Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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nombres de mis santos me brotaron con sorprendente facilidad de la lengua, después de años de no enumerarlos.

      —¡Flores! —exclamó, ansioso—. Ey, así se llamaba también mi amigo. Es lo mismo que “flower”, ¿verdad?

      Asentí, sin poder disimular una sonrisa. Se le contagiaba a cualquiera su buen humor.

      —Pues mire, Flower —prosiguió—, ¿qué le parece si escogemos un montón de tierra cómodo y nos sentamos con las cervezas? Ira dice que quiere preguntarme algo.

      —Tal vez conviene llamar también a Bill —dije, mirando alrededor con incertidumbre—. Así no tendré que repetirle las mismas preguntas.

      —Si habla en voz bastante alta, podrá preguntarle desde aquí —repuso—. Está enterrado allá junto a la barda, al lado del alcalde Gault.

      Le di un trago largo a mi cerveza antes de volverme a mirarlo. Él vigilaba de reojo mi reacción sin expresar nada.

      —Lo sorprendí —dijo con suavidad, sonriendo finalmente—. No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo también. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad en Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale, mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.

      —¿Cuánto hace que trabajas aquí?

      —No estoy tan seguro —dijo, arrugando el entrecejo—. El alcalde Gault ha estado aquí desde 1864 o 1862, y en la lápida de Bill dice 1973, pero no manejo muy bien el tema de los números, así que no puedo decirle exactamente cuánto tiempo llevo aquí. Es chistoso lo que pasa en los cementerios. El tiempo ya no importa tanto. Por ejemplo, Billy y el alcalde se llevan como cien años de diferencia, pero ahora están aquí juntos, contándose anécdotas de sus guerras y todo eso. Por lo menos es lo que espero.

      Se quedó en silencio, sorbiendo su cerveza.

      —Hace unas tres semanas hubo un funeral aquí, de Charles Costa. ¿Te acuerdas de eso?

      —Claro que me acuerdo. Sólo los números me dan dificultades.

      —Perdón, no quise… Bueno, en cualquier caso, ¿trabajaron tú y Héctor aquel día?

      —No, solamente yo. Fue un sábado por la tarde, y a Hec no le gusta trabajar los sábados. Pero aquello tuvo gracia, en realidad.

      —¿Gracia? ¿Qué pasó?

      —Fue el funeral más grande que he visto en mi vida. ¿Puede ver ese feo pedazo de mármol con cedros plantados en derredor, como si quisieran apartarlo de la plebe del resto del cementerio? Es de los Costa. Ya ve que es todo un monumento, ¿no cree? ¡Si hubiera visto la caja! Debió de ser del tamaño estándar, pero parecía mucho más grande. De cobre bruñido con incrustaciones de nogal. Pesaba como una tonelada. Tal vez ese fue el problema.

      —¿Qué problema?

      —Al terminar los ritos funerarios, el director no lograba activar el mecanismo para bajar el ataúd, pero no me refería a eso al decir que tuvo gracia. El director del funeral no era alguien de aquí, sino de Detroit, Claudio algo, y ha de haber traído una docena de asistentes con él, todos vestidos igual que capitanes de meseros, que se dedicaron a recorrer el cementerio como si fuera una noche de graduación poniendo flores y más cosas. Y entonces, tras tanto aparato, no vino nadie. Nada más Rol Costa júnior y su padre. Sólo ellos dos.

      —Ellos sí vinieron, entonces. ¿Tú los viste?

      —Sí, estuvimos juntos en la escuela, Rol y yo, y he visto a su padre por ahí. Llegaron en un Lincoln gigantesco, metieron al viejo Charlie a la tierra, y eso fue todo.

      —Aparte de ellos, ¿no hubo nadie más que los empleados de la funeraria, Hec y tú?

      —Ya le dije que Hec no estuvo aquí —dijo, ligeramente irritado—. No le gusta trabajar en sábado.

      —Parece que cuando está aquí eres tú quien hace casi todo el trabajo.

      —Puede ser —dijo, alzando los hombros—. Mire, tal vez Hec se aproveche un poco de mí, pero no me importa. Me siento feliz de estar fuera de aquel hospital haciendo algo, aunque sea solamente cavar fosas. Además, a veces Hec me defiende, como con la vieja señora Stansfield, que vive en su casa cerca de la barda del oeste, y yo no le sim­patizo, ¿sabe? Cuando llegó una queja porque me vieron trabajar sin camisa, supe enseguida que era ella y le pedí a Hec que hablara con la señora, y él dijo que sí. No recibe muchas quejas por mi trabajo. El cementerio luce bastante bien, ¿no cree usted, Flower? No digo para vivir aquí. Ya sabe a qué me refiero.

      —Se ve muy bien, Paulie —concurrí—. Está a la vista de cualquiera que trabajas mucho. ¿Cuándo se fueron los Costa?

      —Supongo que justo después del funeral. No estoy muy seguro porque me quedé dormido atrás del cobertizo.

      —Gracias, aprecio mucho tu colaboración.

      Sin pensarlo, me quité el delgado brazalete de oro del brazo y se lo entregué.

      —Ey, Flower —dijo, abriendo bien los ojos—, no tiene que darme nada. Me gusta poder hablar con alguien, ¿sabe?

      —Por favor, acepta, Paulie, yo… yo tengo otro igual en casa. Todo está bien.

      —Bueno, pues muchas gracias. He pensado en conseguir uno, pero… —dijo mientras se lo ajustaba cuidadosamente en la muñeca—. En fin, gracias de verdad. Yo quisiera…

      Se rebuscó en el bolsillo de su camisa de trabajo.

      —Mire, tengo un par de churros. ¿Los quiere? No está nada mal esta hierba.

      Acepté uno de los cigarros torpemente liados y lo olfateé. Hierba pura, sin mezclar.

      —¿Dónde conseguiste esto? —le pregunté.

      —¿No hizo nunca un reconocimiento agrario en Viet­nam? —me preguntó, con una sonrisa llena de astucia. Yo asentí sin palabras.

      —Pues así es como la conseguí —me dijo—. Vivo de la abundancia de la naturaleza.

      Eché un vistazo alrededor y, por un momento, el cementerio y el campo circundantes asumieron un aroma de peligro, como en la jungla, pero fue sólo por un momento.

      —Creo que es hora de partir —dije, y me puse de pie—. Veo que el sheriff está ayudando a Héctor a salir de su hoyo.

      El regreso al pueblo transcurrió en silencio, cada uno de nosotros dos metido en sus pensamientos. Hacia el final del trayecto, por fin hablé:

      —Paulie me dijo que estuvieron en el cementerio y después se fueron. ¿Pudo sacarle algo a Héctor?

      —Nada. Además, me parece que en las próximas elecciones no va a votar por mí. Dijo que no estuvo en el cementerio el día del funeral. ¿Cree que con esto ya tiene suficiente?

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