Mitos y Leyendas del pueblo mapuche. Juan Andrés Piña

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Mitos y Leyendas del pueblo mapuche - Juan Andrés Piña

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raíces y pepinos del copihue —agregó Llicán.

      La niña había acompañado otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.

      —Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques —dijo Mallén.

      Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino. Allá arriba había gigantescas araucarias (pehuenes) que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando. No supieron cómo pasaron las horas. El sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse. Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.

      —¡Bajemos, bajemos! —se gritaban unas a otras.

      —No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre —advirtió Mallén.

      —¿Qué haremos? —preguntó la abuela Collalla, que no por ser la más vieja era la más valiente.

      —Yo sé dónde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela —respondió Mallén.

      Y así condujo a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada. La abuela Collalla se asustó mucho.

      —Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo —exclamó.

      Llicán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños. Decidieron entrar en la gruta y dormir todos juntos. Collalla estaba asustada porque conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas y surgir inundaciones. No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse, invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores. Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado. Cuando pasó el temblor, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.

      Las mujeres palparon a sus hijos, pero nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia la boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.

      —¡Miren! —gritó Collalla—. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.

      Como luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al fondo de una quebrada. El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

      —La estrella, con su espíritu protector, mandó el fuego para que no tengamos miedo —dijo la abuela Collalla.

      Todos aplaudieron el fuego. El grupo silencioso contempló las llamas como si fueran el mismo padre Sol que hubiera venido a acompañarlos. Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.

      Al rato llegaron los hombres, desafiando las tinieblas para buscar a sus niños y mujeres. Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó desde los cerros hasta sus casas. Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse.

      Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas lograron encender pequeñas fogatas. Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.

      Desde entonces, los mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.

      En la religiosidad mapuche, cada componente de la naturaleza tiene su ngen, es decir, su dueño o cuidador: del cerro (ngen-winkul), del agua (ngen-ko), del bosque nativo (ngen-mawida), de la piedra (ngen-kurra), del viento (ngen-kurref), del fuego (ngen-kutral) y de la tierra (ngen-mapu). Sin los ngen el agua se acabaría, el viento no soplaría, el bosque se secaría, el fuego se extinguiría, el cerro se desmoronaría, la tierra se emparejaría, la piedra se partiría. El ngen anima a estas cosas, les da vida. Para la mayoría de los mapuches, el fuego habría sido entregado por los espíritus a las personas y su nombre en mapudungún es kütral, quitral o kütxa, que implica fuerza y poder. Es un elemento organizador de la vida comunitaria de la tierra y también de los hogares: nunca debe apagarse. Al ngen que lo cuida se le considera como dueño de la casa; reside en el fogón de la ruka. Con un soplo, vuelve a prenderse dando calor y comida caliente para la familia.

      Ñürrümapu, nombre original del pueblo mapuche

a7

      En un país lejano, un gran inca y su mujer tuvieron mellizos: un varón y una niña, tan grandes que la gente se asombraba. Crecían muy rápido y constantemente pedían de comer.

      Como para el inca era una vergüenza y una desgracia tener más de un hijo en un solo parto, igual que los animales, consultó a una adivina qué debía hacer.

      —Lo que yo preveo —contestó la mujer— es lo siguiente: estos dos mellizos son conquistadores de tierras y se parecerán a los zorros rojos en su astucia y en su fuerza. Sin embargo, solo te traerán desgracia a ti y a nuestro pueblo, porque el Huecuve los ha tomado bajo su protección. Tú perderás tu riqueza y también la vida si no los abandonas en tierras despobladas, donde deben estar. Si no son devorados por los animales salvajes, buscarán un lugar donde vivir, pero tendrá que ser allí donde tú no estés.

      Así entonces, los niños fueron abandonados en un paraje desolado y lejano, y lloraban de hambre. Como el sol ardía, su piel se tiñó de rojo. Viendo ese color, una zorra roja se acercó a ellos y les ofreció su leche. Bebieron y se saciaron. Luego, esa zorra kulpeu arrastró a los niños a su guarida, donde estaban sus pequeños zorritos.

      La zorra los crio a todos, y crecieron juntos. Los niños jugaban con los zorritos que pronto comenzaron a comer carne, cosa que los niños no querían hacer. Buscaban frutas dulces que abundaban en aquellas tierras silvestres.

      Un día se dieron cuenta de que eran diferentes a los animales, comenzaron a llorar y ya no quisieron comer nada. Entonces se les apareció Nguenechén, porque fue él quien creó a las personas. Les dijo:

      —Deben seguir caminando hacia el sur, por el sendero de tierra que ven ahí. Se encuentra entre esas vías de agua. Si lo siguen, llegarán a un país lejano donde todavía no hay ningún ser que se parezca a ustedes. Allí solo hay tierra, piedras, manantiales y arcilla. Las montañas están cubiertas de plumas blancas y a veces vomitan y escupen fuego, pero eso no les hará daño. Tomen esta vara de coligüe y caminen siempre, constantemente, sin detenerse. Allá donde la vara permanezca clavada en el suelo, allí deben quedarse. Esa tierra les pertenecerá a ustedes y a sus descendientes.

      Y caminaron y caminaron junto a la zorra que llevaba a sus cachorros. Pero la vara no se atascaba en el suelo, aunque ya se encontraban en un territorio huraño y frío, desde donde se podía ver “el agua grande” que generalmente estaba enfurecida. Allí no había frutas dulces y la altura de las montañas era de hielo. Entonces volvieron a lamentarse y emprendieron el camino de regreso. Querían volver al país cálido donde había frutas que se podían comer.

      Siempre caminando interminablemente, buscaron

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