Mitos y Leyendas del pueblo mapuche. Juan Andrés Piña

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Mitos y Leyendas del pueblo mapuche - Juan Andrés Piña

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por las terribles sacudidas que producían los coletazos de Cai-Cai. Por las laderas caían hombres, mujeres y niños como si fueran pequeñas piedras. Todos murieron, menos un niño y una niña muy pequeños que habían quedado solos, tras el desbarranco de sus padres, en una profunda grieta que milagrosamente los salvó del agua y de la lluvia de fuego.

      Eran los únicos seres humanos sobre la tierra: solos, sin padre ni madre y sin palabras. Sobrevivieron gracias al cuidado de una zorra y de un puma, que apenas los descubrieron los amamantaron y luego les enseñaron dónde encontrar frutos para que no murieran de hambre. Y así crecieron.

      De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.

      “Los antiguos mapuches, según todas las nuevas teorías, serían originarios del propio territorio chileno. Se trataría de grupos antiguos que fueron evolucionando y cambiando. Es probable que también establecieran contactos con otros pueblos del norte. La secuencia de los hallazgos arqueológicos recientes es clara. Existiría una relación, por ejemplo, en la cerámica entre los grupos agroalfareros antiguos del norte chico, del centro de Chile y del sur mapuche. Podríamos decir que las culturas fueron aprendiendo unas de otras de norte a sur, a través de muchos siglos. Ya a partir del siglo VII, los enterramientos, cacharros, tejidos y demás señales culturales encontradas por los especialistas muestran que la cultura mapuche está cada vez más constituida” (José Bengoa, Historia de los antiguos mapuches del sur).

      

      Cai-Cai y Ten-Ten, las serpientes enemigas

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      Hubo en otro tiempo dos enormes serpientes enemigas: Cai-Cai, que era marina, y Ten-Ten, terrestre. Frecuentemente se encontraban en pugna. Ello se debía a que en una ocasión, un Trauko trató de apoderarse de una hermosa joven que fue a bañarse en el mar. Al querer forzarla, la muchacha se defendió con todas sus fuerzas y dominó al malhechor, pero este llamó a su padre, Cai-Cai, y entre ambos violentaron a la joven.

      Nació una bella hija, muy amada por su madre, por el padre (el Trauko) y por Cai-Cai. Este culebrón tenía un Pillán que acompañaba al Sol en su trayectoria por el firmamento, el que pretendió casarse con ella. Al saber esto, la madre se desesperó y no dejaba de llorar.

      Ten-Ten, serpiente benigna, escuchó sus llantos y acudió de inmediato para atenderla; ella le rogó que salvara a su criatura. La serpiente abrió su boca y la niña fue depositada en ella, después de lo cual el reptil ascendió de inmediato por la ladera de un cerro en que se encontraba su cueva, a fin de ponerla a salvo. Esos cerros son fáciles de reconocer: tienen siempre forma cónica.

      El Trauko no estaba en situación de seguir a Ten-Ten, pues debido a sus pies deformes no puede correr. Cai-Cai, a su vez, se revolcaba lleno de rabia en el mar. Finalmente, se le ocurrió pedir al Pillán y a sus aliados en el cielo que hicieran llover torrencialmente. El aguacero se prolongó durante semanas, de modo que finalmente ocurrió un verdadero diluvio: se juntaron tantas aguas en el mar que comenzó a salirse y a inundar la tierra.

      Pronto estaban anegadas todas las tierras bajas, pero el agua seguía subiendo y cubría las colinas y los montes. Luego hubo solo algunas cumbres prominentes que sobresalían. Cai-Cai era tan poderoso que logró cubrir también toda la cordillera nevada.

      Más eficiente era, sin embargo, la magia aplicada por Ten-Ten, pues era capaz de elevar los cerros que llevan su nombre. Por mucho que se esforzara Cai-Cai, no le fue posible alcanzar con sus aguas esas cumbres. Había, eso sí, otro peligro: al subir, estas se acercaban demasiado al sol, y el calor de los rayos quemaba cada vez más. Solo era posible salvarse de ser abrasado colocándose una fuente de greda sobre la cabeza, y aun a pesar de esta protección el calor era sofocante y casi insoportable.

      Reconocida por Cai-Cai su incapacidad de imponerse, hizo que la lluvia cesara y las aguas comenzaron a bajar otra vez. Un hermoso y gran arcoíris se desplegó por todo el cielo. Lentamente se restableció la normalidad.

      Muy pocos lograron salvarse, sin embargo, de esta catástrofe. La mayoría de los animales fueron transformados en piedras. Y en cuanto a los seres humanos, todos aquellos que no alcanzaron la cumbre de un cerro Ten-Ten, fueron alcanzados por las aguas y se transformaron en peces.

      Los que sobrevivieron repoblaron las tierras del sur y así continuó la vida del pueblo mapuche.

      Hasta hoy, los mapuches tienen un vívido recuerdo de este diluvio, por lo cual casi siempre se encontrarán en sus rukas algunas fuentes de greda para ser usadas si se repitiese una invasión a la tierra por el mar, como ha ocurrido ya tantas veces en los maremotos, aunque en forma menos intensa que aquel que evocan sus antepasados.

      La leyenda de Ten-Ten (o Tren-Tren) y Cai-Cai (o Kai-Kai) es en la actualidad la más difundida y conocida referida al pueblo mapuche y tiene varias versiones. Según algunos historiadores, el relato se habría basado en la introducción de la religión cristiana durante el periodo de la guerra entre los mapuches y los soldados españoles. Así, los misioneros habrían relatado, como enseñanza, del diluvio universal que acaeció cuando Dios quiso castigar a los seres humanos por su mal comportamiento. Sin embargo, ello no es seguro, porque el testimonio histórico dice que en realidad fueron estos misioneros quienes escucharon narrar la leyenda. Como sea, posee suficientes elementos propios del imaginario religioso mapuche como para que tenga una fuerte originalidad. Ello se ve avalado por ciertos descubrimientos científicos que afirman que no hubo un solo diluvio en el planeta, sino muchos en distintas épocas y en diversos lugares, y es muy posible que también haya afectado a nuestros pueblos originarios.

       El nacimiento de las cosas

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      La Vía Láctea nació de una mujer

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      Arriba, en el cielo azul, vivían antiguamente dos deidades femeninas, una buena y la otra mala. La mala rabió mucho cuando se enteró de que su enemiga esperaba un hijo. Como ella no tenía ninguno, se llenó de ira.

      Estuvo muy atenta al nacimiento del niño y en el primer momento en que este se separó de la madre, lo robó. Inútilmente la deidad buena lo buscó por todo el Cielo; pero no logró encontrarlo, a pesar de que les preguntó a las estrellas.

      En la llamada Cruz del Sur —Pünonchoike, que significa “impresión de la pata del avestruz”— no estaba el pequeño. El avestruz no lo tenía oculto bajo sus alas; no estaba acostado en la piel negra y tampoco lo encontró en el corral donde estaban los animales nuevos. ¿Estaría en el pozo? ¿Lo tendría alguna estrella guardado allá en lo alto? Ninguna de las numerosas estrellas sabía nada.

      La madre envió a todas partes esas hachas de piedra brillantes que pasan silbando rápidamente por el aire, y también le pidió ayuda al caminante Orión. Las rojas bolas de fuego volaron e igualmente le ayudaron los cherruves, que son los cometas de barbas rojas y con colas, que corrían de un extremo del cielo al otro y miraban dentro de los volcanes. Sin embargo, ninguno vio rastro alguno del niño. “Pobre de mí”, decía la madre a la que, además, había comenzado a dolerle el pecho y se lamentaba y lloraba: ¿Es que acaso su buena y abundante leche no estaba destinada a su hijo? ¿Dónde estaba oculto?

      Mientras

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