El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov
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—Cierto —dijo Pilato.
Callaron. Después Pilato preguntó en griego.
—Entonces, ¿eres médico?
—No, no —contestó el detenido con viveza—. Créeme, no soy médico.
—Está bien. Si quieres mantenerlo en secreto que así sea. Esto no tiene relación directa con el asunto. Así que tú afirmas que no convocaste a que derriben... quemen o destruyan el templo de una forma u otra.
—Hegémono, yo no incité a nadie a semejante acto. Lo repito.
¿Acaso parezco un tonto?
—Oh, no, tú no te pareces a un tonto —respondió el Procurador en voz baja y sonrió con extraña sonrisa—. Entonces, jura que no lo hiciste.
—¿Por quién quieres que jure? —preguntó con gran viveza el detenido.
—Bueno, por lo menos por tu vida. Es el mejor momento pues, para que lo sepas, ella pende de un hilo.
—¿No pensarás que tú lo colgaste, Hegémono? Sí es así, mucho te equivocas.
Pilato se estremeció y respondió entre dientes:
—Yo puedo cortar ese hilito.
—En eso también te equivocas —replicó el detenido con sonrisa luminosa mientras que con la mano se protegía del sol—. ¿Estarás de acuerdo conmigo en que cortar el hilo probablemente sólo lo puede hacer aquel que lo colgó?
—Bueno, bueno —respondió Pilato sonriente—. Ahora no dudo de que los desocupados papanatas de Jerusalén no te perdieran pie ni pisada. No sé quién te habrá colgado la lengua, pero te la colgó bien. A propósito, dime ¿es cierto que entraste en Jerusalén por la puerta de Susa, sobre un burro y acompañado de una muchedumbre que te aclamaba como a un profeta? —preguntó el Procurador, señalando el pergamino.
Sorprendido, el detenido miró al Procurador.
—Hegémono, no tengo ningún asno. Sí, entré en Jerusalén por la puerta de Susa, pero a pie y acompañado de Leví Mateo y nadie me gritó porque entonces en Jerusalén nadie me conocía.
—¿Conoces tú a un tal Dismás, a cierto Gistás y a un Barrabas? —Pilato no dejaba de mirar al detenido.
—No conozco a esas buenas personas.
—¿Cierto?
—Cierto.
—Ahora dime, todo el tiempo utilizas las palabras "buenas personas", ¿a todos les llamas así?
—A todos. Gente perversa no hay en el mundo.
—Primera vez que oigo tal cosa —Pilato sonrió—, pero es posible que yo conozca poco la vida. En adelante no anote nada más —le dijo al secretario, aunque éste hacía rato que no anotaba—. ¿En cuál de los libros griegos leíste sobre esto?
—En ninguno, yo sólo con mi menté he llegado a eso.
—¿Y tú lo predicas?
—Sí.
—¿Y el centurión Marc, llamado Matarratas, es bueno? —Sí —respondió el detenido— aunque, en verdad, no es feliz. Desde que unas buenas personas lo desfiguraron se hizo feroz y cruel. Sería interesante saber cómo lo desfiguraron.
—Con gusto te lo explicaré, pues yo fui testigo del hecho. Las buenas gentes se lanzaron sobre él, como los perros contra el oso. Los germanos le sujetaron por el cuello, los brazos, las piernas. El manípulo de infantería cayó en una trampa y si la caballería, comandada por mí, no hubiera interrumpido desde el flanco, tú, filósofo, no habrías podido hablar con Matarratas. Eso fue en la batalla de Idistaviso, en elVaUe de las Doncellas.
—Si yo pudiera conversar con él, estoy seguro de que cambiaría totalmente —dijo de repente el preso con aire sanador.
—Creo que muy poca satisfacción le darías al legado de la legión si hablaras con alguno de sus oficiales o soldados. Por suerte, no sucederá y el primero que lo impedirá seré yo.
En ese momento, una golondrina entró en la columnata, volando con rapidez, descendió en círculos bajo el dorado techo, con sus alas puntiagudas casi rozó el rostro de una estatua de cobre y desapareció tras el capitel de una columna. Es posible que quisiera hacer allí el nido.
Durante su vuelo, en la cabeza ya fresca y ligera del Procurador, surgió la siguiente idea: él había estudiado el caso del filósofo vagabundo Joshúa, apodado Ga-Nozri, y no había hallado ningún delito. En particular, no encontró la menor relación entre la actividad de Joshúa y los desórdenes ocurridos recientemente en Jerusalén. El errante filósofo resultó ser un alienado y por eso el Procurador no confirmaba la sentencia de muerte dictada contra él por el Pequeño Sanedrín. Sin embargo, teniendo en cuenta que los absurdos y utópicos discursos de Ga-Nozri pudieran motivar agitaciones en Jerusalén, lo expulsaría de la ciudad y lo recluiría en Cesárea de Estratón,(11) en el mar Mediterráneo, es decir, precisamente allí donde se hallaba la residencia del Procurador.
Sólo quedaba dictar lo anterior al Secretario.
Sobre la cabeza misma del Procurador se escuchó el sonido de las alas de la golondrina que se movió hacia la fuente y salió volando a la libertad.
El Procurador miró al detenido y vio una polvareda a su lado. —¿Es todo sobre él? —le preguntó al secretario.
—Por desgracia, no —respondió el secretario y le tendió otro pergamino.
—¿Qué más hay ahí? —Pilato frunció el entrecejo.
Al leer el pergamino su rostro se transformó. Quizá la sangre fluyó a la cara y el cuello o sucedió algo distinto, pero su piel, perdiendo el matiz amarillento, se oscureció y los ojos se le hundieron. Probablemente fuera la sangre la culpable, otra vez, al fluir hacia las sienes y latirle, pero algo ocurrió con la visión del Procurador. Tan fuerte fluyó que la cabeza del prisionero desapareció y en su lugar surgió otra. Una cabeza calva en la cual estaba asentada una corona de oro con sus puntas separadas. En su frente había una llaga redonda, cubierta de ungüento, que le corroía la piel. La boca, sin dientes, estaba caída y el labio inferior colgaba caprichoso.
A Pilato le pareció que desaparecían las rosadas columnas del balcón y, a lo lejos, abajo y más allá del jardín, los tejados de Jerusalén y en derredor, todo se hundía en los verdes jardines de Caprea. También en su audición ocurrió algo raro, como si, a lo lejos, tocaran, amenazantes y no muy fuertes, las trompetas, y con nitidez se escuchara una voz nasal que, arrogantemente, alargaba las palabras "La ley sobre la ofensa a su Majestad".
Los pensamientos le llegaron con brevedad, incoherentes y extraños: perdido y después "perdidos". Uno de ellos, completamente absurdo, era acerca de una cierta inmortalidad, y, por alguna razón, esa inmortalidad le provocaba una tristeza insoportable. Haciendo un esfuerzo, Pilato expulsó la visión, volvió la vista al balcón y nuevamente, frente a él, estuvieron los ojos del detenido. —Escucha, Ga-Nozri