Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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convenza de que aquí no hay absolu­tamente nada, porque es parte de mis obligaciones y porque he notado su brazalete de Vietnam. ¿Le parece? Pero no espere que le demuestre entusiasmo. No tengo suficiente energía.

      —Excelente —repliqué—. ¿Por qué no nos ponemos a ello cuanto antes, para que pueda dejarlo en paz? ¿Por dónde sugiere comenzar?

      —Vayamos a hablar con Faye en la posada Dewdrop —di­jo mientras se levantaba y acababa de beberse su café, que no se molestó en pagar. Yo cubrí mi cuenta.

      Faye y la posada Dewdrop daban la impresión de ser una de esas parejas que llevan demasiado tiempo casadas. Se parecían entre sí, y ambas conocieron días mejores. El cabello rojo de ella estaba enjuagado con descuido, y tenía el mismo tono que el vello capilar de sus mejillas; tanto ella como la posada necesitaban ponerse en orden. Si sintió algún gusto de vernos, logró disimularlo.

      —Buen día, Faye. Si no es inconveniente, necesito ver tus registros.

      —Poco te iba a importar que fuera inconveniente, ¿verdad? Toma, haz lo que quieras.

      Empujó sobre el mostrador una caja de archivar recetas.

      —Se quedaron aquí Roland Costa y júnior el día del funeral de Charlie, ¿es verdad?

      —Si ahí lo dice, será verdad. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿o sí? Añaden tantita clase a este pueblo, por si les interesa.

      Su dicción se ceñía a la precisión forzada de alguien que bebe en serio.

      —En la tarjeta no aparece la hora de salida. ¿Cuándo se fueron?

      —La mitad de la gente que se registra no pone las horas. Al diablo, Ira, yo no puedo estar en el escritorio de recepción cada minuto. Los huéspedes pagan por adelantado y en eso consiste el negocio para mí, no en…

      —¿A qué hora piensas tú que se fueron?

      —Ya te lo dije: no sé —dijo ella de mal humor—. Si no te molesta, tengo cosas que hacer.

      El sheriff se le quedó viendo un momento, con el ceño fruncido. Ella recorrió con el dedo un surco en el maltratado mostrador como si nunca lo hubiera visto.

      —Está bien, Faye —concedió el sheriff, cerrando la tapa del registro—. Es suficiente. Por ahora.

      —Menos mal que vino conmigo, LeClair —reconocí—. A mí no me habría dicho nada, seguramente.

      —Me pareció que estaba un poco… nerviosa —comentó, con la mirada puesta en el camino mientras conducía el sedán que yo había alquilado entre los baches del camino de tierra al norte del pueblo. Con la salvedad de una que otra granja, el campo no parecía tener más habitantes que la superficie de la luna.

      —Se sabe que en ocasiones Faye se toma algunas libertades con las pertenencias de sus huéspedes —agregó—. Probablemente no fue más que eso.

      —Lo tendré presente.

      —No será necesario —dijo en tono cortante—. Con un poco de suerte, usted se irá de aquí antes de necesitar una habitación. Vamos a visitar el cementerio y hablar con el cuidador, Hec Michaud, y eso será suficiente. Usted podrá volver a Motown y yo tal vez logre acostarme en mi cama.

      Disminuyó la marcha al acercarnos a una fila de casas antiguas que se juntaban a un lado de la capilla y entramos al cementerio que se extendía sobre la mayor parte de un cerro, una isla en un mar de campos de maíz. Las lápidas variaban en estilos y tamaños, pero los senderos barridos y la hierba cortada indicaban otros habitantes aparte de los muertos.

      Dos hombres trabajaban en un sepulcro a medio camino de la subida al cerro. Para ser más precisos, un hombre trabajaba, cavando mecánicamente en una fosa que le llegaba a la cintura, mientras que el otro permanecía sentado, recargado en una vieja lápida con una lata de cerveza genérica. Tendría unos cuarenta años, barrigón, con el rostro sin afeitar y mechones de pelo gris que salían de una gorra grasienta de ferroviario. Se alzó aparatosamente cuando nos vio llegar, sonriendo con la amabilidad que confiere la cerveza.

      —Bienvenidos a Lovedale, distinguidos señores. No es gran cosa como cementerio, pero es mi hogar. Ey, Paulie, deja de cavar un minuto. Tenemos visitas.

      El cavador era más joven, algo mayor de treinta años, larguirucho, con cara de pastel de manzana y pelo color arena. Una cicatriz profunda iba de la sien izquierda a la nuca, bordeada por cabellos blancos. A pesar del calor, llevaba abotonadas las mangas y el cuello de su camisa de mezclilla, manchada de sudor. Salió del hoyo con buen humor y una sonrisa primaveral en el rostro.

      —Hola, Ira, qué gusto verte.

      —El gusto es mío, Paulie. Como de costumbre, se ve que Hec te tiene haciendo todo el trabajo.

      —Ah, Paulie no lo resiente —dijo el bebedor de cerveza—. Más fuerte que un buey y dos veces más listo. ¿Cierto, Paulie?

      —Claro que sí, Hec. ¿Sigo cavando?

      —Descansa un minuto, Paulie —propuso LeClair—. Necesito preguntarles ciertas cosas.

      La sonrisa de Hec permaneció en su cara, pero cerró con fuerza la mano que agarraba la lata de cerveza.

      —¿No quieres una cerveza, sheriff? Paulie, corre al cobertizo y tráele a Ira una bien fría.

      —No quiero cerveza, Héctor, y a Paulie no le pagan para que haga tus mandados. Quiero saber…

      —Pero, ¿ése quién es? —preguntó Hec señalándome con un movimiento de cabeza—. Tal vez no queramos contestar preguntas con él aquí.

      —Es el sargento García, que viene de Detroit. Estamos trabajando juntos.

      —¿Qué clase de trabajo? —preguntó Hec en tono de burla—. Ya terminó la cosecha de frijoles.

      LeClair puso dos dedos sobre el pecho del otro, más pesado que él, y lo empujó. Michaud perdió pie en la tierra suelta y cayó sentado dentro de la tumba a medio cavar, pero sin derramar una gota de cerveza. Miró a LeClair con ex­presión de sorpresa más que de enojo, y en sus ojos se asomó un destello de satisfacción.

      —No tenías ningún motivo para hacerme eso, Ira —protestó hablando con lentitud—. Ningún motivo.

      —Tal vez no, Hec —admitió LeClair mientras se arrodillaba a la orilla del sepulcro—, pero hay varias cosas que desde hace tiempo quiero constatar contigo y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. En tu lugar, yo me quedaría un poco más en el hoyo mientras conversamos. Paulie, lleva al sargento García al cobertizo y dale una cerveza. Él también tiene algunas preguntas que podrás contestar. ¿Entendido?

      —Haz lo que te dice el sheriff, Paulie —dijo Hec desde adentro del hoyo—. A lo mejor quiere hablar también con Billy mientras están allá arriba.

      Llegué sin aliento al cobertizo, pero el esfuerzo de trepar no le afectó nada a Paulie. Sacó dos cervezas de una hielera barata y me pasó una.

      —¿Estuvo usted en Vietnam? —me preguntó. Asentí—. Eso pensé cuando vi su brazalete. Ira también tiene uno. Yo he pensado pedir el mío, pero, ¿sabe?, un amigo mío

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