Tierra y colonos. José Ramón Modesto Alapont

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Tierra y colonos - José Ramón Modesto Alapont Oberta

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mucho más allá de la obligación legal. No es un signo de pérdida de interés por sus explotaciones, sino que entraña unos beneficios que la hacen más aconsejable que el cambio constante de colonos.

      La filosofía de fondo del arrendamiento es la obtención de la mayor rentabilidad posible de las propiedades con el menor costo y en el costo se incluye la inversión, la gestión, los costos de transacción, etc., pero nada hace suponer que la mayor rentabilidad se pueda conseguir con la pasividad más absoluta. Una buena parte de la rentabilidad del patrimonio dependía de la realización de un programa adecuado de inversiones productivas. La mejora de las infraestructuras, la introducción de nuevos cultivos, las transformaciones agrarias, la incorporación de innovaciones, etc. dependían en gran medida de asumir riesgos a través de la inversión.

      El arrendamiento de las tierras no actúa como una relación aislada sino que se acompaña de otros mecanismos que permiten diferentes grados de implicación del propietario en el cultivo. La lista de comportamientos económicos ligados a la renta es muy larga: colaborar en el costo de algunos insumos agrarios, como los fertilizantes; acompañar la renta con créditos para facilitar la inversión del colono en el desarrollo de la explotación; apoyar a los colonos en la obtención de créditos a bajo interés; incentivar con diferentes mecanismos la implicación del colono; colaborar con otros propietarios en la mejora de las infraestructuras de riego; la inversión directa del propietario, etc.

      La escasa capacidad inversora del colono es una limitación del arrendamiento, pero puede ser subsanada por la implicación activa del propietario en el proceso productivo. A lo largo del estudio veremos básicamente dos mecanismos: la inversión directa del propietario o la inversión indirecta a través de la negociación con el cultivador.

      En nuestro estudio veremos comportamientos inversores directos muy importantes, pero nuestra institución tenía constantes problemas de liquidez, que se agravan con la crisis del Antiguo Régimen. Esto y la posibilidad de encontrar inversiones más productivas, como el patrimonio inmobiliario urbano de Valencia, que recibía inversiones importantes, hizo que el Hospital desarrollara una política de escasa inversión directa en sus tierras.

      En su lugar el Hospital utilizó los mecanismos de inversión indirecta a través de sus colonos. Esto se podía conseguir fundamentalmente con dos mecanismos: capitalizando las deudas de los colonos a través de su trabajo o reduciendo parte de la renta como contraprestación a las inversiones de los cultivadores. El primer sistema es menos frecuente y consiste en convertir la deuda de un colono en un número concreto de jornales que debe aportar a alguna mejora que debería costear el propietario. En este caso se intercambia deuda por trabajo. El segundo es mucho más frecuente y consiste en pactar una inversión a realizar por el colono a cambio de una reducción temporal de la renta equivalente al coste de la inversión. En este caso el intercambio es renta por inversión. Esto no necesariamente suponía que el Hospital perdiera el control de la inversión. Normalmente el propietario establecía condiciones que le permitían dirigir o supervisar la correcta realización de las mejoras. Algunos casos de plantaciones o transformaciones de cultivos que veremos se realizan con este sistema.

      Este traslado de la inversión supone en ocasiones una menor capacidad de iniciativa o mayores dificultades para introducir la innovación. Pero es un grado en esa amplia gama que separa el comportamiento pasivo del emprendedor. Es menos «empresarial» que la inversión directa, pero es igualmente una forma de implicación en el cultivo y una posible vía de incorporación de innovaciones a la agricultura, en la que el papel del cultivador gana protagonismo, pero que necesita la colaboración del propietario.

      Comprender el marco en el que actuaba el arrendamiento supone también adentrarse en un conjunto de comportamientos sociales que condicionan el funcionamiento del mercado. Hemos defendido que los contratos salvaguardaban la libre disponibilidad de las tierras. Pero este marco «legal» debe situarse en el sistema de relaciones de conflicto y cooperación que conforman el contexto social que lo rodea. El mercado y el entramado contractual no eran el único elemento regulador del arrendamiento. Este se desarrollaba en el seno de un complejo mundo de relaciones sociales que condicionaban las relaciones entre propietarios y colonos.

      Utilizando la terminología de E. P. Thompson (1979 y 1995), existía en las relaciones de arrendamiento una «economía moral». Ésta regulaba las prácticas que debían seguir propietarios y colonos, con normas de carácter ético y moral basadas en un amplio consenso. Las prácticas habituales en las relaciones mutuas de arrendatarios y dueños de la tierra hacía surgir entre los colonos una visión particular de cuáles eran las funciones y obligaciones de los diferentes agentes que concurrían en la relación. Este consenso en torno a unas costumbres generaba una concepción ética de lo que era legítimo o ilegitimo según unas percepciones sociales compartidas de lo que se consideraba equitativo y justo (Modesto, 1998a).

      Las relaciones entre los diferentes protagonistas del arrendamiento se regulaba por una concepción social de cómo debía discurrir la cesión de la tierra. Esta concepción de raíz ética se basaba en un conjunto de comportamientos recíprocos entre propietarios y colonos que ambos debían respetar. La relación se fundamentaba en el respeto mutuo de un conjunto de comportamientos considerados adecuados. No era un código formal de normas, sino un conjunto de principios consensuados entre las partes que debían regir los comportamientos de ambos y que las dos partes debían respetar. Con ello la relación de arrendamiento abandonaba el mundo estrictamente económico y se adentraba en el campo de las relaciones personales.

      A grandes rasgos la «economía moral» tenía una serie de principios básicos. La percepción ética de los colonos no cuestionaba la propiedad. Los propietarios eran los legítimos dueños de la tierra y tenían derecho a extraer su renta de ella, pero tenían que obtenerla permitiendo que los arrendatarios sacaran también los beneficios considerados equitativos y respetando una serie de «derechos» que los colonos obtenían con el trabajo dedicado a las tierras. La relación, por tanto, se basaba en la existencia de una cierta armonía en la relación, que permitía a cada parte beneficiarse de la cesión de la tierra. El propietario tiene derecho a su renta, pero el colono también tiene derecho a obtener los beneficios de su trabajo.

      El colono estaba obligado por esta «economía moral» a cultivar con esmero las tierras, realizando las labores adecuadas en los momentos clave y fertilizando la tierra constantemente, de forma que no se perdiera capacidad productiva y las tierras mantuvieran todo su valor. Además, debía de ser puntual en el pago, cumpliendo con su obligación sin retrasos, especialmente en los momentos más críticos. Cuando el colono se había comportado con diligencia durante años adquiría el derecho a ser tratado por el amo de una forma equitativa. Si además este comportamiento se verificaba

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