se quedó un rato en silencio mientras palpaba con gesto distraído uno de los pesados medallones que le colgaban del pecho.
—¿Te dije eso? —preguntó con una inocencia conmovedora—. No me suena. Sí que recuerdo haber pagado una buena suma de dinero por esa espada. Lo suficiente como para saldar tu deuda con el gremio de mercenarios. Diría que la merezco. De hecho, diría que ahora es mía de pleno derecho.
—Dijiste que si...
—Sí, sí, ya me lo has dicho —replicó el agente con un gesto desdeñoso—. Pero, como también acabo de decirte, lo cierto es que con el tiempo le he tomado mucho cariño. Las espadas de los druin no crecen en los árboles, ¿sabes? Y esa mocosa tuya me robó un par antes de irse. Dudo que vuelva a verlas.
—Kal, te prometo