Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA.

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esta mañana. ¿Nos permite entrar?

      —No veo por qué no, en el caso de usted. Él puede esperar en el porche.

      Indicó a Renoir, que mostró un gran alivio.

      Al entrar me envolvió una oscuridad tan completa que apenas me permitió percibir la forma de una mesa y una silla de respaldo recto. El lugar apestaba con un olor peculiar, una mezcla de vegetación podrida y sudor, combinado con excrementos de pollo y cierta clase de incienso dulzón. Tosí y traté de no respirar.

      —Puede sentarse ahí —sugirió, indicando la silla.

      Me senté. Ella se acomodó en su sitio, un viejo sillón que en la oscuridad no había notado antes. Apenas pude distinguir su cara. Lo poco que vi hablaba de vejez y arrugas, como una manzana seca, de color tan oscuro que se fundía en la penumbra del cuarto. Pero sus ojos brillaban diáfanos. Me fui acostumbrando a la oscuridad. Vi que llevaba una tela que le envolvía la cabeza y varios collares de cuentas alrededor del cuello.

      —El señor Torrance murió hoy —anuncié.

      Ella asintió como si esperara mis palabras.

      —Vino a verla hace un mes. Le dijo que iba a tener que mudarse porque él proyectaba construir en estos terrenos. Usted lo amenazó.

      —No lo amenacé —dijo ella.

      —La viuda afirma que usted le echó una maldición de vudú.

      —Fue sólo una advertencia —dijo ella—. ¿Qué derecho tenía de venir a decirme que me fuera de esta tierra? Yo nací en este lugar. Mi mamá nació también aquí antes de mí. Le dije que no me iba a ir a ningún lado. ¿Sabe lo que contestó él? Me dijo que iba a pasar con un bulldozer sobre mi choza, sin importarle que yo estuviera adentro.

      —¿Y usted le echó una maldición?

      Se alzó de hombros.

      —Dije que si no cambiaba de parecer lo lamentaría.

      —Y le mandó el muñeco.

      —¿Que yo hice qué? —preguntó inclinándose hacia delante en su sillón.

      —Un muñeco vudú con agujas clavadas.

      —Nunca le mandé ningún muñeco. Eso son tonterías para turistas. Maman Boutin no necesita muñecos para hacer su magia, jovencito. Si digo que un hombre va a morir, es porque morirá. Yo tengo magia fuerte. Los loa me es­cuchan.

      —¿Así que usted nunca le envió el muñeco?

      —Ya le dije que no.

      —¿No le envió nada más? ¿Le dio algo de beber o de comer?

      Soltó una risa seca, que sonó a cacareo.

      —¿Usted quiere saber si le di yo una especie de mala medicina? Maman Boutin no necesita mala medicina. Ustedes, policías, están perdiendo el tiempo aquí. Si mi magia le causó la muerte, nunca podrán probarlo.

      No tenía un pelo de tonta, pensé mientras me ponía de pie.

      —Ya lo sé —acepté—, pero estamos en los Estados Unidos de América. No puede andar por ahí matando gente cuando se le antoja.

      —¿Y por qué no? ¿Acaso no lo hacen muchos en esa ciudad suya? Le disparan a alguien sólo para robarle la cartera, los zapatos o la chamarra. Ese señor Torrance quería lanzar de sus hogares a todas estas buenas personas, hogares en que nacieron, hogares sobre los que él no tenía ningún derecho.

      —Hay tribunales para arreglar esas cosas.

      —Pero todos saben que la ley no tiene oídos para los pobres —declaró ella—. Por eso los pobres necesitan a gente como yo, que los defienda.

      Se me quedó mirando directamente. A la media luz sentí la intensidad de sus ojos.

      —Es mejor que se vayan ahora —recomendó.

      Estiró el brazo para agarrar algo. Pensé al principio que sería un bastón. Percibí de súbito que se movía. Era una serpiente. Había leído la expresión “con los pelos de punta”, pero nunca antes me había pasado. Oí un sonido que resonaba en las vigas del techo, como si espíritus furiosos volaran por ahí.

      —Ya me voy —dije, y me dirigí a la puerta lo más rápido que pude, sin parecer apurado.

      —Y no vuelva —me avisó a mis espaldas—. Déjenos vivir en paz y no molestaremos a nadie.

      Salí al resplandor rosado del sol poniente. Renoir se hallaba de pie en la sombra del árbol y pareció aliviado de verme. Los pollos no se veían por ningún lado.

      —Vente, Renoir. Ya nos vamos —le avisé.

      No tuve que decírselo dos veces. Cruzamos el lugar a grandes zancadas.

      —¿Piensa usted que ella es auténtica, señor?

      —No tengo ni idea, Renoir —respondí, sin querer hablarle de los pelos de punta ni de la serpiente.

      —¿Se dio cuenta de que todos esos pollos eran blancos?

      —Lo noté.

      Terminamos de cruzar el área de las viviendas. Los perros se quedaron atrás, vigilando con las colas enhiestas. No vi señales del cocodrilo ni de la grulla. El sendero era estrecho y andábamos en fila india.

      —¿Admitió haberlo hechizado, señor? —preguntó Renoir después de que alcanzamos la seguridad del automóvil, más allá de los arbustos.

      —No exactamente. Pero tampoco se sorprendió al saber que había muerto.

      —No hay manera de que se pudiera probar un hechizo, ¿verdad?

      —Ni siquiera hagas el intento, Renoir.

      —Entonces, ¿fue una pérdida de tiempo venir hasta aquí?

      Me miró como si temiera haber ido demasiado lejos con esa pregunta.

      —¿O sólo quería satisfacer su curiosidad? —agregó.

      —En realidad no fue ninguna pérdida de tiempo —objeté—. Obtuve una pieza valiosa de información. Ella no envió el muñeco.

      —Tal vez le dijo una mentira.

      Negué con un movimiento de cabeza.

      —Esa anciana podrá hacer muchas cosas, pero mentir no es una de ellas. Si hubiese enviado el muñeco, lo habría admitido gustosa. Declaró que no necesitaba muñecos para hacer su trabajo.

      Renoir me abrió la puerta del auto.

      —Entonces, ¿quién lo envió?

      —Tu trabajo consiste en descubrirlo, Renoir.

      —¿Yo, señor? ¿Cómo puedo investigar sobre muñecos

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