Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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si esta mañana me hubiese hallado despierto al llegar, podría habernos ahorrado varias vueltas. Los Costa forman todos ellos una pandilla de las más duras, y crecieron aquí. No veo que pueda haberles pasado nada en un lugar como Algoma.

      —Probablemente tiene razón —declaré—. A pesar de todo, corroborar la información es parte de mi tarea. Paulie mencionó a un director de la funeraria llamado Claudio. ¿Significa algo para usted?

      —Los Funerales Rigoni. A veces realizan funerales aquí, pero la base está en Detroit. Hasta donde sé, se trata de un negocio legítimo.

      —Lo investigaré cuando esté de regreso, pero no promete mucho.

      Detuvo el sedán junto a la acera frente a su oficina.

      —Bien, pues hemos llegado. Lamento que no haya conseguido lo que buscaba, pero se lo advertí. ¿Se marchará de inmediato?

      —Creo que me voy a dar un paseo —dije—. Salgo poco de la ciudad, y este pueblo de ustedes me parece muy agradable.

      —A nosotros nos gusta. Si se le ofrece algo, estaré en la oficina, por lo menos hasta que lleguen los de la Guardia Nacional. Tengo que darles las gracias por haber venido, aunque no sirva ya de nada. En realidad, quisiera encontrar un trabajo más honesto. Buen viaje, García.

      Hizo una parodia de saludo militar y se marchó.

      Di varias vueltas en el automóvil, tratando de entender cómo un pueblo de seis cuadras de largo podía seguir atrayendo a la gente. Me detuve frente al escaparate de una tienda con un letrero burdo sobre madera contrachapada: “Pueblo de Algoma”.

      El encargado se arrastró literalmente hacia el mostrador, un anciano lisiado, paralítico de una pierna, un brazo atado al cinturón, y uno de los lados de su cara, caído como cera derretida marcada por la intemperie. Su mejilla se distorsionaba aún más por un enorme bolo de tabaco de mascar. Apoyó en el mostrador el brazo bueno y escupió un torrente de jugo marrón aproximadamente en la dirección de una escupidera junto a la pared.

      —¿Le puedo servir en algo? —preguntó.

      —Deseo ver un libro parcelario del municipio, por favor.

      —Aquí mismo tengo uno.

      Sacó una carpeta delgada de abajo del mostrador y la abrió en la página del Municipio de Algoma.

      —Algunos títulos de propiedad no están al día, pero yo conozco a casi todos los dueños de terrenos de aquí. ¿Busca una parcela en particular?

      Tracé la línea del camino a Lovedale en la parte norte del mapa.

      —Aquí, los terrenos en torno del cementerio.

      —Bueno, hay casas al norte y al sur del cementerio, pero…

      —No. Me interesan estos campos al oeste. ¿Propiedad, al parecer, de alguien llamado Lund?

      —Max Lund —asintió—. Ya no vive para nada en Algoma, pero sigue siendo propietario de esos terrenos.

      —Hay cultivos de maíz.

      —Creo que lo hace con aparceros. Me parece que Hec Michaud es uno de ellos. Plantó un maíz muy corriente esta primavera. No sabe mucho de cultivos.

      —Yo creía que estaba a cargo del cementerio.

      —Así es. ¿Viene de la ciudad?

      Asentí.

      —Lo adiviné —dijo, y dirigió a la escupidera un nuevo chorro—. En un pueblo como Algoma, un hombre no logra sobrevivir con un solo empleo. Casi todos hacen un poco de esto o aquello para ir saliendo adelante. Hec se ocupa del cementerio, pero es pintor de casas y a veces se dedica a sembrar.

      —Y el sheriff, ¿también se dedica a sembrar? —pregunté.

      —A veces —repuso, y me examinó atentamente con el ojo bueno—. Siembra a veces.

      Encontré a LeClair dormido en la silla de su oficina, con los zapatos sucios descansando sobre el escritorio. Dejé que la puerta se cerrara de golpe después de entrar, y se despertó con un sobresalto.

      —¿Otra vez usted? —dijo, mareado y aún medio dor­mido—. Creí que ya se iba. ¿Han llegado los de la Guardia Nacional?

      —No los he visto —dije, y me senté sobre la orilla del escritorio—. Tengo que matar un poco de tiempo hasta que salga mi vuelo. Pensé que tal vez podíamos compartir algo de fumar, en despedida.

      Saqué el churro del bolsillo de la camisa y lo puse en el escritorio.

      —Yo invito. Es hierba de la potente.

      Se me quedó mirando fijamente, sin expresión.

      —Préndalo. Lo hará sentirse mejor, y aquí sólo estamos los policías.

      Con lentitud se le fue encendiendo la cara por encima del cuello de su camiseta.

      —García —dijo, con voz tensa—, vi que Paulie llevaba su brazalete cuando bajaron del cerro hoy. Fue un buen gesto de su parte. Por esa razón, teniendo en cuenta que es de la ciudad y no sabe manejarse entre nosotros, le concedo treinta segundos para que tire ese cigarro a la basura o lo meto de una patada a la cárcel.

      —Ábralo —le sugerí—, examine la hierba.

      Aún gruñendo, rasgó el papel y desperdigó las hojas sobre el escritorio. Tomó una y la olió.

      —Es fresca y no está cortada. Supongo que es local, ¿verdad? ¿De dónde la sacó?

      —De alguien que sabe vivir de lo que da la tierra. Por supuesto, como informante tiene que quedar en el anoni­mato.

      —Seguro —dijo en tono seco—. ¡Vaya! ¿Quién será? ¿Dónde la encontró?

      —En los maizales junto al cementerio. Hay una zona al suroeste donde cada cuarta planta es marihuana, más o menos.

      —¡Hec Michaud! —exclamó al tiempo que daba un puñetazo al escritorio—. ¡Supe que algo no marchaba cuando estuvimos allí hoy! Lo sentí en los huesos, pero pensé que tenía que ver con la historia de los Costa. ¿Cuánto calcula que hay en total?

      —No sé, tal vez cuatrocientos kilos. Suficiente.

      —Y usted creyó que yo estaba metido en el asunto, ¿no es así?

      —Perdón —dije, alzando los hombros—. Como acaba de decir usted, soy de la ciudad.

      —Perdón no cubre la afrenta. ¿De dónde diablos sacó que yo soy corrupto? ¿Es que ya no quedan policías honestos en la ciudad?

      —Tiene razón. Fue una estupidez de mi parte. ¿Y qué clase de sobornos podrían circular aquí? ¿Pollos y patos?

      —Yo me las arreglo para vivir de mi salario. Tal vez no sea tan listo, pero…

      —Mire, ya me disculpé, ¿de acuerdo? Mejor acepte mi disculpa, porque no tengo otra. En

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