Círculo de lectores. Raquel Jimeno

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Círculo de lectores - Raquel Jimeno Scripta Manent

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Como bien recuerda Raquel Jimeno, en las dos últimas décadas del siglo pasado los quioscos padecieron una auténtica marea de libros coleccionables que ponían al alcance de cualquiera, en ediciones muy asequibles, casi siempre en tapa dura, selecciones de los mejores títulos de la literatura, del pensamiento, de la ciencia, de casi cualquier materia imaginable.

      La estrategia emprendida por Círculo de Lectores, bajo el liderazgo de Hans Meinke, consistió –como el trabajo de Jimeno documenta con detalle– en prestigiar al club tanto de cara a sus socios como de cara a la sociedad en su conjunto. La panoplia de recursos puestos en juego con este objetivo resulta deslumbrante por el nivel de ambición que entraña y por su ausencia de complejos. Se trataba de no conformarse a actuar como desbrozadora de un terreno que luego colonizaban los libreros. La apuesta de Meinke apuntaba, además, a que se produjera el movimiento contrario: a que los clientes asiduos de las librerías se sintieran atraídos por la oferta del club, y se plantearan formar parte de él como medio de tener acceso a ediciones singulares o muy mejoradas con respecto a las disponibles. El impresionante trabajo realizado en este sentido abocó a algo tan insólito como que los propios libreros –tradicionalmente suspicaces, por razones obvias, hacia los clubes del libro– reclamaran a Círculo de Lectores que constituyera un sello propio para el canal de librerías, que permitiera el libre acceso a algunas de sus más codiciables ediciones. Así nació Galaxia Gutenberg, consecuencia natural de una política editorial y cultural que –sobre todo durante los años noventa– trascendió muy ampliamente la de un club del libro.

      Alguna vez he sostenido –provocando alguna mueca de aprensión en mis interlocutores– que, bajo el liderazgo de Hans Meinke, Círculo de Lectores cumplió, entre otras varias, las funciones de una Editora Nacional. Lo de la mueca de aprensión era a cuenta de que este nombre –el de Editora Nacional– lo emplearon las auto­­ridades culturales franquistas para bautizar, en plena Guerra Civil, un órgano dependiente de la Delegación de Estado para Prensa y Pro­paganda, destinado a dirigir y coordinar las ediciones oficiales. Como era de prever, a la sombra de la Editora Nacional prosperaron, en la inmediata posguerra, toda suerte de publicaciones afectas al régimen de Franco, pero la misma Editora Nacional no tardó mucho en amparar también iniciativas de valor, convirtiéndose con el tiempo en plataforma de divulgación de títulos y proyectos editoriales de problemática viabilidad para las empresas con ánimo de lucro. En los años del tardofranquismo y de la transición, la Editora Nacional –entre cuyos objetivos declarados estaba el de “conseguir una alta rentabilidad cultural” mediante la edición de “obras nacionales y extranjeras de pensamiento y literatura, de interés público y divulgativo, de autores clásicos y contemporáneos”– se transformó en un sello promotor de exigentes colecciones de muy vario corte, y albergaba proyectos como la Biblioteca de la Lite­ra­tura y el Pensamiento Universales, la Biblioteca de la Literatura y el Pensamiento Hispánicos, la Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados o la Biblioteca del Mar.

      Las presiones de los editores, unas cuentas previsiblemente deficitarias y sus oscuros orígenes determinaron la liquidación de la Editora Nacional al poco de la llegada al poder del PSOE, en 1982. Quienes lamentamos aquella desdichada decisión mal podíamos esperar entonces que, aupado sobre los beneficios de una gestión modélica del club, Hans Meinke asumiría por iniciativa propia el desarrollo de un programa editorial no solo comparable, sino muy superior –en ambición y envergadura, pero también en solvencia material e intelectual– al de la recién cancelada Editora Nacional. La comparación no admite connotaciones negativas; antes al contrario, sirve para subrayar la altura de miras y –por qué no expresarlo en estos términos– la generosidad del “proyecto cultural de Círculo de Lectores” en los años de increíble bonanza que conoció bajo la dirección de Hans Meinke.

      Este libro esboza un oportuno inventario de las principales líneas de actuación de ese programa, en el que tuve el privilegio y la fortuna de participar. Lo hice al principio ocupándome –en estrecha connivencia con Norbert Denkel, de quien aprendí casi todo lo que sé del buen oficio de la tipografía, el diseño y el cuidado material de los libros– de la edición de según qué títulos particularmente exigentes del programa de Círculo, como algunos de Pedro Laín Entralgo (primer director de la Editora Nacional, por cierto) o Julio Caro Baroja (del que Círculo publicó, en ediciones preciosas, varios estudios inéditos de gran valía); o –ya en el campo de los libros ilustrados por artistas– como Poesía y otros textos de San Juan de la Cruz, un gran volumen ilustrado por Antonio Saura que fue distinguido por el Ministerio de Cultura español con el premio al libro mejor editado del año 1991. Al poco tiempo pasé a ocuparme de algunas colecciones asimismo exigentes, como las obras completas de Ramón del Valle-Inclán dirigidas por Alonso Zamora Vicente, en treinta volúmenes, o la Biblioteca de Plata de los Clásicos Españoles, dirigida por Francisco Rico. De todos estos proyectos se da cumplida cuenta en este trabajo, que se extiende, asimismo, en la descripción de otros dos proyectos estrella impulsados por Hans Meinke en sus últimos años al frente del club: la línea de obras completas Opera Mundi y la Biblioteca Universal de Círculo de Lectores. Dado que participé en la concepción y en la génesis de los dos, de cuyo desarrollo me hice parcialmente cargo, me voy a permitir dedicarles una atención especial.

      Bajo la etiqueta Opera Mundi se quiso amparar a las publicaciones más ambiciosas de Círculo de Lectores, destinadas –contrariamente a los usos corrientes en un club– a constituir un fondo perdurable, de incuestionable referencia. Fue el caso de los dos mencionados proyectos estrella, concebidos uno y otro con objetivos muy distintos.

      La Biblioteca Universal de Círculo de Lectores fue diseñada a comienzos de los años noventa con vistas al entonces inminente cambio de milenio. La idea inicial era ofrecer al socio del club una gran colección panorámica con los más valiosos textos que la humanidad venía atesorando desde el nacimiento de la letra escrita. Pero con este presupuesto era difícil armar una colección de menos de cien títulos, con el consiguiente riesgo de desalentar incluso al suscriptor más entusiasta, que se enfrentaría a un compromiso monográfico de muchos años. La forma de resolver este inconveniente consistió en diseñar una “colección de colecciones” que, convenientemente articuladas, sumaran todas juntas esa panorámica global. El patrón lo brindaron las “bibliotecas de plata” que Círculo llevaba publicadas hasta el momento: selecciones muy exigentes de un área determinada de la literatura (la narrativa del siglo XX, los clásicos españoles, etc.) encomendadas a una personalidad de indiscutible prestigio. La Biblioteca Universal de Círculo de Lectores se anunció, así, como un ambicioso programa de colecciones “temáticas”, por así llamarlas, dirigidas todas ellas por una señalada autoridad en la materia, que asumía personalmente no solo la selección de los títulos de su propia colección, sino también la presentación de estos, y tomaba todas las decisiones relativas a garantizar la más recta lectura el texto en cuestión: la elección de un prologuista específico para cada título, la selección de la traducción más idónea, etcétera.

      En el momento de su lanzamiento, en 1995, había programadas dieciocho colecciones. El elenco de colaboradores con los que se contó resulta en la actualidad deslumbrante. Durante los años en que el proyecto se fue fraguando y comenzó su andadura, hubo que coordinar la activa –y simultánea– participación en el mismo de grandes sabios como Martín de Riquer (a cargo de una colección de clásicos franceses) o Juan Vernet (director de una colección de literaturas orientales); compartir las dudas y los escrúpulos que las decisiones que debían tomar suscitaban en figuras como Fernando Savater (a cargo de una colección de ensayo contemporáneo) o Eduardo Mendoza (maestros modernos hispánicos); o ejercer las labores de cancillería que entrañaba dar cumplimiento a las osadas sugerencias de Carlos Fuentes, quien para su colección de maestros modernos anglosajones no dudaba, por ejemplo, en solicitar a alguien como Richard Ford que armara y prologara una antología del relato breve norteamericano. Si a los nombres de los directores de colección (además de los ya nombrados, José María Valverde, Emilio Lledó, Carlos García Gual, Mario Vargas Llosa, Luis Alberto de Cuenca, José Manuel Sánchez Ron, etc.) se suman los de los prologuistas, si a ello se añaden el cuidado puesto tanto en las traducciones empleadas como en la revisión de los textos y en

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