El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov
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Junto a la fuente, en el suelo de mosaicos, ya estaba preparado un sillón y el Procurador, sin mirar a nadie, se sentó y extendió una mano en la que su secretario puso, respetuosamente, un pedazo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el Procurador echó una mirada a lo escrito, lo devolvió y con trabajo dijo: —¿El acusado es galileo? ¿Ya le han enviado este asunto al Tetrarca?
—Sí, Procurador.
—¿Qué dice?
—Se ha negado a dar su conclusión sobre este asunto y la sentencia de muerte del Sanedrín(8) la envía para vuestra confirmación. El Procurador tuvo un tic en el cuello y en voz baja ordenó: —Traigan al acusado.
Enseguida, desde la glorieta del jardín hasta el balcón, dos legionarios condujeron a presencia del Procurador a un hombre de unos veintisiete años, vestido con una túnica azul pálida, vieja y rota. Llevaba la cabeza cubierta con una venda blanca, una cinta le ceñía la frente y sus manos estaban atadas detrás de la espalda. Debajo de su ojo izquierdo había un gran hematoma y en la esquina de la boca un arañazo con sangre coagulada.
El recién llegado observó al Procurador con alarmada curiosidad. Este permaneció callado y luego, en voz baja, preguntó en arameo:
—¿Así que tú eres el que ha incitado al pueblo para que destruya el templo de Jerusalén?
El Procurador se hallaba sentado como si fuera de piedra y sus labios apenas se movieron al hablar. Estaba así porque temía mover la cabeza que le ardía con dolor infernal.
El hombre con las manos atadas dio unos pasos hacia delante y comenzó a decir:
—Buen hombre. Te aseguro que...
Nuevamente sin moverse y sin alzar la voz, el Procurador le interrumpió:
—¿A mí me llamas buen hombre? Te equivocas. En Jerusalén murmuran de mí y dicen que soy un horrible monstruo y tienen razón —dijo y con voz monótona añadió—: Que venga el centurión Matarratas.
A todos les pareció que en el balcón oscurecía cuando ante el Procurador se presentó el centurión de la primera centuria Marc, apodado Matarratas. Por una cabeza era más alto que el más alto de los soldados de la legión y de hombros tan anchos que ocultaban el aún naciente sol.
El Procurador se dirigió a él en latín.
—Este delincuente me ha llamado "buen hombre", sácalo de aquí unos minutos y explícale cómo debe dirigirse a mí, pero no lo deformes.
Todos, con la excepción del inmóvil Procurador, siguieron con la mirada a Marc que con un gesto de la mano le indicó al arrestado que debía acompañarle.
En todas partes a Matarratas le miraban siempre debido a su estatura y, además, para aquellos que le veían por primera vez, por el rostro desfigurado, con su nariz que una maza germana había destrozado alguna vez.
Sobre el mosaico resonaron las pesadas botas de Marc y el prisionero le siguió sin hacer ruido. El silencio se adueñó de la columnata y sólo se escuchó el arrullo de las palomas en la plazoleta del jardín y el complejo y agradable canto del agua en la fuente.
El Procurador hubiese querido levantarse, colocar la frente bajo su chorro y permanecer allí inmóvil, tranquilo, pero sabía que eso no lo ayudaría.
Matarratas condujo al detenido al jardín, tomó el látigo de un legionario que se hallaba al pie de una estatua de bronce y, agitándolo sin mucha fuerza, golpeó al prisionero en el pecho. El movimiento del centurión fue suave y negligente, pero el detenido se derrumbó, como si le hubiesen cortado las piernas, tragó aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.
Suavemente, con la mano izquierda, como si fuera un saco vacío, Marc alzó al caído, lo puso sobre sus pies y le dijo con voz gangosa, pronunciando mal en arameo:
—Al Procurador romano se le llama Hegémono. Otras palabras no se dicen y se mantiene uno en firme. ¿Me comprendiste o es necesario que te vuelva a pegar?
El detenido se tambaleó, pero se dominó. Los colores le volvieron, recobró la respiración y respondió enronquecido:
—Te entendí. No me golpees.
Enseguida se hallaba de nuevo frente al Procurador.
Una voz enferma y apagada se escuchó.
—¿Nombre?
—¿El mío? —respondió con premura el detenido que, con todo su ser, mostraba su disposición a contestar sensatamente, sin provocar mas ira.
El Procurador dijo en voz baja:
—El mío me es conocido. No finjas ser más estúpido de lo que eres. El tuyo.
—Joshúa —se apresuró a contestar el detenido.
—¿Tienes apodo?
—Ga-Nozri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala(9) —contestó el detenido y con la cabeza hizo un gesto, como indicando que la ciudad se hallaba en algún lejano lugar, a la derecha y hacia el norte.
—¿De quién desciendes?
—No lo sé exactamente —respondió con vivacidad el acusado—, no recuerdo a mis padres. Me han dicho que mi padre era sirio...
—¿Dónde vives permanentemente?
—No tengo un domicilio permanente —dijo el detenido con timidez—; viajo de ciudad en ciudad.
—En pocas palabras, eres un vagabundo. ¿Tienes parientes? —Ninguno. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer y escribir?
—Sí.
—¿Además del arameo, conoces otra lengua?
—Sí, el griego.
Un párpado hinchado del Procurador se levantó y el ojo, cubierto por una nube de dolor, se clavó en el detenido, pero el otro ojo permaneció cerrado.
Pilato habló en griego.
—¿Así que eres tú quien se proponía destruir el templo e incitaba al pueblo para que lo hiciera?
De nuevo, el prisionero se animó, sus ojos dejaron de reflejar miedo y contestó en griego.
—Yo buen... —el terror asomó a sus ojos porque había estado a punto de confundirse—... Yo, Hegémono, jamás en mi vida me he propuesto destruir el templo y a nadie he incitado a esta absurda acción.
El asombro se reflejó en el rostro del Secretario que, encorvado sobre una pequeña mesa, escribía la declaración. Por un instante alzó la cabeza, pero enseguida la volvió al pergamino.
—En las fiestas viene mucha gente diferente a esta ciudad, entre ellas, magos, astrólogos, adivinadores, asesinos —la voz del Procurador