El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El Maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov Clásicos

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Hegémono, no son instruidas y confunden todo lo que yo digo. Comienzo a temer que esta confusión se prolongue mucho tiempo y todo porque él no anota correctamente mis palabras.

      Se hizo el silencio. Ahora los dos ojos enfermos del Procurador miraban pesadamente al detenido.

      —Te lo repito por última vez, bandido, deja de hacerte el loco —pronunció Pilato con suavidad y monotonía—. Sobre ti no hay escrito mucho, pero sí lo suficiente para colgarte.

      —No, no, Hegémono —el detenido estaba completamente tenso por su deseo de convencer—; anda alguien con un pergamino de cabra y escribe sin parar. En una ocasión le eché una ojeada al pergamino y me horroricé. En lo absoluto he dicho nada de lo que está escrito allí. Le imploré Por Dios, quema el pergamino , pero él me lo arrancó de las manos y huyó.

      —¿Quién es? —preguntó Pilato con repugnancia y se tocó la sien con la mano.

      —Leví Mateo —respondió el detenido con disposición—. Era recaudador de impuestos y por primera vez lo encontré en el camino a Betania,(10) allí donde, en un ángulo, hay un jardín de higos. Conversamos. En principio se dirigió a mí en forma desagradable e incluso me ofendió, es decir, pensó que me ofendía, llamándome perro —el detenido sonrió—; personalmente no veo nada malo en este animal como para sentirme ofendido por esa palabra... El secretario dejó de escribir y con disimulo echó una mirada sorprendida, pero no al detenido, sino al Procurador.

      —Sin embargo, luego de haberme escuchado comenzó a suavizarse —prosiguió Joshúa—. Finalmente, arrojó el dinero al camino y dijo que viajaría conmigo...

      Pilato sonrió con malicia, mostrando sus dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario, exclamó:

      —Oh, ciudad de Jerusalén, ¡qué cosas escuchas en ella! Un recaudador de impuestos, lo oyes, arroja el dinero al camino.

      No sabiendo qué responder, el secretario entendió necesario imitar la sonrisa de Pilato.

      —Y él dijo que desde ese instante aborrecía el dinero —explicó Joshúa la extraña conducta de Leví Mateo y añadió—: A partir de ahí se convirtió en mi acompañante.

      Sin dejar de sonreír, el Procurador miró al detenido, después al sol que firmemente a lo lejos, a la derecha, se elevaba sobre las estatuas ecuestres del hipódromo y de súbito, en una especie de repugnante suplicio, pensó que lo más sencillo de todo sería echar del balcón a aquel extraño bandido, pronunciando sólo una palabra: "Ahórquenlo". Echar también a la escolta, escapar del balcón al interior del palacio, ordenar que oscurecieran su habitación, tenderse en el lecho, pedir agua fría, llamar con voz quejumbrosa a su perro Bangá y lamentarse con él por su jaqueca. Y de repente, la idea seductora del veneno cruzó por la adolorida cabeza del Procurador que miró con ojos turbios al detenido. Por un momento calló, recordando penosamente por qué se encontraba allí frente a él, bajo el implacable sol de Jerusalén de la mañana, aquel detenido de rostro desfigurado por los golpes y qué otras preguntas, que a nadie le interesaban, tendría aún que hacerle.

      —¿Leví Mateo? —preguntó con voz ronca y cerró los ojos. —Sí, Leví Mateo —llegó hasta él la elevada voz que le atormentaba.

      —Pero, de todas maneras, ¿qué le decías a la gente en el mercado?

      Al responder, la voz del detenido parecía partirle la sien a Pilato, le causaba dolor. Y esa voz decía:

      —Yo, Hegémono, anunciaba que caerá el templo de la antigua fe y se creará e1 nuevo templo de la verdad. Lo dije de forma que fuera comprensible.

      —¿Por qué tú, vagabundo, confundiste al pueblo en el templo, hablándole de una verdad de la cual no tienes idea? ¿Qué es la verdad? Aquí el Procurador se dijo: "Oh, Dioses míos, le estoy preguntando cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia no me sirve ya . Y de nuevo vio una taza con un líquido oscuro: "Un veneno para mí, un veneno".

      Otra vez escuchó la voz.

      —Ante todo, la verdad se halla en que a ti te duele la cabeza y te duele tanto que cobardemente piensas en la muerte. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino, incluso, te cuesta trabajo mirarme. Ahora, involuntariamente, soy tu verdugo, lo que me entristece. No puedes pensar en nada y sólo deseas que venga tu perro, el único ser, por lo visto, al que le tienes cariño. Pero tu tormento terminará ahora, el dolor de cabeza pasará.

      Sorprendido, el secretario miró al detenido y dejó de escribir.

      El Procurador alzó los atormentados ojos hasta el detenido y vio que el sol, ya muy alto, estaba sobre el hipódromo y un rayo llegaba hasta la columnata y caía sobre las gastadas sandalias de Joshúa que se hacía a un lado.

      Entonces el Procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos y en su rostro afeitado y amarillento apareció el miedo. Sin embargo, con un esfuerzo de voluntad, pudo contenerlo y de nuevo se sentó.

      Al mismo tiempo, el detenido continuó hablando, pero el secretario no anotó nada más y con el cuello estirado, igual que un ganso, trataba de no perderse una palabra.

      —Bueno, todo ha concluido y me alegro mucho de ello —decía el detenido mirando a Pilato con benevolencia—. Te aconsejaría, Hegémono, que abandonaras temporalmente el palacio y pasearas a pie por algún lugar de las afueras, por lo menos en los jardines del monte El Elión. La tormenta comenzará —el detenido se volvió hacia el sol con los ojos entornados— más tarde, hacia el anochecer. El paseo te haría un gran beneficio y con gusto yo te acompañaría. Se me han ocurrido algunas nuevas ideas que pudieran, así creo, ser interesantes para ti y yo con gusto las compartiría contigo, tanto más porque das la impresión de ser un hombre muy inteligente.

      El secretario palideció mortalmente y dejó caer el pergamino al suelo.

      —Lo malo es que —continuó el detenido sin que nadie le interrumpiera— vives demasiado encerrado y has perdido totalmente la fe en la gente. Reconoce que es imposible depositar todo tu afecto en un perro. Tu vida, Hegémono, es pobre —aquí el detenido se permitió sonreír.

      El secretario pensó en si debía creer a sus oídos o no creer. Tuvo que creer. Trató de imaginarse en qué forma concreta estallaría la cólera del impulsivo Procurador al oír las inauditas impertinencias del detenido. A pesar de conocerle bien, el secretario no pudo hacerse una idea.

      Entonces se escuchó la voz cascada y ronca del Procurador.

      —Desátenle las manos.

      Un legionario de la escolta dio un golpe en el suelo con la lanza, se la entregó a otro, se acercó y desató las cuerdas del prisionero. El secretario recogió el pergamino y decidió no escribir por el momento y no asombrarse de nada.

      —Confiesa —dijo Pilato en griego, bajando la voz—,¿eres un gran médico?

      —No, Procurador, no soy médico —respondió el detenido y con gusto se frotó las muñecas hinchadas y enrojecidas.

      Severo, con el ceño fruncido, Pilato atravesó con la mirada al detenido. Sus ojos ya no eran turbios y en ellos aparecieron las chispas conocidas de todos.

      —No te lo he preguntado —dijo—: ¿quizá sepas latín?

      —Lo conozco.

      Las

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