Círculo de lectores. Raquel Jimeno

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Círculo de lectores - Raquel Jimeno Scripta Manent

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cierto es que el papel de Círculo de Lectores como “pionero cultural” se articuló, en la España de los años sesenta y setenta, con el de un destacado sector editorial que por la misma época desempeñó, a su vez, el papel de “vanguardia cultural”. Los dos conceptos, el de “pionero cultural” y el de “vanguardia cultural”, son sin duda afines, pero no intercambiables. El de vanguardia es un concepto de connotaciones militares, que sugiere posiciones de avanzada respecto de un cuerpo de ejército que ocupa posiciones más atrasadas. Por su parte, el pionero no es tanto un conquistador como un colonizador, el primero de los muchos que luego pueblan las posiciones por él ocupadas. El vanguardista es un adelantado, siempre en situación de seguir más adelante; el pionero es más bien un precursor, cuando no un fundador: su finalidad es establecerse y prosperar allí donde ha llegado. Las diferencias, como se puede ver, son importantes. Y bien: la articulación –pocas veces subrayada– del papel de Círculo de Lectores como “pionero cultural” y de un destacado sector editorial como “vanguardia cultural” sería, a mi juicio, uno de los factores determinantes de la profunda transformación del sistema editorial español que tuvo lugar en los años ochenta.

      En la misma ciudad de Barcelona en que Círculo estableció su sede, un puñado de sellos editoriales venían actuando, ya desde los años cuarenta, como esforzados dinamizadores de una cultura atenazada por la censura y por la ranciedad y cortedad de miras de las instancias oficiales. La exitosa creación de premios literarios comerciales –esa pintoresca particularidad del sistema editorial español–, con su notable impacto sobre el público, fueron una herramienta decisiva a la hora de dar cauce y visibilidad a propuestas narrativas que ofrecían una imagen de la realidad –y de la literatura misma– bastante distinta de la que promovía el régimen de Franco a través de sus canales de propaganda, entre los que se contaba una prensa celosamente controlada. A la vista de aquello en lo que han terminado en convertirse (costosas plataformas publicitarias que se sostienen gracias a la connivencia de los medios y de los agentes literarios), cuesta admitir, en la actualidad, que premios como el Nadal, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta actuaran en su momento como punta de lanza de la literatura más novedosa y más crítica. Pero así era en unos tiempos en que, conforme vengo diciendo, sellos como Destino o Seix Barral desempeñaron de manera cada vez más relevante el papel de “vanguardia cultural” para un público más o menos instruido y aficionado a la lectura, al que el aislacionismo del régimen mantenía apartado de las más vivas tendencias de la literatura internacional.

      El público primordial de Círculo de Lectores no era, ni mucho menos, el público más o menos ilustrado o sofisticado para el que estos sellos desempeñaban ese papel de “vanguardia cultural”, pero no cabe duda de que, aun siendo de naturaleza eminentemente “aspiracional” –por emplear un neologismo que ha hecho fortuna en el lenguaje de la publicidad y del marketing–, nutría las sucesivas “levas” que, año tras año, iban engrosando aquel público más culto, lo que permitió el surgimiento, a finales de los años sesenta, de sellos como Lumen, Anagrama y Tusquets.

      Lo determinante, en uno y otro caso, es el concepto de público, que entretanto parece haberse disuelto en la categoría a la vez más técnica y más abstracta de mercado. En este punto se me ocurre hacer una consideración acaso arriesgada, pero en absoluto gratuita: la fórmula del club del libro prosperó en una época –la que va de, pongamos, los años cincuenta a los ochenta, ambas décadas inclusive– en que el mundo editorial, todavía fuertemente anclado en una concepción universalista y emancipadora de la cultura, tenía por horizonte la configuración de un público, entendido este en dos de las acepciones que del término propone el DLE: “conjunto de personas que forman una colectividad” y también “conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar”.

      El prestigio y el glamour que tiempo atrás emitían, en distintos niveles, determinados sellos editoriales y colecciones se basaba en la implícita presunción de que el criterio que las guiaba configuraba un área de intereses y del gusto que, a su vez, delimitaba los contornos –sin duda imprecisos– de un determinado público. Adquirir libros de esas editoriales o colecciones suponía “ingresar”, en cierto modo, en la comunidad de sus seguidores y formar parte de ese público.

      Desde este punto de vista, Círculo de Lectores –que, en cuanto club, era un proveedor de criterio para ciudadanos que reclamaban precisamente eso: una selección y una guía para abrirse paso entre la oferta indiscriminada del mercado– apuntaba a su vez, en su correspondiente nivel (que no renunciaba del todo a una perspectiva “ecuménica”, por así llamarla), a la construcción de un público. En cualquier caso, trabajaba sobre la base de un “conjunto de personas que forman una colectividad” –el que instituye el club en cuanto tal– y fomentaba este sentimiento de pertenencia –más o menos subliminal o explícito– que todo público implica y al que, en definitiva, permanece adherido cualquier concepto de cultura que vaya más allá del simple dato antropológico.

      El progresivo socavamiento de la noción de público y su sustitución por la de mercado, cada vez más notoria a partir de los años ochenta, era una tendencia contraria a la filosofía de Círculo de Lectores, que desde este punto de vista ofreció una resistencia casi heroica a las transformaciones que implicaba el gradual sometimiento del mundo editorial a las dinámicas del neoliberalismo. ¿No fue Margaret Thatcher la que dijo que “no hay tal cosa como la sociedad”, que lo que hay son individuos? No es otra la premisa que determina la transformación del público en mercado. El público es una construcción social, que implica la participación activa de sus elementos, y no solo una resultante estadística, como sí lo es el mercado. La imparable tendencia de la industria editorial a estructurarse en grandes conglomerados conlleva pensar en los lectores en términos de mercado, y no de público, y en este sentido supone el declive –todavía en curso– de toda una concepción de la labor del editor y el correspondiente estrechamiento del horizonte humanístico en que se desarrollaba.

      Paradójicamente, fue la espectacular ampliación de la franja de lectores, a la que los clubes del libro contribuyeron tan oportuna y significativamente, la que creó las condiciones para estas transformaciones, que en última instancia determinaron el desmantelamiento de esos clubes.

      No me he ido por las ramas, aunque pueda parecerlo. Cuando me introduje en el mundo editorial, poco tiempo después de haber concluido mis estudios de Letras, ya estaban en marcha las transformaciones a las que me vengo refiriendo, por mucho que yo mismo estuviera entonces muy lejos de percatarme de ellas. Por ese entonces, mi visión de Círculo de Lectores permanecía más o menos pegada a esa dimensión del club como “pionero cultural” a la que ya he hecho referencia. Tanto mayor fue mi sorpresa cuando, al conocer a Hans Meinke y comenzar a colaborar con él, muy a comienzos de los noventa, me vi embarcado en un proyecto editorial de una envergadura y de una trascendencia cultural que anegaba todos mis prejuicios.

      En 1990, Círculo de Lectores contaba con 1.382.000 socios (llegaría a tener un millón y medio) y llevaba ya varios años comportándose como una institución cultural de primer orden. Desde que había asumido la dirección del club, en 1981, Hans Meinke había mostrado entender bien que el papel que le cabía desempeñar al club ya no era el mismo que el que le había correspondido cumplir en los años sesenta. La sociedad española en su conjunto se había modernizado, y el socio potencial del club ya no era –o ya no solamente, ni mucho menos– ese individuo con incipientes aspiraciones culturales que no sabía cómo vehicular, sino un ciudadano más o menos instruido, deseoso de orientación pero no carente de exigencias, sensible tanto a la calidad material de los libros como a la de sus contenidos, sensible también a las propuestas de acudir a eventos y a las oportunidades de establecer contacto directo con los autores a los que admiraba. Pienso en un ciudadano ufano de pertenecer a un club que contaba entre sus “socios de honor” a personalidades muy destacadas; a un club en cuyos actos participaban esas personalidades, presentes con frecuencia en los grandes medios de comunicación, en los que el club tenía asimismo presencia a través de convocatorias y recordatorios que acreditaban sus vínculos,

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