Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II. William Nordling J.

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Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II - William Nordling J. Razón Abierta

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del tipo de emoción que solo constituye un primer movimiento y que surge antes del consentimiento de la voluntad (Aquino, 1273/1981, I-II, 89.5; Mattison, 2008). Estas emociones prevolicionales surgen espontáneamente de las evaluaciones iniciales (ya sea la evaluación de la sensación, la imaginación o la capacidad de evaluación adecuada). Como respuesta a una evaluación, la persona puede experimentar una alegría repentina al ver una hermosa puesta de sol, o de ira al percibir un mal, o de impaciencia en un atasco de tráfico. Estos tipos de primeros movimientos se producen sin ninguna cooperación intencional de la voluntad, y no se originan en una disposición estable y firme dentro de la persona. También se puede considerar que las personas no son responsables de ciertas emociones cuando han sido educadas para tenerlas desde la infancia. Existen ejemplos de tales emociones negativas de las que no somos responsables, identificados y entendidos en las Escrituras: «Enfádate, pero no peques» (Sal 4:4); «Enfádate, pero no peques; no dejes que el sol se ponga sobre tu ira» (Ef 4:26; véase también Vitz, 2018).

      No obstante, cabe señalar en este punto que no todos los movimientos prevolicionales se sitúan fuera del control de la persona. Existen emociones inconscientes de las que no somos responsables. Pero sí somos responsables de las emociones inconscientes que originalmente elegimos, o aceptamos conscientemente. A medida que una persona envejece y se forma a sí misma a través de elecciones, se producen otros movimientos prevolicionales que no son del todo espontáneos, sino que surgen de una disposición moralmente buena o mala, que una persona ha desarrollado dentro de sí misma (Mattison, 2008). Volviendo al ejemplo anterior, si un individuo lee literatura antisemita, construye un vicio de odio dentro de sí mismo y, por lo tanto, sentirá odio al pasar por delante de una sinagoga. Será responsable de ese movimiento de odio, aunque surja sin una reflexión racional o un consentimiento deliberado en ese momento. Del mismo modo mediante disposiciones virtuosas: cuando un hombre virtuoso ve a una joven atractiva entrar en la habitación, ve su plena humanidad y dignidad en lugar de un objeto que pueda satisfacerle sexualmente. Su respuesta emocional prevolitiva es digna de alabanza, y surge de la virtud de la castidad que posee (Mattison, 2008, p. 63), dado que las disposiciones emocionales que son moralmente buenas o malas contribuyen o perjudican la realización de la persona. En el siguiente apartado examinaremos con mayor detalle cómo la persona construye la virtud o el vicio dentro de sus capacidades emocionales.

      CAPACIDADES EMOCIONALES, VIRTUD Y VICIO

      Recientes investigaciones neurobiológicas (LeDoux, 1998) sugieren que la emocionalidad humana juega un papel más significativo en la acción moral de lo que se pensaba en el pasado. En efecto, esta investigación sugiere que los actos intencionales necesitan del apoyo emocional para su concentración, consistencia y ejecución. Por ejemplo, en el marco de una ira justa, que ayuda al esfuerzo intencional de corregir una injusticia, existen dos extremos: a) una exagerada ira o furia, que puede cegarnos en cuanto a la forma de corregir la injusticia, y b) una ira o indiferencia inadecuada, que tiende a impedirnos prestar suficiente atención a la injusticia y a nuestra responsabilidad para corregirla. Damasio (1994) llega a sugerir que sin emociones los seres humanos no podrían actuar racionalmente. Desde una perspectiva constructiva, las emociones bien ordenadas ayudan a los humanos a actuar de acuerdo con principios racionales y con sus vocaciones.

      Aristóteles (ca. 350 a. C./1941) sostiene que la virtud moral implica no solo una acción correcta sino unos sentimientos correctos sobre esa acción moral: «el hombre que se abstiene de placeres corporales y se deleita en este hecho es moderado» (II.3, 1104b4-6). Uno de los rasgos distintivos del hombre verdaderamente virtuoso son las emociones bien ordenadas. Aristóteles compara al hombre virtuoso, que hace lo correcto y se siente bien al hacerlo, con el hombre que lucha contra las malas emociones y el hombre que se rinde ante ellas. El hombre que se controla a sí mismo (continente) frecuentemente hace lo correcto, pero con frecuencia tiene que luchar contra sus emociones, que le empujan hacia la elección negativa. El hombre débil (incontinente) también está en guerra consigo mismo, pero no posee el mismo autocontrol. Sabe lo que es correcto, pero es incapaz de resistirse a sus pasiones y cede a las malas emociones y a los actos consecuentes. Una persona controlada por el vicio ni siquiera posee esta capacidad de lucha dentro de sí mismo. Elige hacer lo que está mal y se siente bien con ello (Aristóteles, ca. 350 a. C./1941, VII.1-4; Sokolowski, 1982, pp. 57-58).

      Aunque los seres humanos compartimos una naturaleza común, las capacidades emocionales del individuo quedan moldeadas por una variedad de influencias y experiencias personales. La cultura, familia, amigos, religión y las diferencias entre sexos contribuyen a la formación de las emociones (Goleman, 2005; Brizendine, 2007, 2010; Gilligan, 1982; Rhoads, 2004). Las emociones también quedan influenciadas por las experiencias individuales, como indicábamos en el ejemplo del niño pequeño y el fuego en el apartado anterior. Las emociones de una persona también se ven afectadas por la gracia de Dios y por las virtudes morales infusas y los dones del Espíritu Santo. No obstante, los seres humanos también dan forma a sus emociones a través de sus propias decisiones y acciones.

      Como ya hemos mencionado, aunque las personas no seamos moralmente responsables de las emociones que surgen como movimientos prevoluntarios, totalmente espontáneos, los humanos podemos, a través de prácticas y elecciones formativas, desarrollar disposiciones emocionales estables, ordenadas de acuerdo con nuestra verdadera realización. Las emociones se ponen al servicio de la ley natural y la razón justa a través de las virtudes cardinales de la templanza y la fortaleza (coraje), que ordenan las capacidades emocionales del deseo y de la toma de iniciativas respectivamente. Las virtudes asociadas con el coraje incluyen la paciencia, la perseverancia y la esperanza, o la toma de iniciativas, y la generosidad. Las virtudes asociadas a la templanza incluyen la castidad, la humildad y la mansedumbre. Explicando la necesidad y el dominio de cada virtud, Aquino (1273/1981) indica que el coraje «se refiere principalmente al miedo a las cosas difíciles que pueden alejar la voluntad de seguir la razón» (II-II, 123.3), mientras que «la templanza denota una especie de moderación y se refiere principalmente a aquellas emociones que tienden hacia bienes sensibles, [a saber] el deseo y el placer y, por consiguiente, a los sufrimientos que surgen de la ausencia de esos placeres» (II-II, 141.3). (Véase apartado también el capítulo 11, «Realizada en la virtud».)

      Dado que el acto de elegir entra exclusivamente en el dominio de la voluntad, estas virtudes no provocan, en sentido estricto, una elección correcta. No obstante, facilitan la acción moral, al arraigar capacidades emocionales que tienden hacia un verdadero bien y hacia la obediencia a Dios, así como a la razón correcta y la guía de la voluntad. Al ordenar las emociones, se eliminan los obstáculos para una acción virtuosa, ayudando así a lograr una vida de realización (Cessario, 2002, p. 163). Asimismo, las emociones virtuosas también pueden centrar la atención de la razón sobre un acto virtuoso que debe realizarse, como cuando por compasión por la miseria de otro, una persona se ve obligada a considerar la posibilidad de ofrecer su ayuda (Aquino, 1273/1981, I-II, 24.3 ad 1; Agustín, 427/1972, 9.5).

      Del lado contrario, mediante sus elecciones, los seres humanos podemos deformar las capacidades emocionales del deseo y de la toma de iniciativas, adquiriendo vicios que nos llevarán al languidecimiento. Para ilustrar este punto, Mattison (2008) ofrece el siguiente ejemplo (p. 85): un padre puede sentirse frecuentemente enfurecido por el comportamiento de sus hijos, incluso cuando no están haciendo nada malo. Al principio, cuando empieza a experimentar esta ira, intenta suprimirla. No obstante, tras un tiempo, en lugar de contenerse (mostrando autocontrol), permite que su ira lo consuma, y procede a gritar a sus hijos. Pronto, su ira desordenada no se limitará a sus hijos y comenzará a arremeter contra su esposa, amigos y otros miembros de la familia también por ofensas percibidas. Este padre es claramente intemperante, y sufre específicamente el vicio de la ira excesiva. Su ira desordenada le conduce a realizar malos actos y afecta negativamente a sus relaciones con sus seres queridos, inhibiendo su capacidad de realización.

      El trabajo de Goleman de 2005 sobre las emociones confirma y refuerza la importancia de formar adecuadamente nuestras emociones. Inspirándose en los hallazgos psicológicos de Mayer y Salovey (1989), así como en la visión de Aristóteles sobre

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