Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II. William Nordling J.
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¿Cómo influye en la razón la desobediencia de las potencias inferiores? En realidad, las emociones (capacidades afectivas sensoriales) no pueden mover la voluntad directamente, sino que interfieren el funcionamiento correcto del intelecto y la voluntad de tres maneras diferentes (Aquino, 1981, I-II, 77.1). En primer lugar, las emociones pueden distraer al intelecto, de modo que el individuo no considere la moralidad de su acción (Aquino, 1981, I-II, 77.1; DeYoung, McCluskey y Van Dyke, 2009, p. 102). DeYoung et al. (2009) dan el ejemplo de «un agente que busca el placer dedicándose a los chismes, sin detenerse a pensar en cómo podría dañar el buen nombre de alguien» (p. 102). En segundo lugar, la pasión puede convertir un aparente bien en atractivo para un agente, que sin la emoción no sería atractivo (Aquino, 1273/1981, I-II, 6.4 ad 3 y 77.1; DeYoung et al., 2009, p. 102). Por ejemplo, un hombre puede ser dócil y no estar inclinado a la violencia. No obstante, bajo la influencia de una fuerte ira, podría golpear a alguien que le ha insultado, lo que le puede parecer un buen acto, o al menos, un acto justificable. En tercer lugar, las emociones pueden abrumar la razón por completo. Uno puede, en sentido figurado, quedar cegado por la pasión y quedar desprovisto de razón, como en casos extremos de miedo, deseo o ira (Aquino, 1273/1981, I-II, 6.7 ad 3; Cessario, 2001, p. 112). Vemos este tipo de emoción cegadora con frecuencia en conductores, que experimentan una ira extrema en la carretera y ponen en peligro sus propias vidas, así como las de los demás. También puede suceder en el caso de personas que sufren diversas psicopatologías, como depresión o ansiedad.
Cuando una persona elige, voluntaria y repetidamente, seguir las atracciones y repulsiones distorsionadas de sus capacidades inferiores, en lugar de conseguir la guía de la razón, la persona adquiere disposiciones desordenadas (Hartel, 1993, p. 189). Esta rebelión reduce la verdadera libertad de las personas, al convertirlas en esclavas de sus emociones, alejándolas así de su realización (Agustín, ca. 397/1998, VIII.5.10). Según Agustín, en el principio, el hombre fue creado por Dios en paz consigo mismo; las capacidades inferiores obedecían a las superiores sin rebelarse (Agustín, 427/1972, XIV.19; véase también Aquino, 1272/2003, 4.2, p. 205). No obstante, como resultado de nuestro pecado original, el hombre se encuentra frecuentemente en guerra consigo mismo y experimenta fuertes emociones, que influyen en su voluntad para actuar en contra de la orientación que aporta la razón (Gondreau, 2013, p. 165; véase también Aquino, 1272/2003, 4.2, p. 205; Agustín, 427/1972, XIV.19). Aunque nuestro apetito sensible quedó herido por el pecado, su inherente bondad natural no se destruyó. Nuestras emociones desempeñan un papel importante en nuestras acciones morales, pero deben ser ordenadas adecuadamente y puestas bajo la dirección de la razón y el juicio prudente, mediante la formación de un carácter virtuoso y de virtudes particulares. Antes de examinar cómo nuestras capacidades emocionales se perfeccionan a través de la virtud y deforman a través del vicio, en el siguiente apartado estudiaremos la responsabilidad moral de la persona en sus emociones.
EMOCIONES Y RESPONSABILIDAD MORAL
Las emociones son multidimensionales y pueden ser observadas desde diferentes perspectivas, incluyendo la filosófica, la psicológica y la neurocientífica. En este apartado nos centraremos en la dimensión moral de las emociones. Sin reducir su significado, este aspecto es importante para comprender la acción libre del ser humano. Las personas normalmente describen y conciben las emociones como fuerzas o energías que simplemente nos suceden, que no podemos controlar y de las que no somos responsables. No obstante, la ética de la virtud, enraizada en la ley natural y la tradición aristotélica-tomista, tal y como la utilizamos en el Meta-Modelo, nos ofrece una posición más matizada sobre la forma en que las emociones surgen de las buenas capacidades y se relacionan con ellas (Aquino, 1273/1981, I, 81.2; Agustín, 427/1972, XII.5). Las emociones en sí mismas son consideradas buenas o malas solo cuando son controladas por la razón y la voluntad (CIC, 2000, §1767). Pueden ser moralmente buenas o malas en función de cómo influyen en nuestras elecciones morales y cómo son evocadas y utilizadas por nuestra razón y voluntad. Tal y como vimos en el apartado anterior, es posible evocar voluntariamente emociones que son buenas o malas, moralmente hablando. Por ejemplo, una pareja podría desarrollar una emoción moralmente buena fomentando intencionadamente la calma para que puedan llegar a la comprensión y el perdón mutuos. Por el contrario, un esposo estaría fomentando una emoción moralmente mala estimulando el resentimiento e ira egoísta, ya que esta actitud bloquearía la comunicación y el perdón de su esposa. O no consiguiendo mantener sus sentimientos de ira a un nivel en el que pueda producirse una comunicación constructiva. Por ejemplo, incluso el amor puede ser malo. Este es el caso cuando se ama la heroína o como cuando se ama de forma desordenada, por ejemplo, en una relación adúltera. Bajo este contexto, san Agustín (427/1972) sostiene que las emociones son malas si lo que se desea o ama es malo, y buenas si lo que se desea o ama es bueno (XIV.7). En la medida en que los actos, disposiciones y prácticas evocan y fomentan voluntariamente emociones morales y espirituales desde el «corazón», somos responsables de ellas (Mc 7:21; CIC, 2000, §§1762-1775). Es importante reconocer dos puntos más sobre la moralidad de las emociones. En primer lugar, las emociones voluntarias pueden evaluarse como moralmente buenas o malas, independientemente de que la persona realice o no una acción exterior motivada por una emoción (Mt 5:28; Mattison, 2008, p. 82). Por ejemplo, una persona podría sentir odio hacia los judíos pero nunca llevar a cabo una acción de odio contra ellos. Dejando de lado las cuestiones relativas a la culpabilidad del individuo para adquirir tal disposición, el acto mismo de elegir odiar sigue siendo —objetivamente hablando— moralmente incorrecto (Vitz, 2018; capítulo 11, «Realizada en la virtud»).
En segundo lugar, las emociones pueden surgir de elecciones racionales, ya sea de forma directa o indirecta. La persona puede usar su razón y voluntad para excitar su emoción, ya sea de manera positiva, o negativa (Cessario, 2001, p. 112). Por ejemplo, una persona puede elegir recordar y reflexionar sobre un incidente del pasado para despertar su ira de nuevo. Las acciones virtuosas, por el contrario, pueden producir efectos en la voluntad que desbordan y excitan la emoción indirectamente. Aquino (1273/1981) da el ejemplo de la alegría, que se puede desbordar de la voluntad a las emociones cuando se realiza un acto de justicia (I-II, 59.5). Estos segundos movimientos son moralmente buenos o malos en función de las consecuencias morales de la decisión tomada. También existen influencias descendentes (de arriba hacia abajo) desde fuera de la persona, por ejemplo, existen fuerzas relacionadas con el demonio (Blai, 2017; Gallagher, 2005; Lhermitte, 2013; véase también el capítulo 18, «Caída») y las elecciones desordenadas de otras personas que pueden influir en las emociones de la persona (capítulo 12, «Interpersonalmente relacional»).