Haneke por Haneke. Michel Cieutat
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¿La pintura tuvo un papel en sus años de aprendizaje?
No mucho. Soy un hombre de oído. En el teatro, durante los ensayos, me sentaba a menudo mirando el suelo y escuchaba a los actores. Solían quejarse porque no les miraba. Yo contestaba: “Os veo mejor cuando no os miro”. Lo digo porque me doy cuenta inmediatamente de si un sonido es falso, si el sentimiento que se expresa no es el adecuado. Me cuesta más detectarlo cuando miro a los actores. De igual modo, al escribir nunca parto de una imagen, sino de una situación que intento expresar con la mayor intensidad posible. En mi caso, esta búsqueda no suele pasar por referencias pictóricas.
¿Visitaba museos cuando estudiaba?
No, más bien no. No descubrí la importancia de la pintura hasta hace unos años. Claro que antes había cuadros que me asombraban, pero no pasaba de eso. Bueno, sí, cuando estuve en Baden-Baden, descubrí la pintura del Renacimiento. En la época fumábamos hachís y una noche en que estaba stoned, miré un libro sobre esa pintura. Ya la conocía y siempre me había parecido muy bella, pero por primera vez vi la relación entre las imágenes. Me contaban una historia. Luego, ya en un estado normal, cuando volví a ver esos cuadros, me invadió la misma sensación. No fui más allá hasta hace unos pocos años cuando, no sé por qué, empecé a disfrutar viendo cuadros del siglo XV, XVI, XVII, incluso del XVIII. El siglo XIX, el impresionismo es bello, pero no me conmueve. El retablo en Gantes de La adoración del cordero místico, de Van Eyck, me parece extraordinario. Como los cuadros de Velázquez que volví a ver hace unos meses en El Prado.
Al contemplar los cuadros de Egon Schiele puede verse una cercanía a la melancolía que también se siente en algunas de sus películas.
Es posible, pero les toca a ustedes decidirlo. No puedo ver mis películas bajo ese prisma. Es verdad que existe una melancolía austríaca, tanto en literatura como en pintura, y en torno a la que se ha escrito mucho. Ahora bien, no sé de dónde proviene y ni siquiera quiero pararme a pensarlo. No me sentaría bien intentar analizarlo. Del mismo modo que no creo que el psicoanálisis pueda ayudar a un artista.
En su opinión, ¿el cine que hace tiene que ver con la cultura austríaca?
Existe cierta melancolía en la cultura austríaca, especialmente en varios escritores que me gustan mucho. Joseph Roth, por ejemplo, del que adapté la novela La rebelión, es un escritor austríaco típico, con una inclinación a la melancolía y un gran dominio formal que se basa en la elegancia del idioma. Pero si me pide que defina el alma austríaca, no encontraré más palabras que las antes mencionadas, melancolía y elegancia. Tenga en cuenta que, en literatura, esto se limita al final del siglo XIX y al principio del XX. No tenemos una gran tradición literaria. No hubo nada extraordinario en la época clásica. Al contrario de lo que ocurre hoy, cuando el lugar que ocupa Austria en la literatura en lengua alemana es muy importante, a pesar de ser solo algo más de ocho millones de habitantes en comparación a los más de ochenta millones de Alemania.
Volviendo a su recorrido teatral, aparte de Baden-Baden, ¿dónde montó obras?
Al principio fui a Hildesheim, luego a Darmstadt, Düsseldorf, Hamburgo, Berlín, Viena, Fráncfort, Stuttgart...
El hecho de trabajar a la vez en teatro y en televisión, ¿no le planteó dificultades de gestión?
Había que planificarlo todo. Y de vez en cuando, no funcionaba. Tuve que renunciar a algunas cosas que me apetecía hacer. Pero fui un privilegiado porque excepto en los primeros años, cuando dejé mi trabajo fijo en la televisión para dedicarme exclusivamente a la puesta en escena y no conseguía darme a conocer fuera de Baden-Baden, pude encadenar una obra tras otra. Por eso empecé tan tarde a hacer películas para la gran pantalla. No tenía tiempo. Entre el teatro y la televisión, recibía muchas ofertas y hacía más o menos lo que me apetecía. Y si un proyecto no llegaba a buen fin, me iba de vacaciones. Hoy en día ya no tengo tanto tiempo, pero entonces me venía muy bien pasar tres meses en una isla griega.
Hablando de Grecia, publicó un relato titulado Perséphone (Perséfone), ¿cuál era el tema?
Era una especie de fábula en torno a tres turistas que se enfrentaban a toda una serie de problemas en un convento de una isla griega. La mujer acababa por matar a uno de los dos hombres con una flecha y el superviviente se preguntaba si había sido culpa suya. En un idioma al que quise aportar una gran sofisticación, el texto anunciaba la problemática de mis películas futuras: ¿Qué ocurrió realmente? ¿Corresponde mi punto de vista a la realidad?
¿Publicó otros relatos?
Solo uno más, cuyo título he olvidado. Era una historia bastante cercana a la de Perséphone de la que solo recuerdo un final muy deprimente. Un personaje le decía a otro: “Pero es mi historia, ¿qué vamos a hacerle?” Y el otro contestaba: “Nada, desde luego”.
¿Dónde pueden encontrarse estos relatos actualmente?
En ninguna parte. Fueron publicados en colecciones presentadas a un premio de literatura austríaca y que hoy ya no se encuentran. Perséphone no debía de ser muy malo porque, después de su publicación, me pidieron que escribiera más relatos. Ocurrió en 1967, más o menos, una época en que me habría encantado tener un trabajo remunerado en una editorial. Pero querían una colección de relatos para publicar, y yo solo tenía dos o tres historias en la cabeza. Habría tardado al menos dos años en entregarles una decena.
Antes de empezar a hablar de las películas que rodó para televisión, ¿puede hablarnos del papel de la música en su vida después de renunciar a ser concertista o compositor?
Cuando llegué a Viena no tenía piano. Solo podía tocar cuando volvía a Wiener Neustadt. Lógicamente, cada vez tocaba peor y me sentí tan frustrado que preferí dejarlo del todo. Me convertí en consumidor de música y compré muchos discos.
¿Va a menudo a conciertos?
No, no muy a menudo. En cuanto a la ópera, odio ir porque las puestas en escena no suelen ser buenas. Tampoco voy al teatro. Prefiero no tener a gente a mi alrededor cuando estoy ante una obra de arte. Además, si ahora voy al teatro, todos me conocen, y si es un estreno debo dar mi opinión. Me saca de quicio. Si quiero ver una obra, voy unos días después para poder disfrutar tranquilamente sin tener que hacer comentarios. Es más, en Viena conozco a casi todos los actores y directores, y me incomoda decirles lo que pienso de su trabajo. Pero volviendo a la música, me desplazo a menudo para oír Las pasiones, de Bach, porque los grandes coros no se oyen en casa. Incluso teniendo una buena instalación acústica en casa, en el campo y en la oficina, donde siempre escucho música.
Durante su juventud, ¿se limitó a la música clásica o también se interesó por otros ritmos, como el rock?
El rock me interesó en la época de la pubertad. Nos encantaba bailar con Little Richard, Elvis Presley, Bill Haley y todos los demás. Luego, cuando fui a vivir a Baden-Baden, en la época del hachís, la música popular que más escuchaba era Pink Floyd. Y no pasé de ahí. Sé quién es Michael Jackson, claro, pero no sé nada de su música.
¿Recuerda cómo descubrió a sus músicos favoritos?
Recuerdo la emoción que sentí al oír el Mesías, de Haendel, o como ya le he dicho, las sonatas de Mozart en do menor que escuché en la película con Oskar