Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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esos terrenos. Trey fue a verla, y ella se lo advirtió. Le dijo que lo iba a lamentar si insistía en llevar a cabo sus planes.

      —¿Y qué hizo su marido?

      —Se rio de ella, naturalmente. Le dijo que iba a traer bull­dozers para aplanar la tierra y que le daba lo mismo si ella seguía en la choza.

      —¿Así que su marido no tomó en serio su amenaza?

      —Desde luego que no. Trey no respondía con bondad a las amenazas, y tampoco era un hombre capaz de creer en algo tan ridículo como el vudú. Vino a casa y me lo contó. “¡Qué perra más tonta!”, dijo, y les pido perdón por las malas palabras. Trey solía expresarse abiertamente. “Si piensa que puede asustarme con sus brujerías, ya puede ir pensando de nuevo.”

      —¿Qué sucedió después?

      —Llegó el muñeco.

      Alzó la mirada con ojos asustados y huecos, y volvió a apretar el pañuelo contra la boca.

      —¿Un muñeco vudú?

      Ella asintió sin hablar.

      —¿Puedo verlo?

      Ella desapareció y volvió casi de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con punta roja clavadas en el corazón, el estómago y la gar­ganta. Lo examiné y se lo pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.

      —Quise tirarlo, pero por algún motivo no pude. Pensé que eso podía acelerar la maldición o algo semejante. Como es natural, no quise que Trey lo viera.

      —¿Hace cuánto tiempo de eso?

      —Poco menos de un mes. Ella le dijo que iba a morir antes de un mes, y así sucedió.

      —Y el cuerpo, ¿aún está arriba?

      Ella volvió a asentir, moviendo temerosa los ojos.

      —Será mejor que me lleve a verlo.

      Nos llevó por una escalera con curvas bien diseñadas a una enorme recámara principal. Las cortinas se hallaban cerradas y la habitación tenía un aire de acuario. Encendí la luz. El hombre tendido en la cama parecía estar en paz, pero ya no se parecía nada al retrato del feroz bulldog. Se veía pequeño y encogido.

      —Su marido perdió mucho peso desde que pintaron aquel retrato —comenté.

      —Desde la maldición —corrigió ella—. Yo vi cómo se iba encogiendo.

      —¿No comía?

      —Comenzó a vomitar al día siguiente, y después de eso no podía retener sus alimentos. Se sentía bien, comía algo y entonces le volvían a dar los vómitos. Se puso tan débil que ya no era capaz de mantenerse de pie.

      —¿Llamaron a un médico?

      —Dijo que probablemente se trataba de un virus. No lo tomó muy en serio.

      —¿Tengo entendido que lo mató un ataque cardiaco?

      —Eso dijo el doctor. Los vómitos cesaron después de unos cuantos días, pero Trey quedó más débil que un bebé y le resultaba difícil tragar. Luego comenzó a tener palpitaciones. Ya antes había tenido problemas con el corazón, sabe, y tomaba medicinas. El doctor le aumentó la dosis de digoxina, pero no tuvo mayor efecto. Yo le supliqué que fuera a ver a aquella mujer para decirle que la dejaría en paz, pero era tan testarudo que no quiso hacerlo. Aunque arriesgaba la vida, se negó a ir a verla.

      Comenzó a sollozar calladamente.

      Miré al hombre tendido en la cama y me aclaré la gar­ganta.

      —Señora Torrance, siento mucho que haya muerto su esposo, pero no sé qué pueda hacer la policía por usted.

      Me miró con enfado.

      —Arresten a esa mujer. Que pague por lo que hizo.

      Traté de no sonreír.

      —Señora Torrance, usted es una mujer sensata, por lo que veo. Seguro entenderá que en este estado ningún tribunal podrá condenar a nadie por un asesinato cometido mediante una maldición. Sería rechazado por la corte aun antes de comenzar un juicio.

      —Ella es igual de culpable que si lo hubiese apuñalado u obligado a tragar veneno —dijo, rabiosa—. Debió ver a mi marido antes: un hombre agresivo, poderoso, lleno de vida. En el momento en que le pegó la maldición comenzó a derretirse hasta que le falló el corazón. Aunque no pueda probar la maldición del vudú, no dudo que asediarlo y amenazarlo vaya contra la ley, ¿no es así?

      Yo negué con la cabeza.

      —Si metiéramos en prisión a cada persona que dice “Te voy a matar”, las cárceles tendrían aún más sobrepobla­ción que ahora. Mandar un muñeco por correo no es lo mis­mo que acosar. ¿No le envió nada más?

      —Un muñeco fue suficiente —declaró, y me miró con frialdad—. Funcionó, ¿no cree usted?

      Comencé a acercarme a la puerta. Ese cuarto en penumbra con las persianas cerradas creaba una atmósfera fría e incómoda. Me pregunté si yo mismo no estaría sucumbiendo a la histeria del vudú.

      —Mire, señora Torrance, voy a pedir una autopsia para verificar la causa de la muerte. Si fue un ataque cardiaco, no creo que se pueda hacer nada. No sabe cómo lo siento. No dudo que todo esto deba resultarle muy angustioso.

      —Es todavía más angustioso saber que gente como Maman Boutin puede matar a su antojo y nadie la va a detener —reviró ella.

      —Muy bien —dije, suspirando—. Dígame cómo encontrar a esa Maman Boutin e iré a hablar con ella.

      Nos describió el lugar donde se hallaban las chozas. Hice que Renoir organizara la recolección del cadáver para la autopsia, y enseguida visitamos al médico de la familia.

      —Tengo entendido que usted no quedó muy satisfecho con la causa del fallecimiento —le dije al doctor.

      Era un hombre pulcro, exigente y de baja estatura, del tipo que usa blazer y camisas planchadas y almidonadas. En el dedo meñique de la mano izquierda ostentaba un anillo de oro grabado.

      —La causa de la muerte fue un ataque cardiaco —afirmó.

      —Producido por…

      Meneó la cabeza.

      —Aquel hombre era una bomba de tiempo andante. Tuvo durante años problemas con el corazón, pero se negaba a reducir el paso. Le encantaban sus rosquillas y su café, y su bourbon con Seven-Up. Una personalidad clásica tipo A. De mecha muy corta. Si se le contradecía, explotaba de inmediato. El ataque al corazón sólo era cuestión de tiempo.

      —Así que usted no concuerda con la viuda en que fuera causada por el vudú.

      —¿Eso dice ella?

      Parecía

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