Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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y sabía era que Vanderklaven había creado un infierno para los demás que aún los atormentaba, y le alegraba que ya no estuviera vivo.

      —¿Brendan? —dijo suavemente el cardenal—. ¿Qué pasó?

      —Después de que Lisa se fugó por segunda vez y vino al refugio infantil, le prometí que estaría a salvo de toda clase de demonios (humanos o no) hasta que yo hubiera investigado para intentar determinar la verdad —dijo Brendan en un tono uniforme que no dejaba traslucir la agitación que una vez más se levantaba en su interior—. Le fallé. No sólo se suicidó su madre a consecuencia de mis torpes preguntas, sino que Werner Pale, actuando bajo las órdenes de su padre, la secuestró una segunda vez mientras yo estaba ocupado tratando de defenderme de la excomunión. Luego el padre, la hija y Pale se fueron a Europa. Por lo que respecta a los cuerpos policiales y las agencias de asistencia a menores, el asunto estaba fuera de su jurisdicción. Pero no era una circunstancia con la que yo pudiera vivir. Le prometí a Lisa que no le harían daño. Los busqué y los encontré. Los detalles son lo de menos. Lo importante es que finalmente hallé la manera de que Henry Vanderklaven encarara el hecho de que el amigo en el que confió para levantar su negocio de muerte lo traicionó con su esposa y violó reitera­damente a su hija. Vio, finalmente, cómo su propia avaricia lo cegó, destruyó a su esposa y le ganó el odio de su hija. No sabía que se hubiera suicidado. A pesar de su aparente fanatismo, por lo visto no creía en el perdón, ni siquiera para sí, y seguramente tampoco creía en la redención.

      —Y ahora… ¿dónde está la muchacha?

      —En Nueva York. Felizmente casada y madre de un hijo. Trabaja para una agencia privada de servicios sociales para la infancia.

      En eso el anciano volvió a voltear lentamente para ver a Brendan y estudiar su rostro unos momentos. Al fin dijo:

      —Ah, sí. La misma agencia, supongo, para la que usted ha hecho tan buen trabajo, la que dirige la exmonja con la que se rumora que tiene usted una… ¿relación?

      —No creo que eso forme parte de esta historia, su eminencia, ¿o sí? El hecho es que Lisa ahora está a salvo y tiene una vida propia. Sigue teniendo pesadillas, pero ésas se irán con el tiempo.

      El cardenal movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

      —Y… ¿Werner Pale? —preguntó.

      —Está muerto. Yo lo maté.

      Brendan vio al hombre reaccionar con lo que podría haber sido sorpresa, pero también algo que no pudo determinar del todo.

      —¿Usted, sacerdote, mató a este mercenario?

      —Él estaba tratando de matarme a mí. Peleamos, y tuve suerte. Había planeado prenderme fuego, pero fue él quien cayó en las llamas.

      Una vez más el viejo cardenal, aparentemente absorto en sus pensamientos, guardó silencio unos minutos. Al fin dijo:

      —He oído decir que desde que nos dejó ha matado a varios hombres. ¿Es posible que haya cambiado tanto, sacerdote?

      —No me toca a mí decir cuánto he cambiado, su emi­nencia. No he hecho daño a nadie que no intentara hacerme daño a mí o, en ocasiones, a un niño. Ya le he dicho lo que quería saber. ¿Está satisfecho?

      —¿Le gustaría escuchar lo que me ha pasado en los últimos cinco años?

      —Si siente la necesidad de contármelo, escucharé.

      —Dios me ha dado la espalda, Brendan. Fui injusto con usted, y por eso he sido castigado. Si bien es cierto que la decisión de excomulgarlo vino de Roma, la misma gente me culpó a mí en última instancia, pues conocían la verdad de la que usted hablaba. A menudo me siento como si se me hubiera excomulgado como a usted. No he tenido paz en estos cinco años.

      —Me suena a que ha estado ocupado castigándose a usted mismo, su eminencia. Cometió un error, y Dios lo perdonará. ¿Dónde está su fe?

      El cardenal sacudió la cabeza con impaciencia y renovado vigor.

      —Fue más que un simple error. Es cierto que nunca creí que la muchacha estuviera poseída, y sin embargo, lo mandé a realizar un rito sagrado simplemente para aplacar a su padre. Eso es blasfemia, sacrilegio. No necesito nada más el perdón de Dios, Brendan: también el de usted.

      —Lo tiene.

      —Escuche mi confesión.

      —Creo haberlo hecho ya.

      —En el confesionario. Por favor.

      —No, su eminencia. Esta es la segunda vez que me pide realizar un rito sagrado en circunstancias inapropiadas. La…

      —¡Precisamente!

      —…primera vez ninguno de los dos creía en lo que estábamos haciendo, y las consecuencias fueron una muerte y mi excomunión. Ahora que me han excomulgado, las autoridades eclesiásticas no reconocerían la santidad de ninguna confesión que usted hiciera ante mí. No entiendo qué es lo que verdaderamente quiere, pero sí sé que no puede ser el sacramento de la confesión.

      El viejo cardenal se puso de pie despacio, se giró para quedar frente a Brendan y se irguió. Sus ojos se pusieron de pronto muy brillantes.

      —Si no lo entiende, sacerdote, significa que no ha estado escuchando atentamente mis palabras, como le pedí. Necesito confesarme con usted para poderle oír decir las ave­marías.

      Brendan sintió que los pelos de la nuca se le erizaban y resistió el impulso de hacer algún movimiento súbito.

      —Como usted quiera, su eminencia —dijo en tono ecuánime, inclinando ligeramente la cabeza.

      —El confesor vendrá a usted —dijo el cardenal con la misma voz enérgica, y se dio la media vuelta.

      Brendan se obligó a permanecer quieto, a respirar acompasadamente, mientras veía al anciano cojear por el sagrario y desaparecer por una puerta a la derecha del altar. Esperó unos segundos, se levantó y caminó hacia el confesionario con ornamentos de madera tallada que estaba a su izquierda. Vaciló unos momentos antes de entrar a la sección destinada al sacerdote y sentarse.

       Los pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.

      Transcurrieron casi cinco minutos y en eso Brendan oyó que se abría la puerta de la sección al otro lado de la rejilla de madera. Se asomó y vio entrar a una figura encorvada con sotana blanca y capucha.

      Incluso sin la críptica petición del cardenal de oírlo decir avemarías, que era una inversión del rito toda equivocada, habría percibido peligro, pues esta figura encapuchada llevaba el fajín blanco, el alba, alrededor del cuello, y eso estaba mal: un sacerdote se ponía el alba para recibir confesiones, no para entrar en la cabina como penitente.

      Su anterior sensación de estar siendo observado no había sido una fantasía, pensó Brendan, pero los ojos que lo observaban definitivamente no eran los de Dios.

       ¿Trae usted una pistola?

      Brendan se puso de pie y se arrojó a la rejilla, golpeando la madera con el hombro derecho y tapándose la cara con el antebrazo izquierdo

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