Círculo de lectores. Raquel Jimeno

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Círculo de lectores - Raquel Jimeno страница 4

Círculo de lectores - Raquel Jimeno Scripta Manent

Скачать книгу

de la década conllevó la emergencia de una clase media con aspiraciones culturales. En poco tiempo se abrió a una considerable franja de la población la posibilidad de acceso a la enseñanza secundaria y a la superior, o cuando menos la perspectiva de que las recibieran sus hijos. En consecuencia, el libro pasó a convertirse en un bien ampliamente codiciado, pues por aquella época conservaba aún todo su carisma como agente de culturización y marca de ascenso social (también como índice de desclasamiento), y ni la radio, ni el cine, ni la televisión, concebidos en general como entretenimientos de masas, le disputaban esta función.

      Es en este escenario en el que la implantación en España de Círculo de Lectores contribuyó, gracias a su peculiar fórmula de venta, a desinhibir los complejos que una parte de la ciudadanía experimentaba en relación al libro. Pues, por extraño que pueda parecer, ese carisma que conservaba el libro tenía efectos intimidantes en quienes no estaban familiarizados con él.

      En la introducción de este libro, Raquel Jimeno hace una muy instructiva síntesis de los antecedentes, nacimiento y desarrollo de los clubes del libro en todo el mundo. De sus apuntes se desprende que uno de los factores determinantes del éxito de la fórmula del club fue su capacidad de atender las demandas de un público con dificultades de acceso a las librerías. En un país de la amplitud de los Estados Unidos, por ejemplo, con buena parte de la población repartida en grandes extensiones rurales a menudo muy alejadas de los centros urbanos, la posibilidad de disponer de una escogida gama de títulos y de recibirlos en el propio domicilio constituyó sin duda un aliciente muy importante para inscribirse en un club del libro. Lo mismo ocurrió, aunque en menor escala, en las zonas rurales de toda Europa, tanto más en aquellos países –como España– en los que la red de librerías presentaba deficiencias notables. Desde mi punto de vista, sin embargo, este factor tiene bastante menos peso, al menos en España, que otro de naturaleza más cultural: me refiero a los apuros, las dudas y las inseguridades que para una ciudadanía escasamente letrada suponía –y sigue suponiendo, de hecho, aunque en muy menor medida– escoger, en primer lugar, un libro, y a continuación adquirirlo.

      Las cosas han cambiado tanto y en tan poco tiempo que quizá cueste hacerse a la idea de lo que quiero decir. Pero no quedan tan lejos los tiempos en que, con independencia de que se tuviera un acceso más o menos fácil a una librería, para muchos ciudadanos el simple hecho de entrar en ella era algo completamente desusado y hasta cierto punto comprometedor, embarazoso. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse? Y sobre todo: ¿qué pedir?

      Un buen librero podía allanar esta incomodidad, pero la fórmula del club simplemente la obviaba. El socio recibía en su propia casa el libro solicitado, en muchas ocasiones sin necesidad siquiera de pasar por el trance de tener que escogerlo, dado que, si no solicitaba ninguno en particular, se le mandaba por omisión el destacado aquel trimestre (pues al principio la oferta del club se renovaba cada tres meses, dando lugar a un nuevo número de la revista que se mandaba a los socios para que hicieran su pedido correspondiente).

      Considérese bien: el club facilitaba el acceso a los libros a mucha gente que no estaba en absoluto familiarizada con ellos. Ni con los libros, ni con la lectura. Para buena parte de esa gente, tener libros en su casa no era tanto una necesidad como un signo de distinción, revelador de cierto estatus recién adquirido. Si ellos mismos no los leían, al menos sus hijos los tendrían a mano y quizás ellos sí se aficionarían a la lectura y se harían individuos realmente cultos. Entre los alicientes que un club del libro ofrecía para muchos socios, al menos en la España de los años sesenta y seten­­ta, se contaba en muy primer lugar el de disponer en casa de una pequeña biblioteca. El club permitía procurársela mediante unas cuotas razonables, facilitando la tarea de seleccionarla, y dotándola de volúmenes bien cuidados, siempre en tapa dura y por lo tanto resistentes y de buena apariencia.

      Quisiera despejar toda sombra de ironía en esto que estoy diciendo. Para todo un sector de la población que experimentaba como un privilegio el acceso a una educación que sus padres no habían recibido, y a ciertas comodidades que hasta hacía bien poco quedaban fuera de su horizonte, tener libros en la propia casa era un signo tan indicativo de haber prosperado como tener una televisión en el salón de la misma casa o, aparcado en la calle, un Seat 600 (por nombrar un utilitario que en España sirvió casi de emblema al desarrollismo de los sesenta). En este sentido, importa tener en cuenta un dato curioso, relativo al promedio de permanencia en el club de los socios, al menos hasta bien entrada la década de los ochenta: entre dos y tres años (más adelante, bajo la dirección de Meinke, este período se estiró significativamente). El dato admite ser interpretado en muchos sentidos (Raquel Jimeno cita un testimonio conforme al cual, transcurrido este plazo, el socio tendía a “realizar sus compras por otros cauces”), pero un comercial de Círculo de Lectores me dio una vez una explicación que estimo plausible: durante ese período de dos o tres años el socio acumulaba el suficiente número de volúmenes como para poder hablar de una pequeña biblioteca, suficientemente acreditativa de que en esa casa, de que en esa familia, se leía.

      En la actualidad, hace ya tiempo que los interioristas constatan que sus clientes han dejado de pensar en librerías como elementos ya sea funcionales o decorativos de sus hogares. Raquel Jimeno cita las palabras de un estudio de Amando de Miguel e Isabel París, Los españoles y los libros, en el que se dice que “es muy posible que la constitución de una biblioteca no sea un bien tan apetecible hoy como hace algunos decenios”. Corría el año 1998 cuando fueron escritas estas palabras. Más de veinte años después, el desarrollo de la tecnología digital ha barrido del todo con las aspiraciones antes mucho más comunes a tener una. De hecho, en los hogares actuales –cada vez más reducidos, por otra parte–, las bibliotecas –como las colecciones de vinilos o de cedés, de vídeos o devedés– han quedado en buena medida desterradas, con tanto más motivo en cuanto una casa puede carecer de todo eso sin que ello desdiga que sus habitantes, convenientemente provistos de tablets, de un Kindle o de smartphones, sean aficionados a la lectura, a la música o al cine. De ahí que haya que hacer un esfuerzo –sobre todo han de hacerlo los más jóvenes– para reconstruir el valor que la posesión de una biblioteca, por mediana que fuera, llegó a tener hace apenas medio siglo, cuando Círculo procuró a centenares de miles de españoles el modo de agenciársela mediante cómodos plazos y con ciertas garantías de solvencia intelectual, y no solo material.

      “Leer es sexy”, se decía en otra famosa campaña de fomento de la lectura en que esta frase aparecía impresa sobre fotos de famosos leyendo. Este tipo de consignas desinhibe y trivializa, muchos años después, el tipo de gancho que tanto la lectura como la posesión de libros y la exposición pública de uno mismo como lector tenía hace unas pocas décadas, aquellas en que Círculo amasó su enorme capital social.

      Pero retomo el hilo. En un apartado de este trabajo de Raquel Jimeno se habla de la legitimación de Círculo como “pionero cultural”. La expresión, al parecer, la empleó Manuel Fraga Iribarne, nombrado ministro de Información y Turismo en 1962, el mismo año en que se fundó el club. En su momento –como recuerda bien Hans Meinke, que suele contar a este respecto una anécdota muy suculenta que no me atrevo a repetir sin su consentimiento–, Fraga se había mostrado muy escéptico ante las perspectivas de éxito del club en un país “indiferente a todo movimiento de cultura”. Pero el éxito arrasador del club, que en 1970 alcanzaba la cifra apabullante de un millón de socios, lo persuadió de la valiosa “misión” que cumplía como desbrozador de un terreno que luego, decía, colonizaban los libreros. Ese terreno

Скачать книгу