Mitos y Leyendas del pueblo mapuche. Juan Andrés Piña
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Entonces vio cómo un puma que pasó por ahí decía: “No te comeré porque eres pobre. Cuando nacen mis hijos ya traen al mundo una cobertura abrigadora. Mi leche sacia su hambre y cuando tienen frío yo les abrigo con mi piel y les doy calor. En cambio, ¡qué desamparado están los seres humanos recién nacidos!”.
Un cóndor pasó volando y se posó al lado de la criatura que sollozaba. Y dijo: “Ay, pobre hombre nuevo. No te destrozaré, porque eres más pobre que mis hijos. Ellos traen consigo un vestido de plumas cálido; yo les tengo preparado un nido bien mullido y abrigador y también les traigo buenos alimentos. Tú estás solo y desnudo. No serás tú quien les sirva de alimento a mis hijos”.
La zorra corría tras una liebre y la alcanzó justamente donde estaba el niño. Ella dijo: “No te haré nada a ti, liebre, porque tú también eres madre. Mira qué pobre es una criatura sin madre, sobre todo el hombre recién nacido. Niño varón, a ti tampoco te haré nada”.
Y así, muchos animales ansiosos de cazar una presa se acercaron, pero no le hacían daño al niño que gemía, porque todos pensaban en sus propios hijos.
Entonces, cuando el pequeño desamparado comenzó a llorar desesperadamente de hambre y de frío, la deidad femenina bajó del Cielo a la Tierra, lo tomó en sus brazos y voló con él a la estrella donde vivía. Allí le dio calor al niño y lo acunó amorosamente. De inmediato, la boquita hambrienta bebió y tragó con tanta premura la leche que sonaba como si chasqueara la lengua. ¡Qué buena es la dulce leche materna! Y como las deidades del Cielo son mucho más grandes que las mujeres de la Tierra, el niño encontró más leche de la que podía beber y pronto se quedó dormido.
Cuando al rato comenzó a dolerle intensamente el otro pecho, la deidad lloró y se lamentó: la dulce leche le corría por el cuerpo y lo teñía de blanco. Súbitamente dijo: “Seguramente en la Tierra hay muchos niños que tienen sed y hambre. A ellos les daré mi buena leche”.
Y así comenzó a exprimir sus pechos, de modo que la leche se elevó en altos chorros y luego formó un arroyo en el cielo, donde cada gota se transformó en una estrella, y todas ellas brillaban y centelleaban: había nacido así lo que para nosotros es la Vía Láctea.
En la espiritualidad mapuche, el Wenumapu es el Mundo (o Espacio) de Arriba (el Cielo), donde residen Nguenechén y los espíritus y las fuerzas positivas que las personas necesitan para vivir. La Wenu Lewfü (Río de Arriba) o Rüpü Epew (Historia del Camino) se refieren a lo que nosotros llamamos Vía Láctea, esa galaxia espiral donde se encuentra nuestro sistema solar. En la visión mapuche, la Vía Láctea (Rüpüepewün) constituye un ordenamiento de elementos luminosos que están relacionados entre sí, formando parte de una simbología gobernada y dirigida por los espíritus superiores. Su objetivo es entregar luz y predecir el efecto positivo o negativo de los sucesos naturales y sobrenaturales. Desde el punto de vista de la leyenda, la Vía Láctea era un campo de cacería de ñandúes, en el que estos eran perseguidos por cazadores, representados por estrellas, que les arrojaban sus boleadoras, simbolizadas por Alfa y Beta Centauro, y acumulaban sus cuerpos y plumones en dos montículos: las Nubes de Magallanes.
El fuego nació de un juego
Una leyenda cuenta que antiguamente los mapuches no conocían el fuego, ni siquiera sabían que existía. Por ello, sufrían mucho en las épocas de las fuertes lluvias, del frío, de los grandes vientos y de la nieve.
Y conocieron el fuego gracias a los niños. Más exactamente, que lo aprendieron de dos hermanitos que se desafiaron para ver cuál hacía girar más rápidamente un palito sobre un trozo de madera dura. Al poco rato, cientos de chispas se levantaron por el aire y surgió un fuego devorador que quemó la piel de la niña. Afortunadamente pudo apagarlo antes de que le hiciera más daño.
Sin embargo, al poco rato las chispas que habían volado encendieron una hoguera que se convirtió en un gran incendio que progresivamente devoró muchos bosques y espantó a los animales: la mayoría de ellos terminaron atrapados por el fuego y quemados. De este modo, los mapuches se quedaron casi sin animales para cazar.
Pero los ancianos del pueblo dijeron que la carne de esos animales quemados no podía ser impura y que podía comerse, porque el fuego venía desde arriba, de un espíritu poderoso. Y probaron la carne asada y la hallaron muy sabrosa. A partir de ese momento, nunca la volvieron a comer cruda.
Entonces, imitando a los niños, los mapuches hicieron su propio fuego y lo conservaron para siempre, porque les permitía cocinar sus alimentos de otras formas (que ahora tenían un mejor sabor) y disfrutar de su luz y de su calor, todos reunidos alrededor de su llama, que era como tener un generoso pedazo de Sol al alcance de la mano.
Las comidas de la zona sur de Chile recibieron una fuerte influencia de la cultura gastronómica mapuche, la que entregó el aporte de muchas especies comestibles. La alimentación tradicional se prepara con los productos agrícolas cultivados, tales como trigo, papa, arveja, ajo, cebolla, ají, maíz, nalca, nabo y una gran variedad de hongos, como los digüeñes, que se consumen cocidos o en caldo de sopas. Adicionalmente, con el fruto del pehuén, el piñón, se elaboran distintas comidas y bebidas. Igualmente, es fuerte la presencia de comida hecha sobre la base de pescados y mariscos. Un producto característico es la tortilla de rescoldo: un pan de harina de trigo cocido en las cenizas calientes de un fogón, dándole un sabor muy característico. Todos los productos y muchas de sus preparaciones, desde hace mucho tiempo forman parte de la dieta de los chilenos.
Cómo los mapuches descubrieron el fuego
Antes de que los mapuches descubrieran cómo hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña: Casa de Piedra, las llamaban. Como eran temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito. Para los mapuches, sus antepasados vivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias. El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, lo saludaban. La Luna, al aparecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.
Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos. Para abrigarse en las épocas frías, se apiñaban en las noches junto a sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado. Tenían mucho miedo a la oscuridad, que era signo de enfermedad y de muerte.
En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre, y Llicán, la hija. Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo y extraño en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada. Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a quienes vivían en las grutas cercanas. Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, pensó Caleu, y se preguntó: ¿traería descargas?
Aunque guardó silencio, rápidamente los demás mapuches vieron la estrella. Hicieron reuniones para discutir qué podría significar el hermoso signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas. El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío. Mallén y su hijita Llicán