Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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no la menciona el testamento.

      —La esposa acaba de perder a su marido.

      —Y se ha vuelto una viuda rica.

      —¡Oh! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¿Le parece posible que su misma esposa…? Se veía tan desconsolada.

      —Te daré un consejo, Renoir. Las mujeres universalmente son buenas actrices. Todas las mujeres que he conocido son capaces de llorar a voluntad.

      —Pero, ¿por qué, señor? ¿Con qué motivo? Es un poco demasiado vieja para tener algún tipo esperándola, y ya era rica antes de que él muriera.

      —Pues quizá quería librarse de un tirano dominante, y la amenaza del vudú le ofreció una salida fácil.

      —¿Cómo es posible, señor? Pensé que Torrance no creía en el vudú.

      —Ella ayudó con una sobredosis de medicamentos. Tal vez haya encontrado alguna manera de debilitarlo de an­temano.

      —¿Podemos probar eso?

      —¿La sobredosis de medicinas? Seguramente no. Ella puede declararse olvidadiza, decir que él estaba enfermo del virus y no sabía si se había tomado o no sus medicamentos. Ya veremos lo que los forenses encuentran en las muestras de tejidos, ¿eh?

      La nueva corazonada también fue correcta. Al otro día llamaron del laboratorio. Encontraron trazas de arsénico en los tejidos. No suficiente para matar, pero sí para poner muy enfermo a cualquiera. Pensó, según creo, que al suspender el arsénico dos semanas antes de su muerte no se arriesgaba a ser descubierta, pero se pasó de lista, pues no sabía que el arsénico se queda en los tejidos para siempre.

      Me llevé conmigo a Renoir cuando fui a arrestarla. Mientras conducía, su cara adoptó su expresión de perplejidad.

      —¿Qué te pasa, Renoir? ¿Acaso te da lástima? Un policía no puede permitirse emociones que interfieran con el caso. Ya sabes eso.

      —Lo sé, señor. No puedo afirmar que tenga emociones en uno u otro sentido. Pero no entiendo por qué nos llamó. Su propio doctor firmó un certificado de defunción. Habría pasado como ataque cardiaco. No se habría hecho la autopsia. Pudo librarse de toda sospecha sin que nadie le hiciera preguntas. ¿Por qué razón pidió que interviniéramos?

      —Tal vez una venganza personal contra Maman Boutin —sugerí—. Ella también nació en Nueva Orleans. Quizá Maman Boutin hechizó a su madre. Las obsesiones de venganza permanecen mucho tiempo en estas latitudes, ¿no crees?

      Renoir alzó los hombros.

      —Por otra parte —proseguí—, tal vez buscaba una oportunidad de decir al mundo qué clase de filántropo era en realidad su marido, y los infiernos en que la introdujo. Tal vez deseaba volverse protagonista para variar, disfrutar de su papel después de vivir siempre a su sombra. Con las mujeres nunca se sabe.

      La señora Torrance nunca nos reveló la menor indicación de sus motivos. Guardó silencio y conservó sus buenos modales hasta el día de la audiencia en los tribunales. Pero llevó a su comparecencia ante el juez un vestido elegante de dos piezas, con tacones altos y perlas, y en la puerta se detuvo a sonreír entre los destellos de focos de flash que la rodeaban.

      SACERDOTES

      GEORGE C. CHESBRO

      Probablemente el personaje más famoso de GEORGE C. CHESBRO sea Robert Frederickson, investigador privado, criminólogo, cinta negra de karate y enano que, con el nombre artístico de “Mongo el Magnífico”, alguna vez fue cirquero de talla mundial. Las historias de Mongo solían incluir elementos fantásticos o sobrenaturales, y aunque “Sacerdotes” no pertenece a la serie de Mongo, comparte su preocupación por fuerzas fundamentales como el mal.

      LOS SÍMBOLOS QUE ALGUNA VEZ LE TRAJERON PAZ y sentido de pertenencia a una comunidad que se perpetuaba infinitamente ahora evocaban en él las emociones opuestas y le recordaban lo que había perdido y su aislamiento de todas las personas, lugares y cosas que hasta cinco años antes, cuando fue desterrado de ese mundo, habían permeado su alma y definido su ser entero.

      Flanqueado por las estatuas del viacrucis en sus nichos umbríos y sintiéndose como un corredor desnudo y vulnerable que tras un desafío ha decidido poner a prueba su espíritu, Brendan Furie recorría con grandes zancadas, que la gruesa alfombra granate amortiguaba, la nave mayor de la catedral, débilmente iluminada. No había estado en una iglesia en los cinco años desde que lo excomulgaran: esa amputación de su alma del cuerpo de la iglesia, urdida por la figura de negro arrodillada, con la cabeza inclinada en oración, en la barandilla ante el altar cubierto de telas blancas frente al sagrario.

      Brendan tenía la clara sensación de estar siendo observado y se preguntaba si no sería una especie de sentido vestigial de los ojos de Dios, una reacción psicológica a su regreso, tras una larga ausencia, al entorno físico que al­guna vez lo significó todo para él pero ahora no parecía sino un recuerdo lejano de otra vida, una vida que quizá fue sólo un sueño.

      Llegó al sagrario, pero la débil figura arrodillada no se movió y Brendan no estaba seguro de que el hombre se hubiese siquiera percatado de su presencia. Por un momento sintió aquel viejo impulso, prácticamente instintivo, de hacer una genuflexión frente al altar, pero sabía que ya no tenía ni la obligación ni el derecho, así que simplemente se sentó en el extremo del primer banco y esperó a que el cardenal Henry Farrell terminara sus oraciones.

      Pasaron casi cinco minutos antes de que el anciano, sin levantar la cabeza ni separar las manos, dijera en voz baja:

      —Gracias por venir, padre.

      —Vine porque usted me lo pidió, su eminencia —respondió Brendan sin alterarse. Tragó saliva y añadió suavemente—: le agradecería si no me dijera “padre”. Suena un poco raro, francamente, viniendo de usted, que sabe mejor que nadie que ya no soy sacerdote.

      Hubo un prolongado silencio y Brendan empezó a preguntarse si el cardenal lo habría oído, pero en eso la figura arrodillada dijo:

      —Otras personas siguen diciéndole así.

      —No.

      —Se ha vuelto famoso.

      —¿Sí?

      —Lo he visto en los periódicos. Le dicen “el sacerdote” o a veces nada más “sacerdote”.

      —No es lo mismo, su eminencia.

      —No —respondió el anciano y se estremeció ligeramente, como si hubiera sentido un escalofrío—. Y preferiría que no me dijera “su eminencia”. Hace tiempo que dejé de sentirme eminente. Agradezco su cortesía, pero no es necesaria.

      —Como usted desee, señor.

      —Brendan, ¿trae usted una… pistola?

      Parecía una pregunta decididamente extraña en esa casa de culto hecha de piedra, y Brendan se quedó unos momentos observando la espalda del anciano. La figura arrodillada, sin embargo, permanecía inescrutable: vieja carne y viejos huesos cubiertos de negro.

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