Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA. страница 16

Автор:
Серия:
Издательство:
Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA.

Скачать книгу

entusiastas de muchos lectores. Además de su carrera literaria, Allyn y su esposa tocan en una banda de rock llamada The Devil’s Triangle.

      NO TENÍA ASPECTO DE POLICÍA. Con la sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies sobre su caótico escritorio, y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit inclinada sobre los ojos. Al dibujante Norman Rockwell le habría encantado la escena. Di unos golpes en el escritorio.

      —¿Sheriff LeClair? Soy el sargento García. Lupe García.

      Uno de los ojos se abrió un momento.

      —Aquí no están.

      —Pero todavía no le he dicho qué es lo que quiero.

      Con precaución me acomodé en una desgastada silla de oficina tapizada con una cobija de rombos, preguntándome por qué razón me molesté en ponerme mi traje bueno.

      —Algoma es un pueblo pequeño…, García, ¿no es cierto? Me encontré una nota al entrar esta mañana, donde me comunicaban que vendría de Detroit a verme un tipo de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado. Supongo que se trata de usted. Y supongo que lo trae el caso de Roland Costa y su hijo, pues ellos constituyen la única razón por la cual se comunican conmigo los de Motown. Cuando necesito que me ayuden con un auto robado o un prófugo, ni siquiera me quieren saludar. De todos modos, no están aquí. Anduvieron en el pueblo hace como dos semanas para enterrar a Charlie, pero desde entonces no los he vuelto a ver.

      —No me sorprende. Nadie los ha vuelto a ver.

      Se echó atrás la gorra de beisbol y me miró por primera vez. Teníamos edades parecidas, pero su kilometraje era mayor que el mío. Sus ojos se hallaban enrojecidos y se veía exhausto.

      —¿Dice usted que están desaparecidos? —preguntó.

      —Hicieron traer a Charlie a Algoma para el funeral —manifesté—. Fue la última vez que se les vio.

      —Así que desaparecidos —dijo el sheriff, encogiendo los hombros—. Algo que resulta bastante común en su oficio, ¿no le parece?

      —¿Usted los vio cuando vinieron?

      —Lo difícil era no verlos. Llegaron en una limusina Lincoln como de media cuadra de largo. Aquí en los pueblos perdidos no se ven muchos carros de ese tipo.

      —¿Viajaba con ellos una mujer?

      —Nada de mujer. Sólo Roland Costa y Rol júnior. Alquila­ron una habitación en la posada Dewdrop el día del funeral y estaban los dos solos. ¿Por qué me pregunta sobre una mujer?

      —Charlie Costa tenía una novia, Cindy Kessel, que ha estado en contacto con la oficina del procurador distrital negociando su inmunidad a cambio de información sobre las operaciones de Charlie. También ella ha desaparecido.

      Soltó un gruñido y se frotó la cara áspera con manos endurecidas por el trabajo. Advertí que en torno a la muñeca derecha llevaba una sencilla pulsera de oro.

      —Mire, mucho me temo que todavía no consigo despertar del todo —explicó—. Una niña pequeña que sufre retraso mental se perdió afuera del Campamento de Algoma. La encontramos hoy al amanecer, en buen estado a grandes rasgos, pero no pude dormir y necesito esperar a que me llame el comandante de la Guardia Nacional para avisarle que no necesitamos sus tropas para la búsqueda. Le recomiendo que se desayune en Tubby’s, al otro lado de la calle, y yo lo alcanzo tan pronto como pueda.

      —Si se quedaron en el motel del pueblo, yo puedo…

      —Mire, García, aquí no es Detroit. Es mi pueblo. Ya le dije que no están aquí, y esa es la verdad. Tal vez se pueda conseguir algún indicio sobre ellos, pero usted es un desconocido y nadie le dirá absolutamente nada, y hasta se les podría olvidar lo que sí saben. Mejor se toma una taza de café y me espera un poco, ¿de acuerdo? Por favor.

      —Bueno, lo esperaré un poco. No tarde demasiado.

      —Si echa de menos la ciudad, siempre puede ir al estacionamiento del supermercado, donde puede inhalar los escapes de los autos. Iré tan pronto como pueda.

      Se volvió a bajar la gorra sobre la cara. Antes de que yo llegara a la puerta ya se había quedado dormido.

      Algo de lo que me dijo era auténtico: Algoma definitivamente era un pueblo pequeño, de una sola calle, con algunas tienduchas, un supermercado en un extremo y una ga­solinera en el otro. Como casi todos los pueblos del norte de Michigan, seguramente fue campamento de leñadores en tiempos pasados; sólo Dios podría saber qué lo mantenía a flote económicamente.

      Tubby’s no tuvo yogurt, granola fresca ni aire acondicionado. La pálida luz del sol que lograba pasar por las ventanas mugrosas daba al cuarto una temperatura bastante más alta que la de mi pan tostado, y tuve que quitarme la corbata y la chaqueta. Para pasar el rato traté de determinar si el nombre del lugar se refería a la mesera o al cocinero; cualquiera podía merecerlo por igual. LeClair entró cuando me servían mi tercer vaso de té helado. En la gorra había sujetado su placa con un alfiler.

      —Santo Cristo —exclamó, acomodándose en el sillón de vinilo rojo—. No pudo pasar la llamada, de modo que voy a tener a dieciséis guardias nacionales asignados a una tarea que no existe; mejor dicho, otra tarea que no existe si con­tamos la de usted. Bueno, ¿quiere ponerme al corriente?

      La mesera le llevó un jarro despostillado de café, que él agradeció con señas.

      —Ya lo hice —dije—. Vinieron aquí. Al parecer, no regresaron nunca. En realidad, es lo único que sabemos.

      —Pero, ¿qué le hizo venir hasta aquí a usted? ¿Tiene una orden de aprehensión en su contra?

      —No, pero si logro encontrar a la chica, tal vez podamos saber algo de ellos. Sabemos que se dedican a la usura y al tráfico de narcóticos, pero hacen sus movimientos con mucho cuidado. Sin ella… De cualquier modo, un procedimiento policial básico consiste en seguir la pista de los delincuentes.

      —¿En serio? ¡No me diga! Quisiera tener algo para tomar notas. Vea usted, yo casi siempre espero a que alguien haga algo ilegal, y entonces lo arresto. Supongo que me falta ser más sofisticado.

      —¿Por qué trajeron a Charlie hasta aquí sólo para en­terrarlo?

      —Roland y Charlie crecieron aquí. Su padre era fabricante clandestino de alcohol allá en la década de los treinta, o eso dicen. Después de la ley seca se movieron a mayores empresas en Detroit, pero la familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río. Los veranos pasan un mes aquí, y a veces también cuando se abre la temporada de cacería.

      —Entonces, ¿usted los conoce? Quiero decir, ¿en persona?

      —Sí —contestó sorbiendo su café—. Los conozco desde la infancia, igual que todos en el pueblo. ¿Y qué?

      —Nada. Sólo estaba preguntando. Oiga, ¿tiene usted una especie de complejo por venir de un pueblo chico? ¿O le disgustan los chicanos, o qué?

      Puso su taza de café sobre la mesa entre nosotros y respiró hondo.

      —García, estoy cansado. Llevo más de treinta horas sin dormir. Sé que nada les

Скачать книгу