Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames
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Kallorek trastabilló hacia atrás, se tropezó con el sarcófago dorado de Kit el Inmortal y la cadena del medallón salió despedida por los aires en una explosión de eslabones rotos.
—A ver qué te parece mi contraoferta, Kal —continuó Clay, mientras examinaba el medallón. Le dio la impresión de que había empezado a vibrarle en la mano y lo notó extrañamente cálido al tacto—: Huyes tan rápido como puedas, y te doy cinco segundos de ventaja antes de decirles a estos chicos —señaló a los dos centinelas— que se hagan contigo un delicioso sándwich gólem.
Kallorek tenía el rostro cubierto de sangre roja y oscura. Se tocó un diente, como si pensara que el puñetazo de Clay se lo había partido.
—¡Hijo de puta! Te juro por las tetas de la Reina del Invierno que...
—Cuatro... —empezó a contar Clay.
—Clay, por favor —dijo el agente, que parecía haber cambiado de estrategia—. ¡Era broma! Ha sido divertido, ¿verdad? Vamos, tú no...
—Tres...
—Un momento. Y si...
—Dos...
Kallorek salió disparado fuera de la capilla. Clay esperó a que el sonido de sus pasos desapareciera y se acercó a la tarima. Gabriel estaba derrumbado junto a los pies de la estatua con los brazos extendidos. La sangre de los dedos de su mano derecha goteaba sobre el suelo de piedra.
—Gabe...
—¿Crees que tiene razón?
Clay parpadeó.
—¿A qué te refieres?
—A lo que ha dicho sobre Rosa. ¿Tú también crees que está muerta?
“Podría estarlo”, pensó Clay, aunque no lo dijo.
—La encontraremos, Gabe. Pero para eso vamos a tener que salir de aquí ya mismo. Seguro que Kal ha ido a llamar a sus guardias.
Oyó los gritos del agente en el exterior de la capilla. También oyó cerca de ellos el chirrido de una piedra. Echó un vistazo alrededor y vio que la pesada tapa del sarcófago con el que habían tropezado tanto él como Kal se había entreabierto un poco. Un par de dedos disecados se aferraron al borde para empujarla.
Kit el Inmortal estaba a punto de salir —y Clay estaba seguro de que no era una criatura viva—, lo mejor era estar bien lejos de allí cuando lo hiciera.
Aferró y levantó el medallón que controlaba a los gólems sin estar convencido de si era necesario que estos vieran que los controlaba gracias al objeto.
—Tú, levántalo —ordenó a uno, que empezó a moverse hacia Gabe. Luego señaló la pared y le indicó al otro—: Tú, haz una puerta ahí, por favor.
“¿Le pides por favor a un gólem, Cooper? Ginny estaría orgullosa...”.
Los ojos rúnicos del autómata resplandecieron verdes y obedeció la orden de Clay. Comenzó a darle golpes con los puños a la pared de ladrillos, hasta que abrió un hueco lo bastante grande. La brisa nocturna trajo consigo los olores de la ciudad que había a los pies de la colina: el humo y la peste agria de los humanos al revolcarse por el lodo.
—Vamos —dijo Clay. Siguió al primer gólem al exterior, mientras el otro iba detrás con Gabe en brazos.
9
El Roce del Hereje
Al mediodía siguiente se toparon con un granjero cuya carreta se había desplomado debido al peso de unos enormes fardos de heno. El hombre les dijo que uno de sus hijos se había unido a una banda el verano pasado y que el otro había ido a Conthas a ver el desfile y aún no había regresado. Clay decidió darle el medallón de Kallorek y le explicó lo poco que sabía sobre cómo utilizarlo.
—Yo esperaría a que oscureciese antes de usarlos —advirtió Clay, al tiempo que señalaba a los enormes centinelas con el pulgar—. Un hombre muy feo, muy enfadado y muy peligroso se va a pasar las próximas semanas buscándolos por todas partes.
El granjero lo agradeció profusamente y la primera orden que dio a los gólems fue despedirse con la mano de Clay y Gabe mientras se alejaban por el camino. Una imagen muy extraña.
—Allí está —dijo Gabe señalando una torre en ruinas en lo alto de una colina boscosa que se recortaba contra el blanco cielo otoñal.
Clay la encontró parecida a un dedo torcido o a un colmillo roto, pero luego recordó los carteles que habían visto en la ciudad de “La magnífica filacteria fálica de Moog el Mago”… y entonces la torre pasó a recordarle algo muy diferente.
—Parece que está en casa —dijo, mientras indicaba con la cabeza la humareda color turquesa que salía de un agujero en el ruinoso techo.
La puerta era la única parte del edificio que parecía estar en buenas condiciones. Era robusta y de roble, con una aldaba de latón moldeada con la forma del rostro arrugado de un sátiro que tenía un aro en la boca. Gabe hizo sonar la aldaba, que repiqueteó justo antes de que las facciones de la criatura cobraran vida.
—¿Zí?
Gabe se rascó la cabeza.
—¿Perdón?
—¿Tienen uztedez zita con mi maeztro? —dijo la aldaba.
—¿Qué?
—¿A qué han venido? —preguntó, con cuidado de usar las palabras adecuadas para que la pronunciación no se viera afectada por el aro de su boca.
Gabriel miró a Clay, que respondió con uno de los muchos encogimientos de hombros que tenía en su repertorio.
—Eh... ¿a visitar a Moog?
—¡A vizitar a Moog! —repitió el rostro—. ¿Y podrían loz zeñorez dezirme quiénez zon?
—Gabriel. Y Clay Cooper.
—Exzelente. Ezperen aquí, por favor. Mi maeztro vendrá en...
La puerta se abrió de repente y allí estaba Moog. Vestía lo que a Clay le pareció un pijama de una sola pieza, con pequeñas lunas y estrellas sobre el tono azul noche de la tela. Estaba más flaco que nunca, y su barba larga se había vuelto blanca como el algodón. También se había quedado calvo por la parte superior de la cabeza, pero le quedaba un flequillo ralo que llevaba muy largo. Sus ojos eran del mismo azul inquietante y resplandecían debajo de unas pobladas cejas blancas.
—¡Gabriel! ¡Clay! —El mago soltó una carcajada de júbilo y realizó un pequeño baile que solo consiguió reforzar la imagen de que estaba vestido como un niño. Luego los rodeó a ambos con sus larguiruchos brazos—. Por las tetas y los diosecitos, ¿cuánto tiempo ha pasado? —Miró la aldaba y frunció el ceño—. Steve, ¿no te he dicho mil veces que no hagas esperar fuera a mis amigos?
—Lo