Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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justo después de que esa presunta confrontación tuviera lugar, pero como médico no tengo la preparación necesaria para detectar síntomas de vudú. Reitero lo que escribí en el acta de defunción. Lo debilitó un virus agresivo en el estómago y lo liquidó un ataque cardiaco.

      —He ordenado que le hagan una autopsia —dije—, por si las dudas.

      —No sé qué cree que van a encontrar —declaró—, como no sea un músculo cardiaco con daños severos.

      —Según su opinión, la muerte de este hombre ¿no tuvo nada de inesperado?

      —Sólo la velocidad con que fue empeorando —dijo—. Era un hombre fuerte como un toro, y aparte de sus problemas del corazón, nunca se enfermaba. Se contagió de un pequeño virus y al parecer nada pudo ayudarlo.

      —¿Está seguro de que fue un virus?

      —Si quiere implicar que fue la maldición del vudú, sólo puedo decirle que en estos momentos hay un bicho en la ciudad causando daños estomacales, y los síntomas de Trey Torrance fueron consecuentes con los demás casos que me ha tocado tratar, aunque tal vez lo de él fuera más violento y serio, pero Trey no dejó de comer ni beber según era su costumbre. Probablemente no siguió la dieta blanda que yo receté. Lo suyo nunca fue aceptar instrucciones, como ya le habrá dicho la viuda.

      —Muchas gracias, doctor —me despedí y nos marchamos de allí.

      Era cerca de la hora punta, y nos llevó un buen rato cruzar el río y librarnos del tránsito de la ciudad. A partir de allí tomamos la carretera 18, con praderas y el caballo ocasional ondeando la cola a la sombra de un roble a un lado, y al otro, la enorme extensión del río Mississippi. En momentos co­mo ése, siempre me preguntaba qué diablos hacía encerrado en una ciudad grande. Nací en Kentucky y vine a Nueva Orleans para matricularme en Tulane, y me quedé. Pero en el corazón soy criatura del campo.

      El último par de kilómetros antes de llegar a las chozas al otro lado del río tenía que recorrerse sobre una carretera de terracería. La lluvia de unos días antes llenó el camino de charcos. Avanzamos como pudimos, cayendo en baches y salpicando el auto mientras Renoir se disculpaba cada vez que pasábamos encima de un bache descomunal. Ese chico necesitaba que le crecieran un poco más los testículos si quería sobrevivir en el Departamento de Policía de Nueva Orleans.

      Terminó la terracería y Renoir se estacionó bajo un árbol medio muerto, de aspecto deplorable. Tan pronto como salimos del auto oí los zumbidos. Apenas me dio tiempo de desenrollar las mangas de la camisa antes de que descendiera sobre nosotros una nube de mosquitos. Renoir corrió con menos suerte: iba de manga corta. Se daba manotazos y soltaba maldiciones sin cesar en voz baja.

      —¿Cómo puede alguien querer vivir aquí, señor? —murmuró—. Esto es el mismísimo infierno.

      —Supongo que hay gente a la que le gustan la tranquilidad y la paz —conjeturé—, que prefiere la soledad.

      —Yo los dejaría en paz, desde luego, si me siguieran chupando toda la sangre en cada visita.

      Seguimos un sendero estrecho a través de los arbustos hasta llegar a un campo de juncia que corría a lo largo de un brazo del río. Donde el brazo desaguaba en el río se agrupaban varias chozas bajo la sombra de un árbol. Las chozas tenían el aspecto de haber sido construidas por una pandilla de niños haciendo la sede de su club. Hoyos en las paredes, porches colapsados sobre el piso y ventanas clausuradas con tablas. No he tenido jamás una visión igual de deprimente.

      Renoir se hizo eco de mis sentimientos:

      —No veo por qué se pelearon por estos terrenos. No podrían pagarme lo suficiente para hacerme permanecer aquí.

      Oímos que algo se arrastraba entre las hierbas a nuestra izquierda, y un cocodrilo viejo y enorme se deslizó por la orilla lodosa y se dejó caer al agua. Una garza pequeña se alzó de la superficie y voló en busca de un lugar más seguro. Los mosquitos siguieron ejecutando su sinfonía de zum­bidos. Sentí que me picaban a través del pantalón, pero como oficial al mando mi dignidad no me permitía dar manotazos igual que Renoir.

      Un perro flaco salió de abajo de una de las chozas más próximas y comenzó a ladrarnos. Esta señal hizo que un negro viejo asomara la cabeza por la puerta.

      —Buenas tardes, señor —saludé—. Estamos buscando a la señora Boutin.

      —¿Quieren ver a Maman Boutin? —nos preguntó con una voz que sonaba como una rueda que necesitaba aceite—. No suele recibir bien a los desconocidos.

      —Somos policías. Nada más necesitamos hacerle unas pocas preguntas.

      —No suelen gustarle tampoco las preguntas —comentó.

      Los mosquitos y el calor húmedo me agotaban la pa­ciencia.

      —Y a la policía no le gusta nada que le hagan perder el tiempo —dije—. Podemos hablar aquí con ella o pedir que la arresten para poder interrogarla. A mí me da igual.

      El viejo nos miró, alarmado.

      —Yo no haría eso, señor. No conviene molestar a Maman Boutin. Le pone mal de ojo y se marchita y muere. Yo lo he visto con estos ojos.

      —Estoy dispuesto a arriesgarme —dije, y oí tras de mí que Renoir aspiraba ruidoso el aire.

      El viejo alzó los hombros, considerando que yo era un caso perdido.

      —En aquella casa de allá, junto al árbol.

      La choza quedaba medio escondida por el gran tamaño del árbol, con cortinas de musgo español que la termina­ban de cubrir. Era una estructura lamentable erigida con trozos disparejos de madera y tablas nuevas clavadas en donde las viejas estaban antes de romperse. Al techo le faltaban parches de grava, y quedaba el papel alquitranado a la intemperie. Me sorprendió que la casucha tan cerca del río pudiera sobrevivir en ese estado. He visto los efectos de las inundaciones de primavera.

      Entre charcos llegamos hasta la choza de Maman Boutin. Al primer perro se le unió otro, y andaban a nuestros talones, con gruñidos tenues. No era una sensación cómoda. Renoir se aseguró de mantenerse tan cerca de mí como le era posible.

      —¿De verdad tengo que entrar ahí, señor? —me preguntó.

      —¿Le tienes miedo al vudú, Renoir?

      —Señor, no es lo mismo para usted —repuso Renoir—, porque no nació aquí. Lo traemos en la sangre.

      —Si es una auténtica sacerdotisa, sabrá que tú no quieres hacerle ningún daño. Vas a estar seguro.

      Cuando comencé a subir por los cinco desastrados escalones que conducían a la puerta principal de Maman Boutin, oí de pronto un cacareo que no sonaba igual a nada de este mundo. Mi corazón dio un par de vuelcos hasta que vi que varios pollos blancos dormidos en la sombra del porche se despertaron y armaron una barahúnda alre­dedor de no­sotros. El ruido atrajo un rostro que nos contempló desde la oscuridad tras las puerta.

      —Yo sé para qué han venido —dijo una voz seca, con un eco ligero de acento francés.

      —¿Usted es Maman Boutin?

      —Así me dicen.

      —He

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