El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov
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Al marcharse el legado, el Procurador le ordenó al secretario que invitara a palacio al presidente del Sanedrín, a dos de sus miembros y al jefe de la guardia del templo, pero agregó que deseaba que todo se hiciera de manera que, antes de la reunión, pudiera hablar a solas con el presidente.
La orden fue cumplida con rapidez y exactitud y el sol, que en aquellos días abrasaba Jerusalén con un furor especial, aún no había llegado al cenit, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos elefantes de mármol blanco que guardaban la escalera, se encontraron el Procurador y el presidente del Sanedrín, el sumo sacerdote de Judea, Josif Caifás.
El jardín se hallaba en silencio y al pasar el Procurador de la columnata a la soleada glorieta superior con palmeras, semejantes a monstruosas patas de elefante, vio ante sí toda la odiada por él Jerusalén con sus puentes colgantes, sus fortalezas y, lo más importante e imposible de describir, el bloque marmóreo de escamas de dragón, en lugar de techo, del templo de Jerusalén. Muy lejos y abajo, allí donde una muralla de piedra dividía las terrazas inferiores del jardín palaciego de la plaza citadina, el fino oído del Procurador pudo captar un sordo murmullo sobre el cual, a veces, se elevaban ora gemidos ora débiles gritos.
El Procurador comprendió que en la plaza ya se había reunido una gran multitud de habitantes de Jerusalén que, con impaciencia y preocupados por los últimos desórdenes, aguardaban el anuncio de la sentencia. Mezclados en la muchedumbre, gritaban los inquietas vendedores de agua.
Antes de todo, el Procurador invitó al sumo sacerdote a pasar al balcón para resguardarse del implacable bochorno, pero con delicadeza Caifas se disculpó y explicó que en víspera de la fiesta no podía hacer eso.
Pilato, echándose un capuchón sobre su cabeza que comenzaba a hacerse calva, inició, en griego, la conversación y explicó que había estudiado el asunto dejoshúa Ga-Nozri y confirmaba la sentencia de muerte.
De esa manera, tres bandidos, que debían ser ejecutados ese día, estaban condenados a muerte: Dismás, Gistás, Barrabas y, además, Joshúa Ga-Nozri. Los dos primeros, apresados en combate por las fuerzas romanas, habían intentado sublevar al pueblo contra el César y eran, por tanto, asunto del Procurador. Sobre ellos no había nada que decir. En cambio Barrabas y Joshúa Ga-Nozri habían sido detenidos por el poder local y juzgados por el Sanedrín. De acuerdo con la ley y la costumbre, uno de los dos bandidos debía ser liberado en honor a la gran fiesta de Pascua que comenzaba ese día. Entonces, el Procurador deseaba saber a cuál de los dos bandidos el Sanedrín se proponía liberar, a Barrabas o a Ga-Nozri.
Caifás inclinó la cabeza en señal de que la pregunta le era clara y respondió:
—El Sanedrín pide liberar a Barrabas.
El Procurador sabía perfectamente que esa sena la respuesta del sumo sacerdote, pero su propósito era demostrar que tal respuesta le asombraba.
Pilato lo hizo con gran maestría. Alzó las cejas en su arrogante rostro y con asombro miró directamente a los ojos del sumo sacerdote.
—Confieso que tal respuesta me deja estupefacto —dijo con suavidad—, temo que haya aquí un malentendido.
Pilato se explicó. El poder romano no se entrometía, en lo más mínimo, en los derechos espirituales del poder nativo, lo cual era bien sabido del sumo sacerdote, pero en el presente caso se encontraban ante un claro error. Por supuesto, el poder romano estaba interesado en corregir ese error.
En verdad, los delitos de Barrabas y Ga-Nozri resultaban totalmente incomparables por su gravedad. Si el segundo era claramente un loco, culpable de pronunciar absurdos discursos que confundieron al pueblo de Jerusalén y de otros lugares, la culpa del primero era mucho mayor. No solamente había convocado a una abierta rebelión, sino que, incluso, mató a un guardia cuando quisieron detenerlo. Barrabas era incomparablemente más peligroso que Ga-Nozri. En virtud de todo lo expuesto, el Procurador le pedía al sumo sacerdote reconsiderar su decisión y liberar, de los dos condenados. al menos peligroso y ese, sin duda alguna, era Ga-Nozri. ¿Entonces?...
Caifas en voz baja, pero firme, respondió que el Sanedrín había estudiado atentamente el asunto y por segunda vez comunicaba que se proponía liberar a Barrabas.
—¿Cómo? ¿Incluso después de mi gestión? ¿La gestión de aquel en cuyo nombre habla el poder romano? Sumo sacerdote, repítelo por tercera vez.
—Y por tercera vez te comunico que liberaremos a Barrabas. Todo había concluido y no había nada más que decir. Ga-Nozri partiría para siempre y el terrible y feroz dolor del Procurador nadie lo aliviaría. Contra él no había ningún medio con excepción de la muerte. Ahora esa idea no sorprendió a Pilato. La incomprensible tristeza que tuvo en el balcón había penetrado todo su ser. Entonces, intentó explicársela y la explicación fue muy extraña. Tuvo la impresión de que no había concluido su conversación con el condenado o que, quizá, no le había escuchado hasta el final. Pilato expulsó ese pensamiento que desapareció tan aprisa como llegó. Desapareció, pero la tristeza quedó sin explicación y no era posible explicarla con el nuevo pensamiento que llegó como un rayo y desapareció enseguida: "La inmortalidad... ha llegado la inmortalidad." ¿A quién le ha llegado la inmortalidad? No pudo responderse, pero el pensamiento sobre aquella enigmática inmortalidad le hizo sentir frío en medio del abrasador sol.
—Bien —dijo—, que así sea.
Aquí se volvió, abarcó con una mirada el panorama circundante y se asombró de sus cambios. Desapareció el agobiante arbusto con rosas, desaparecieron 1os cipreses y el árbol de granadas y una estatua blanca en medio del césped verde y la misma tierra. En lugar de todo esto, giró una especie de sedimento púrpura y, en él, se mecían y movían algas hacia algún lugar y, con ellas, se movía el mismo Pilato. Entonces lo abrasó, asfixiándole y quemándole, la cólera más terrible, la cólera de la impotencia.
—Me sofoco, me sofoco —dijo Pilato y con mano fría y húmeda hizo saltar el broche del cuello de su manto que cayó al suelo. —El día es de mucho bochorno. En alguna parte hay tormenta —Caifás no apartaba la mirada del enrojecido rostro del Procurador, previendo todos los tormentas que aún estaban por delante. "Oh, qué terrible mes es el Nisán este año".
—No, no es por el calor que me sofoco, sino por estar junto a ti, Caifás —Pilato entorno los ojos y sonrió—. Cuídate, sumo sacerdote.
Los oscuros ojos del sumo sacerdote brillaron y en su rostro se reflejó, no menos que antes en Pilato, el asombro.
—¿Qué es lo que escucho. Procurador? —respondió Caifás, orgulloso y tranquilo—. ¿Me amenazas después de dictada una sentencia refrendada por ti mismo? ¿Es posible eso? Estamos acostumbrados a que el Procurador romano escoja las palabras antes de decir algo ¿No nos escuchará alguien, Hegémono?
Pilato miró al sumo sacerdote con mirada fría y enseñando los dientes hizo como que sonreía.
—¿Qué cosa, sumo sacerdote? ¿Quién nos puede escuchar aquí? ¿Acaso me parezco al joven vagabundo loco que ejecutarán hoy? ¿Soy un muchacho? Sé lo que digo y dónde lo digo. Cercados están el jardín y el palacio y ni un ratón puede penetrar por un agujero. Pero no solamente un ratón, incluso ese, ¿cómo se llama?... de la ciudad de Karioth. ¿Por cierto, lo conoces tú, sumo sacerdote? Sí... si penetrara aquí lo lamentaría amargamente. Eso, por supuesto, ¿me lo crees? Sabe, sumo sacerdote, que desde ahora no habrá tranquilidad para ti. Ni para ti ni para tu pueblo —Pilato señaló a lo lejos, a la