Mitos y Leyendas del pueblo mapuche. Juan Andrés Piña

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Mitos y Leyendas del pueblo mapuche - Juan Andrés Piña

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piedras duras le hacían daño en los pies, el espíritu de los aires mandó que brotara, por donde ella pisaba, un pasto muy blando y una flores muy hermosas. Y la mujer cogía las flores en el camino y, jugando, las deshojaba. Y las hojas que dejaba caer se convirtieron en pájaros, en mariposas que volaban, y detrás de su paso la hierba crecía tan grande que formaba árboles enormes llenos de frutas que ella comía.

      La mujer llegó donde estaba el hombre que dormía y como también estaba cansada, se tendió a su lado. Cuando el hombre despertó y la vio, se quedó muy contento: tan bonita era. Cuando ella despertó, se fueron los dos caminando por los montes, las colinas, los bosques y las orillas del mar y de los lagos. Les pareció todo tan bien y hermoso que ya no pensaron más en volver a los aires.

      —¡Juntos llenaremos el vacío de la Tierra! —dijeron. Mientras la primera mujer y el primer hombre construían su hogar, al cual llamaron ruka, el cielo se llenó de nuevos espíritus. Estos traviesos cherruves eran como bolas de fuego que cruzaban el firmamento. El hombre pronto aprendió que los frutos del pehuén eran su mejor alimento y con ellos hizo panes y esperó tranquilo el invierno. Ella cortó la lana de una oveja y luego, con las dos manos, fue frotando y moviéndolas una contra otra e hizo un hilo grueso. Después, en cuatro palos grandes enrolló la hebra y comenzó a cruzarlas. Desde entonces, las comunidades hacen así sus tejidos en colores naturales.

      Cuando los hijos de ambos se multiplicaron, ocuparon el territorio de mar a cordillera. Luego hubo un gran cataclismo: las aguas del mar comenzaron a subir guiadas por la serpiente Cai-Cai. Pero, al mismo tiempo, la cordillera se elevó más y más porque en ella habitaba Ten-Ten, la culebra de la Tierra que defendía a la gente de la ira de Cai-Cai. Cuando las aguas se calmaron, comenzaron a bajar los sobrevivientes de los cerros. Desde entonces se les conoce como mapuches, la Gente de la Tierra.

      Siempre temerosos de nuevos desastres, los mapuches respetan la voluntad de Nguenechén y tratan de no disgustarlo. Trabajan la tierra y realizan una hermosa artesanía con cortezas de árboles, con fibras vegetales tejen canastos, y con lana mantas y vestidos; entre estos últimos están makuñ (manta) de los hombres y el ükülla (chal) de las mujeres.

      Entonces, para ver cómo era esta nueva vida, el espíritu que mandaba abrió una ventana redonda en los aires y por allí miraba, y cuando miraba todo brillaba y venía un gran calor desde arriba. La madre del joven también quería mirarlo. Escondida del jefe, hizo una abertura y cuando él no estaba y reinaba la oscuridad, ella miraba desde las alturas. Para que su hijo pudiera ver bien su rostro, dejaba caer una luz blanca muy suave.

      En el concepto religioso mapuche, Nguenechén recibe varios nombres: Futá Chaw, Chau, Chaw, Chachao y Chao Elchefe, entre otros, quien es el “espíritu dueño de la gente”, el que la protege y la tutela. Posee características masculinas y femeninas, madre y padre a la vez. Su existencia da vida a la naturaleza y a los seres humanos. Vive en algún punto alto del cielo y por eso en algunas zonas del sur de Chile se le llama Ranguinhuenuchau, que significa Padre y Madre en Medio del Cielo, o Callvuchay (Padre y Madre Azul). En la ceremonia propiciatoria del Nguillatún se le invoca y agradece a través de variados cantos y danzas.

      Así fue el comienzo del pueblo mapuche

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      Cuando todavía no habían llegado los hombres blancos, Nguenechén, creador del mundo, vivía tranquilo y feliz con su esposa y sus hijos, gobernando el Cielo y la Tierra desde las alturas.

      Nguenechén se dejaba llamar de muchas maneras: Chau, el padre, Antü (el Sol). Vivía con su mujer que era a la vez madre y esposa. Ella también se dejaba denominar de distintas maneras: Luna, Mujer Azul, Maga o Kushe.

      Después de haber creado un cielo con nubes vaporosas y un montón de estrellas que le daban ese brillo especial a la noche, Nguenechén se sintió contento. Miraba acomodado en una nube cómo había quedado la Tierra, también creada por él, con sus imponentes montañas, sus serpenteantes ríos y frondosos bosques. Por lo bien que le había resultado todo, se deleitó haciendo nacer a quienes disfrutarían aquello: los animales y los seres humanos, los mapuches.

      Muy satisfecho por todo lo hecho, vivía en el cielo: allí cuidaba su reino con luz y calor durante el día para dejarle el trono a su mujer por las noches. Con su pálida luz, ella era la encargada de velar el sueño de todas las criaturas.

      Y pasó el tiempo y en las alturas los hijos de Nguenechén y Kushe crecieron tanto que quisieron también ser creadores como su padre, sobre todo los dos mayores, que comenzaron a quejarse y criticar. Decían que sus padres estaban viejos y que ya era hora de que ellos gobernaran. A Nguenechén no le gustaba nada esta repentina rebeldía de sus hijos y a medida que pasaba el tiempo más se enojaba y sufría. Kushe intentaba tranquilizarlo, argumentando que eran jóvenes, que no les diera importancia, que con el tiempo se les pasaría.

      Pero no se les pasaba, sino que intentaron que sus hermanos más jóvenes se pusieran de su parte. “¿No les parece, hermanos, que al menos nuestro padre debería permitirnos gobernar sobre la Tierra y que únicamente el Cielo quede bajo su mando?”, proponían. Y, muy seguros de su requerimiento, comenzaron a descender a grandes trancos la escalera de nubes, bajando hasta la Tierra. Nguenechén, al ver esto, dejó salir todo el enojo que había contenido hasta ese momento, por respeto a los ruegos de su esposa. Con sus grandes manos los atrapó en pleno descenso, enganchó entre sus dedos los largos mechones que colgaban de sus nucas, y con toda potencia los zamarreó y los arrojó desde allí mismo sobre las rocosas montañas. Fue tal el impacto que la cordillera tembló y los enormes cuerpos se hundieron en la piedra para formar dos agujeros gigantescos.

      Su furia fue tan fuerte que el Cielo y la Tierra se poblaron de rayos de fuego. Entonces Kushe, desesperada, se precipitó entre las nubes y lloró sin parar. Sus copiosas lágrimas comenzaron a inundar los inmensos socavones donde habían quedado los cuerpos de sus hijos. Desde entonces, varios y hermosos lagos recuerdan su terrible dolor, tan brillantes como Kushe, tan profundos como su pena.

      Ante tanta angustia de ella, el gran Nguenechén se compadeció y quiso modificar el destino de los rebeldes: les dio la posibilidad de volver a la vida, pero ya no como sus hijos, sino como una gran serpiente alada. Esta culebra fue llamada Cai-Cai y se encargó, desde entonces, de llenar los mares y los lagos. Sin embargo, el deseo de derrotar a su padre y gobernar la Tierra no abandonó a los hijos de Kushe, pese al castigo y a la transformación. Como no pudo concretar su deseo, Cai-Cai despreció a sus padres y su odio se extendió hasta los mapuches, a esas queridas creaciones. Es por eso que aún hasta hoy provoca con los azotes de su cola olas espumosas y violentos remolinos en las aguas tranquilas de los lagos. A veces, su furia es tal que empuja y empuja el agua contra las montañas para alcanzar los lugares donde viven las personas y los animales.

      Cuando Nguenechén se dio cuenta del peligro que corrían los mapuches, decidió que una serpiente buena fuera la protectora de ese pueblo. Encontró la mejor arcilla y con sus manos creó a Ten-Ten, a quien le encomendó la tarea de vigilar a Cai-Cai. Si su cruel hermana tenía intenciones de hacer daño a los mapuches, ella procuraría agitar el agua del lago como señal de aviso para que la gente buscase un refugio a tiempo, poniéndose en resguardo.

      Un día, Cai-Cai comenzó a agitar el agua del lago hasta que se pusiera oscuro y que produjera con la fuerza de su cola el chasquear las olas, unas contra otras, para que cierta espuma blanca cubriera primero toda superficie y luego saliera en busca de las personas. Cuando la serpiente buena escuchó esto, salió de la montaña de la salvación donde vivía para alertar a sus protegidos: silbó con gran fuerza y convocó a todos los mapuches al cerro Ten-Ten, el mejor refugio.

      Sin embargo, los esfuerzos

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