Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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      Renoir asintió.

      —Correcto. Sí, señor. Lo descubriré.

      Me dio lástima su expresión de perro regañado. Era muy joven, en realidad. Probablemente yo no fui menos inseguro tratando de no pisar callos cuando me inicié en el depar­tamento, pero hace ya tanto tiempo de eso que en verdad ya no me acordaba. Sabía que no deseaba parecer demasiado ansioso o temerario.

      —Puedes comenzar por acompañarme a interrogar a la sirvienta.

      —Oh, la sirvienta —repitió, al parecer impresionado—. Sí, me había olvidado de ella.

      —Siento curiosidad por averiguar por qué se fue tan de prisa. ¿Tendría de verdad miedo al vudú?

      —¿La vamos a interrogar esta noche? —preguntó Renoir, tratando de esquivar los baches en el camino cuesta abajo.

      —Podemos dejarlo para mañana temprano. Ahora lo que me hace falta es una cerveza bien fría.

      —Qué idea más buena, señor —aprobó, y su rostro redondo se encendió en una sonrisa.

      La mañana siguiente llamé al patólogo que realizaba la autopsia.

      —¿Ya hay noticias? —pregunté.

      —La causa de la muerte fue un ataque cardiaco masivo. Exactamente lo que dijo el médico que lo atendía.

      —¿Y qué revelaron las muestras de tejidos?

      —Los primeros estudios indican la presencia de un compuesto de digitálicos, lo cual era previsible pues era un medicamento prescrito.

      —¿En la cantidad esperada?

      —Aún no tengo los detalles. Llámanos más tarde.

      Me llevé a Renoir a visitar a la sirvienta, que se llamaba Ernestine Williams, una mujer alta, de huesos grandes y aspecto digno. Las únicas huellas de sus ancestros criollos eran los ojos oscuros y los rizos del pelo. A primera vista no parecía sirvienta, tampoco la clase de mujer que sentiría pánico por una maldición vudú. Pero tal y como señaló Renoir, yo no nací en Nueva Orleans. No tenía el miedo en la sangre.

      —Siento mucho haber abandonado a la señora Torrance —dijo mientras nos introducía a un pequeño apartamento bien ordenado, muy cerca del Superdome—, pero todo resultó demasiado para mí. Contemplar a ese hombre encogerse hasta morir; nunca vi cosa semejante. Y luego el muñeco con los alfileres. Le digo, me dan escalofríos al acordarme.

      —Por favor, cuéntenos del muñeco —dije, aceptando sentarme en un sofá de vinilo cubierto con un paño de punto multicolor.

      —La señora Torrance me lo enseñó. Me dijo: “¿Quieres ver lo que ha enviado esa mujer? Estoy pensando echarlo al fuego”. Dijo que por ningún motivo se lo iba a mostrar a él.

      —¿Usted normalmente recogía las cartas en el buzón?

      —Sí, señor —asintió ella—. El cartero llega a las nueve y llevo las cartas al estudio.

      —Así que fue usted quien entregó el paquete con el muñeco.

      Ella lució desconcertada.

      —No, señor. No vi el paquete hasta que la señora Torrance me mostró el muñeco.

      —¿No le pareció raro?

      El aspecto de desconcierto se mantuvo.

      —No, señor, no pensé en eso hasta ahora, pero a veces, si yo salía a un mandado, la señora Torrance se encargaba de recoger el correo.

      —¿Así que no vio nunca la envoltura del paquete?

      —No, señor, no la vi.

      Me recargué en el sofá.

      —Dígame, Ernestine, ¿cuánto tiempo lleva trabajando con los Torrance?

      —Voy cumpliendo siete años, señor.

      —Debe de haberle gustado ese empleo.

      Arrugó la nariz.

      —No diría exactamente que me gusta, pero me pagan bien y el trabajo no es tan difícil. Le comento que el señor Torrance no era un hombre fácil de complacer. Le gustaba que todo estuviera de cierta manera, y si tenían invitados, me seguía por todas partes, respirándome en la nuca. Y pegaba muchos gritos.

      —Gritaba mucho, ¿no es así?

      Tuvo que sonreír mientras meneaba la cabeza.

      —Oh, sí, señor. Unos gritos terribles. Si cualquier cosa no le parecía de su gusto, se paraba ahí mismo y comenzaba a dar gritos para que una de nosotras lo arreglara. La señora Torrance se encargaba de cocinar lo principal, porque era muy especial en sus gustos de comer.

      —Y la señora Torrance, ¿también era difícil?

      —Sólo cuando le preocupaba que el señor no quedara satisfecho con mi quehacer. Ella se esforzaba siempre por hacerlo feliz.

      —¿Y él qué tal la trataba? —pregunté.

      —Lo voy a poner en estos términos, señor. Si mi difunto marido me hubiera tratado de esa manera, le habría dado una tunda. Pero él de verdad le tuvo cariño. Podía ser más dulce que el azúcar con ella, cuando quería. Si iba demasiado lejos y la hacía llorar, al otro día llegaba con algún artículo bonito de joyería o un ramo de flores.

      Eché una mirada a su habitación.

      —¿Así que no se quedaba a pasar la noche ahí?

      —Tengo un cuarto en la casa —replicó—, y parte de la semana duermo ahí, sobre todo si tienen visitas. Pero necesito un lugar propio donde pueda estar por mi cuenta, si usted me comprende. Un poco de paz y tranquilidad.

      —La comprendo muy bien, Ernestine —dije levantán­dome del sofá, al ver que Renoir se paraba de su silla junto a la puerta.

      —Y ahora, ¿qué hará usted? —inquirí—. ¿Va a volver, ahora que ya se llevaron el cuerpo?

      —Eso depende de lo que decida hacer la señora Torrance, supongo —repuso—. Tal vez no quiera vivir ella sola en esa casa enorme y vieja. Pienso que no dan muchas ganas de dormir allí, después de esto. Tendré que esperar y ver qué sucede.

      Nos abrió la puerta para que saliéramos.

      —Haré lo que sea mejor para ella. Ha sufrido mucho, bendita sea.

      Salimos al aire caliente y pegajoso de la calle. Aun a esa hora temprana, el ambiente se sentía tan espeso y pesado que costaba trabajo andar en él.

      —¿Qué piensas, Renoir? —le pregunté.

      —Me pareció una buena mujer, señor.

      —En efecto. Pero a veces son las que parecen buenas las que te pueden sorprender.

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