Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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sotana sosteniendo una pistola calibre 22, mientras le lanzaba el puño derecho al abdomen.

      La capucha se deslizó para revelar un rostro que era una masa pesadillesca de arrugado tejido cicatricial del color de la leche y líneas de cicatrices rosadas que sólo podían haber sido resultado de una serie de operaciones fallidas. Werner Pale se retorcía atrás de Brendan con la fuerza nacida de un odio y una rabia sin límites e intentó golpearlo con el garfio que le habían puesto para remplazar la mano izquierda. Brendan se agachó para esquivar el golpe pero sintió la afilada punta en la espalda cuando el acero empezó a atravesarle la chamarra de cuero hacia la carne. Alargó la mano libre, encontró un fragmento de madera de la rejilla hecha añicos y la envolvió con los dedos. Cuando la punta de acero cortó la chamarra y tocó la piel, levantó la estaca y metió la punta en la garganta de Werner Pale.

      Salió sangre a chorros por la yugular perforada. La boca del hombre, llena de cicatrices, se abrió en un grito silencioso formando una O, pero casi de inmediato el único ojo vidente se le empezó a vidriar. El cuerpo debajo de Brendan se agitó violentamente por unos momentos y luego se quedó quieto.

      Brendan se levantó del cadáver, abrió la puerta del confesionario y, limpiándose la sangre del rostro, atravesó a toda prisa un estrecho laberinto de piedra y corredores de ma­dera hacia los cuartos privados del cardenal.

      Encontró al anciano en su estudio, más pálido y con un dolor evidente en los ojos llorosos, sentado frente al escritorio, aparentemente manteniéndose erguido con las palmas sobre la pulida superficie de roble.

      —Brendan —el cardenal Henry Farrell respiró aliviado al verlo entrar por la puerta y detenerse—. Gracias a Dios. Mis plegarias fueron atendidas. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos, como si le costara trabajo ver—. ¿Está herido…?

      —La sangre es de Werner Pale, su eminencia, no mía.

      —Gracias a Dios.

      —Gracias a usted por su advertencia. Me salvó la vida.

      —No podía advertírselo abiertamente, sacerdote. Él estaba oyendo.

      —Lo entiendo —dijo Brendan, y avanzó de nuevo. Se detuvo a unos pasos del escritorio cuando el cardenal levantó una temblorosa mano con la palma hacia afuera, como para hacerlo retroceder.

      —Vino a mí… a matarme, claro está, pues yo era responsable de haberlo enviado a usted a entrometerse en su vida. Quería saber dónde encontrarlos a usted y a la muchacha, y ofreció que si le decía, me mataría rápidamente. No hay nada que pudiera haber hecho para obligarme a decírselo, Brendan. Créame.

      —Le creo, su eminencia. No me lo tiene que explicar.

      —Pero quiero hacerlo —dijo el anciano con voz cada vez más débil.

      ”Creo que pasó la mayor parte de los últimos cinco años en hospitales, o habría sabido lo famoso que es usted ahora. No le habría costado ningún trabajo encontrarlo, y usted no habría tenido ninguna advertencia. También podría haber dado con la muchacha, Lisa. Decidí jugármela por su vida y la de la muchacha; usted ya lo había derrotado una vez y quizá podía hacerlo de nuevo. Percibí que tenía miedo de usted, pero también noté que tenía muchas ganas de hacerlo sufrir y que dispararle desde alguna azotea no le iba a resultar satisfactorio. Actué bien, Brendan. Me arrodillé ante él y le imploré que no me matara. Le dije que lo haría venir a usted ante él y le extraería la información que quería, con tal de que me perdonara la vida. También que le ayudaría a atraparlo en un espacio cerrado, donde estaría a su merced. Estaba muy contento con la idea de matarlo en el confesionario, verdaderamente encantado cuando le sugerí que podía fingir ser yo. Dijo que primero iba a dispararle en el estómago o las rodillas y luego lo cosería a puñaladas. No podía dejar de reír cuando le enseñé la sotana y el fajín que podía ponerse. Le fascinó la idea de vestirse de sacerdote para matarlo. —El anciano hizo una pausa, y la amplia sonrisa que de pronto apareció en su semblante parecía pertenecer a un hombre mucho más joven y menos atribulado—. Fue entonces cuando supe que teníamos una oportunidad, sacerdote, pues nadie mejor que usted para encontrar un poco extraño que nada menos que yo le pidiera unírseme en un acto de herejía.

      Entonces el cardenal tosió sangre y se lanzó sobre el escritorio. Brendan corrió y levantó al viejo por los hombros. Vio la mano y el mango del estilete que le salía al hombre del estómago. También vio que era demasiado tarde.

      —Ruegue por mí, sacerdote. A usted Dios lo escucha. Ruegue por mí. Ayude a que mi alma encuentre su camino al Cielo.

      —Lo haré.

      —¿Entiende… lo que… quiero decir?

      —Sí. Lo haré.

      Y entonces el anciano expiró. Brendan caminó al armario en un rincón del despacho, sacó una sotana y se la puso. Retiró el crucifijo del cuello del cardenal y lo colgó del suyo. Luego se arrodilló junto al cadáver del anciano y empezó a realizar los últimos ritos, su último rito. Por primera vez en cinco años, rezó a la vieja usanza, como si importara.

      EL SHERIFF DEL “MÉTODO”

      ED LACY

      Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias no­velas firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones crudas de tema policiaco que pu­blicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromi­so con temas sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una travesura muy divertida.

      EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que conectaba la autopista con un nuevo puente.

      El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y gritó:

      —¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!

      La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le desorbitaban por el susto.

      —¿Un… un asalto?

      El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de la pistola con la otra.

      —Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.

      —Ay, tío, unos… —Emma comenzó, pero se interrumpió al no lograr contener el llanto.

      —Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme she­riff Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.

      Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro hombre presente en el banco, el gerente.

      —A

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