Exploraciones por el planeta Comida. Pere Puigdoménech Rosell
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Se calcula que el Homo sapiens salió de África hace unos cien mil años, al parecer en una oleada única de no sabemos cuántos individuos, pero no muchos. En algún momento los humanos modernos encuentran a los otros homínidos, como los neandertales o los denisovanos, que se habían establecido en Europa y Asia, las especies conviven y se cruzan entre ellas pero compiten por el territorio y la comida. En los genomas de los humanos que vivimos en Europa han quedado restos de los genomas de los neandertales, y lo mismo sucede con los restos de los denisovanos en el genoma de los humanos del este de Asia. Por lo tanto, la convivencia entre las diferentes especies hubo de ser frecuente. Sin embargo, hace unos treinta mil años el Homo sapiens ya era la única especie de homínido que poblaba el planeta, que va ocupando de manera progresiva. Este viaje tuvo etapas complejas, como el paso al continente americano, para lo que hubo que esperar a que el puente entre las actuales Siberia y Alaska permitiera el acceso de probablemente más de una oleada de poblaciones humanas. Y especialmente como la aventura de poblar el Pacífico, que fue completada por los navegantes polinesios y maoríes, no mucho antes de que los navegantes europeos llegaran a aquellas tierras. Los individuos de aquellas poblaciones que empezaron a poblar el planeta eran esencialmente como nosotros, formaban sociedades complejas y si nos los cruzáramos por la calle, vestidos y moviéndose cómo nosotros, no nos parecerían nada extraños. Incluso podría ser que fueran más inteligentes que los actuales humanos.
Aquellos humanos se pasaron milenios explorando el entorno y desarrollando su curiosidad, lo que les hacía preguntarse qué había más allá de las zonas donde habitaban. La curiosidad humana y la necesidad de explorar lo desconocido para buscar nuevas tierras donde habitar, de ir a ver lo que hay después del horizonte o más allá de un río o de un brazo de mar, ha sido el motor de la expansión de la especie, lo que no se ha extinguido nunca. Y durante este proceso se tuvieron que ir adaptando a alimentarse con lo que encontraban en los nuevos territorios. En este viaje, la especie humana ha ido remodelando el paisaje del planeta y provocando cambios profundos en las especies que lo pueblan, pero al mismo tiempo ha cambiado la propia especie para poder sobrevivir en los nuevos entornos y para poder alimentarse de nuevas plantas y animales que iba encontrando en cada lugar. Estos cambios se transmiten a la vez de una generación a la siguiente por los genes de los padres y por la cultura, que en su conjunto la sociedad adopta como la más adecuada a cada circunstancia.
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EL HAMBRE Y EL GUSTO
La decisión de introducir algún material en el tubo digestivo es una de las más complejas que tomamos cada día. A esto estamos estimulados por la necesidad de comer, que denominamos hambre, o de beber, que denominamos sed. Cuando en el cuerpo hay falta de algún componente esencial de nuestra nutrición tenemos una sensación de urgencia que nos indica que necesitamos comer o beber. Nuestro cuerpo no almacena agua y por tanto no podemos estar mucho tiempo sin procurárnosla, dado que es esencial para todas las actividades del cuerpo. Podemos estar más tiempo sin comer, quizás algunos días, porque tenemos reservas de azúcares y grasas, a pesar de que tengamos una sensación de hambre cuando hace poco tiempo que estamos sin comer. Todo esto está centralizado en una zona del cerebro que se denomina el hipotálamo. Allí llegan informaciones de que el estómago o el intestino están vacíos o de que hay poco azúcar en la sangre, lo que provoca un estado de urgencia que identificamos como hambre. Después de haber comido llegan al cerebro informaciones de que el estómago está lleno, de que hay bastante azúcar o de que hay grasa en los tejidos que lo almacenan, y todas estas informaciones provocan una sensación de saciedad y suprimen la del hambre. Las sensaciones de hambre y sed se integran entre ellas y en conjunto dan lugar a señales del cerebro que indican a todo el cuerpo que hay que actuar. Se ha demostrado que cuando el hambre o la sed llaman, la necesidad de buscar comida se vuelve prioritaria ante cualquier otra, incluso la del sexo. Los clásicos decían que «primero hay comer y después filosofar».
Cuando se produce la sensación de hambre, esta solo se anula cuando finalmente llenamos nuestro tubo digestivo. Para ello el cerebro ha tenido que tomar la decisión clave de permitir que algún material entre por la boca. En este proceso, el cerebro integra también un número muy diverso de señales que provienen de nuestros sentidos. No es extraño que los sentidos más importantes que tenemos se encuentren precisamente alrededor de la boca, pues gracias a estos sentidos controlamos lo que se introducirá en ella. Justo encima de la boca tenemos los ojos, donde reside el sentido de la vista, que en la especie humana es lo que nos proporciona la mayor parte de la información que consideramos a la hora de tomar decisiones. Justo debajo de los ojos está la nariz, donde reside la percepción del olor. El olor se da cuando sustancias volátiles que producen materiales próximos a donde estamos interaccionan con unos receptores que tienen las células de la nariz. Estos receptores son una familia muy compleja de proteínas, que se activan cuando alguna sustancia concreta interacciona, lo que da lugar a una señal nerviosa que llega hasta el cerebro. El tacto del alimento se puede producir tanto antes de introducir el alimento en la boca, en general en nuestras manos, como cuando ya está dentro, sobre todo en la lengua, donde sentimos la textura del alimento, un hecho que puede ser importante para conocer el estado en el que se encuentra. Evidentemente, la temperatura del alimento es también una información que tenemos en cuenta antes de llevar a cabo la acción de deglutir –en la cual introducimos de forma definitiva una sustancia hacia el interior del tubo digestivo–, ya que una temperatura excesivamente elevada o demasiado fría puede dañar nuestro sistema digestivo.
En la lengua reside el sentido más específico de comer, que es el gusto. Tenemos un conjunto de pequeños órganos, denominados papilas gustativas, en los que se produce este sentido. Se trata de un conjunto de células en las que están los receptores del gusto, que son diferentes familias de proteínas que se activan al estar estimuladas por alguna sustancia que entra en la boca. De estos receptores tenemos como mínimo seis tipos. Cuatro son los llamados gustos clásicos: dulce, amargo, ácido y salado. El receptor del gusto dulce se activa cuando en el alimento hay glucosa, el gusto ácido detecta el pH del alimento y el salado, la presencia de cloruro de sodio. El gusto amargo responde a un conjunto de sustancias con estructura parecida y que son derivados de los azúcares. Es un gusto importante porque muchas sustancias peligrosas las identificamos como amargas. A estos cuatro gustos debemos añadir dos más que hemos ido descubriendo recientemente. En las culturas orientales se incluía un quinto gusto, denominado umami, que se puede traducir como «sabroso» o «gusto de carne», en el que su receptor reacciona al aminoácido glutamato, presente en muchas proteínas. No es extraño, por lo tanto, que el glutamato se incluya como potenciador del sabor en algunos alimentos. También se han descubierto en las papilas gustativas receptores del ácido carbónico, lo que nos permite diferenciar, por ejemplo, las bebidas carbonatadas (con gas) de las que no lo son. En situaciones determinadas, el gusto permite identificar algún alimento concreto; por ejemplo, la falta de agua se detecta en la boca por cambios en la sensación de acidez.
Cuando introducimos un alimento en la boca, los receptores del gusto situados en la lengua se activan y las células que los contienen emiten una señal nerviosa que se transmite hasta el cerebro. En una zona concreta del córtex cerebral, el córtex gustativo, se reciben las señales de los diferentes gustos y se integran allí para producir una respuesta: aceptar comer lo que tenemos en la boca o no. En el cerebro, los diferentes datos se comparan con experiencias anteriores, pero tienen también factores innatos. Se ha demostrado en animales que, sin necesidad de un entrenamiento previo, el gusto dulce hace que aceptemos una comida y si algo tiene un gusto amargo será rechazado. Está claro por lo que vemos a nuestro alrededor que nuestra experiencia vital puede cambiar esta decisión. Hay bebidas amargas que son muy aceptadas y actualmente tenemos aprensión de la comida demasiado azucarada a causa de la relación que tiene con problemas de alimentación como la obesidad. Por esta razón, en nuestra toma de decisiones el conjunto de sentidos que se integra en el cerebro se compara con las experiencias anteriores, lo que permite identificar