Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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      —Abran paso a los Jinetes de la Tormenta, que acaban de regresar de una intrépida gira por el Corazón de la Tierra Salvaje. —Esperó a que finalizaran los murmullos antes de continuar—. ¡Luego llegarán las Hermanas del Metal, que acaban de someter a los goblins de las Cavernas de Cobalto y a su temible jefe de guerra, Sicklung!

      Cabeza de Lobo y sus matones con escudos continuaron marchando y abriéndose paso, a pesar de que ciertas personas se lo ponían difícil para avanzar.

      Clay notó una conmoción al otro lado de la calle. Miró hacia el oeste y vio una hilera serpenteante de gente que recorría el camino enlodado. Parecía que los Jinetes de la Tormenta —que Clay suponía que eran una banda aunque nunca había oído hablar de ella— habían montado un desfile por todo Conthas y lo habían pagado de su bolsillo. Bolsillo que, cuando se acercó la procesión, comprobó que era bien grande.

      Un grupo de tamborileros lideraba la marcha. Usaban unas togas largas con trozos de corteza cosidos y sombreros de los que sobresalían penachos de frondosas plantas verdes. Los niños revoloteaban a su alrededor como espíritus del bosque y llevaban puestas unas alas de gasa que se agitaban al correr. Detrás de ellos caminaba un hombre que parecía una auténtica mole. Tenía la mitad del rostro pintado de azul, al igual que los ferales que vivían en el bosque negro con una dieta a base de carne y sangre, o eso era lo que se decía. Clay había conocido a unos pocos caníbales que preferían un buen pollo asado a los carnosos cuartos traseros de un desafortunado aventurero, pero en la Tierra Salvaje era mucho más probable encontrarse con desafortunados aventureros que con pollos.

      La mole estaba envuelta en pieles exóticas y del hombro le colgaba un cuerno que bien podría haber sido un diente de dragón que alguien ahuecó para convertirlo en un instrumento. Se mofó del público con ademanes frenéticos y luego le dio un soplido largo y profundo al cuerno. A Clay le recordó el ulular del viento en los lugares altos o el sonido de una criatura herida que gime en la oscuridad.

      Después del hombre venían los goblins. Eran dos filas de seis, y tenían las manos atadas y estaban unidos los unos a los otros con cadenas que culebreaban por el lodo como serpientes metálicas. Tenían el aspecto esquelético de un mendigo, pero aun así no dejaban de moverse. Gritaban y bramaban estupideces a la multitud, y no parecía importarles que la gente les arrojase tomates enormes o pescado podrido.

      “Seguro que se mueren de hambre”, supuso Clay. “Se les caerá la baba cuando huelan las ratas chamuscadas”.

      Detrás de ellos iba su jefe de guerra Sicklung, cubierto de plumas y con un rostro tan maltratado y magullado que resultaba feo incluso para los de su tipo.

      Las Hermanas del Metal no eran para nada lo que Clay esperaba. Había peleado junto a muchas mujeres guerreras, pero estas tres no se parecían en nada a las demás. El pelo les caía en tirabuzones y lo llevaban recogido con cintas de vivos colores. Tenían los ojos maquillados de negro y los labios pintados de un rojo que recordaba a las rosas. ¡Y su armadura! Parecía frágil como la porcelana, diseñada para presumir la piel en lugar de para protegerlas de la hoja de una espada o de la punta perforante de una flecha. Iban al trote con un trío de yeguas de un blanco prístino cuyas bardas plateadas relucían como espejos.

      Uno de los que estaban delante silbó a una de las Hermanas al pasar. “Oh, oh”. Clay se preparó para verlo tragar tierra, pero en lugar de eso la mujer sonrió y le lanzó un beso volador.

      —¿Pero qué mierda? —exclamó Clay a nadie en particular.

      Gabriel agitó los hombros a su lado.

      —Sí, así están las cosas ahora, amigo. Te lo dije. Mucho espectáculo y poca sustancia —resopló, y cabeceó en dirección a los goblins—. Seguro que han comprado a esa pobre escoria en una subasta.

      El desfile siguió avanzando. Ahora le tocaba el turno al botín cosechado por los Jinetes de la Tormenta durante su gira por la Tierra Salvaje. Un grupo de hombres marchaba portando reliquias del Dominio: espadas melladas y armaduras de escamas oxidadas que habían conseguido recuperar de antiguos campos de batalla.

      El desfile continuó con un carro jalado por bueyes y cargado con los restos destrozados de uno de los autómatas rúnicos de Conthas. Habían unido las piedras para que el público apreciara lo enorme que había sido el gólem cuando estaba con vida.

      —Es impresionante —dijo Clay—. Tiene que ser muy difícil acabar con uno de ellos.

      Cuatro hombres con una buena armadura escoltaban a un trol desgarbado al que habían reducido con unos grilletes de acero. Le habían cercenado los brazos a la altura de los hombros y luego tapado el muñón con unas cubiertas de plata para evitar que volviese a regenerarlos. Dos de los hombres llevaban antorchas y las usaban para controlar a la bestia cuando sus ojos negros como el carbón se quedaban mirando demasiado tiempo a alguien, como si lo encontrara muy apetitoso.

      Después le tocó el turno a un mono enorme con rayas negras como las de un tigre. La mujer que le sostenía la correa sonreía, saludaba y a veces extendía el brazo para acariciar al simio. La criatura también sonreía con las caricias, sin duda enamorado de su cuidadora.

      Se hizo un extraño silencio entre la multitud. Clay miró a la derecha y vio que se aproximaba otro carro. Era casi tan ancho como la calle, contaba con diez ruedas y jalaban de él seis bueyes. Las barras de acero de la jaula que llevaba encima eran más gruesas que la pierna de un hombre y se distinguía algo en su interior, parecía un pelaje denso y el destello metálico de unas escamas...

      —Por los infiernos de la Madre Escarcha… —Gabe puso una mano firme sobre el hombro de Clay.

      Y luego este vio por sí mismo lo que los Jinetes de la Tormenta habían traído de la Tierra Salvaje. Era una quimera. Y estaba viva.

      Clay tragó saliva a duras penas. Sintió una punzada en las entrañas que bien podría haber sido miedo, emoción o ambas cosas. Fuera lo que fuese, era algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. En una ocasión había oído decir a alguien (seguramente a Gabe) que aunque la mayoría de las criaturas nacían solo para vivir, había otras que solo nacían para matar. Y las quimeras pertenecían a ese último grupo.

      Estaba claro que la de la jaula estaba drogada. Se movía despacio y con torpeza. Su cola serpentina recorría los barrotes de la estrecha prisión. En la espalda llevaba plegadas unas alas que podían llegar a ensombrecer una casa. De sus tres cabezas, león, dragón y cabra, solo la de dragón parecía interesada en lo que ocurría a su alrededor. Tenía las fauces apresadas bajo un bozal de acero, y las volutas de humo que surgían de sus fosas nasales ocultaban los ojos amarillos y entornados que acechaban entre los barrotes, como si fuera ella la que estuviese libre y contemplara a sus presas enjauladas.

      —¿Por qué no la han matado? —preguntó Gabriel.

      Clay había pensado lo mismo, y se limitó a negar con la cabeza, sorprendido.

      —Por el espectáculo —dijo.

      Después del enorme carro venían los Jinetes de la Tormenta al fin. Eran cinco y se encontraban sobre una plataforma con cortinas colmada de tesoros. Había cofres abiertos de los que rebosaban joyas y gemas, y las monedas relucían a montones delante de ellos. Por si la banda, que estaba bien armada, no era suficiente para disuadir al público de abalanzarse sobre los tesoros, había toda una escolta de piqueros cuyos ceños fruncidos y largas lanzas servían además para mantenerlos a raya. En el carro también viajaban varias mujeres vestidas como ninfas, que era casi lo mismo que decir que iban desnudas, y que lanzaban puñados de monedas de cobre hacia el público.

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