Tierra y colonos. José Ramón Modesto Alapont
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Legalmente el arrendamiento valenciano seguía las pautas marcadas por la legislación de Partidas y el desarrollo que tenía en los Fueros, por lo que en ese sentido no se diferenciaba especialmente del castellano. La relación era básicamente establecida por las partes que acordaban un precio y un tiempo de cesión según su conveniencia. Transcurrido el plazo las partes quedaban libres de continuar o no su relación sin ningún tipo de obligación. El contrato, por tanto, salvaguardaba sin problemas la propiedad de la tierra, al no generar derechos de ningún tipo por parte del arrendatario. La relación se podía prolongar un año más a través del mecanismo de la tácita reconducción. Si el colono se mantenía tres días más sobre la tierra sin la oposición del propietario, el contrato se suponía automáticamente prorrogado por otro año en las mismas condiciones.
En principio, a no ser que se pactara lo contrario específicamente en el contrato, el arrendatario tenía derecho a recibir una compensación por las mejoras introducidas en la finca. Igualmente, si el contrato era menor a dos años y si no se pactaba en contra, la pérdida de las cosechas por motivos ajenos al colono no obligaba a éste a pagar la renta. El marco legal anterior a la legislación gaditana se basaba, por tanto, en una libre disposición de la tierra por parte del propietario que tenía pocas restricciones (Peset, 1982).
Sin embargo, a lo largo del XVIII la legislación borbónica había establecido un complejo y confuso marco legal que limitaba las capacidades del propietario. Esta legislación, según todos los indicios, tenía una escasa repercusión real en el marco del País Valenciano, donde el elemento decisorio clave a nivel legal eran las condiciones pactadas en el contrato, que frecuentemente contradecían la confusa legislación borbónica. Un ejemplo son las subastas de arrendamientos y la fijación del precio. Algunos decretos de Fernando VI prohibían la licitación de las tierras en subasta para ser arrendadas con la intención de mantener unos precios reducidos. Sin embargo, veremos funcionar libremente el sistema de subasta de arrendamientos a lo largo de este estudio en diferentes comarcas con anterioridad a la legislación de las Cortes de Cádiz. Por otra parte, en otras zonas de España se establecía el mecanismo de «posesión y tasa», que impedía el cambio de cultivadores y limitaba el ascenso de la renta a unas tasas establecidas. Tampoco veremos que estos mecanismos funcionen en nuestro patrimonio, ni que algún colono defienda su posición pretendiendo su vigencia. Posiblemente el alza de precios y el aumento de la renta a lo largo de las décadas centrales del XVIII hizo que los propietarios, como veremos también en el caso del Hospital, ejercieran su libre disposición de las tierras sin que la legislación se lo impidiera, demostrando la escasa efectividad de estos mecanismos protectores del colono.[6]
La legislación de las Cortes de Cádiz, coherentemente con la orientación del conjunto de medidas de la reforma agraria liberal, intentaba generar un nuevo marco jurídico e institucional donde la incertidumbre legal del Antiguo Régimen y las restricciones y obstáculos del sistema agrario heredado del feudalismo no limitaran la libre disposición y uso de la propiedad. Los arrendamientos se vieron sujetos a una nueva ley en 1813, luego restablecida en 1836, que los regulaba. La ley gaditana establecía los principios de la libertad de mercado en la contratación de los arrendamientos (Fontana y Garrabou, 1986). Eliminaba las restricciones a la libre fijación por parte del propietario del precio del arrendamiento, se defendía la libertad de contratación sin preferencias de ningún tipo. Se eliminaba cualquier resquicio de principios consuetudinarios que permitiera a los colonos mantenerse en las parcelas tras la finalización del contrato, con lo que el dueño quedaba con la libertad de contratar a quien quisiera, sin que se pudiera objetar algún derecho a su libre disposición de la tierra.
En algunas zonas de España la ley tuvo una gran repercusión al permitir a los propietarios recuperar la libre disposición de las tierras. Pero en el País Valenciano los derechos del dueño habían sufrido pocas restricciones y los contratos consolidaban en teoría su posición, por lo que la ley sólo vino a consolidar una posición que los propietarios ya mantenían desde hacía mucho tiempo.[7] El efecto estuvo fundamentalmente en la clarificación del marco legal, pero la práctica cotidiana no pareció modificarse. La ley gaditana no dio más libertad a los propietarios, porque la habían ejercido sin muchos obstáculos durante la segunda mitad del XVIII.
Las únicas restricciones a esta libertad venían de la capacidad de presión social que pudieran ejercer los cultivadores a través de diferentes mecanismos. El mantenimiento de una serie de costumbres arraigadas a través de comportamientos con una importante implicación económica, limitaban de forma variable, según el contexto social y la cohesión de los labradores, la capacidad de decisión del propietario en algunos aspectos. Los cultivadores a través de actuaciones individuales o de acciones colectivas ejercían una presión sobre los propietarios para intentar mantener unos «derechos» que consideraban adquiridos sobre los arrendamientos. La reforma liberal tampoco pudo eliminar estas presiones sociales, por lo que tampoco en este sentido el cambio legal tuvo fuertes implicaciones en el País Valenciano.
El elemento decisivo en la reglamentación del arrendamiento eran los contratos. En ellos se dibujaba claramente las condiciones en las que se establecía la cesión de la tierra y definía con rotundidad la posición que tenían en el arrendamiento propietario y colono. Los contratos contemplados aisladamente no definen la práctica habitual del arrendamiento, que tiene muchos más componentes. Esta práctica, como toda relación social se inscribe en un marco complejo de relaciones donde se interrelacionan los intereses de cada clase, la coyuntura económica, las condiciones del mercado y los distintos mecanismos de presión y conflicto social. Pero el contrato es fundamental, porque define el punto de partida de la relación. Y este punto de partida es claramente favorable al propietario, que a través de las escrituras salvaguarda la posición asimétrica de preeminencia que le da la propiedad y la libre disposición de la tierra.
Las características más generales de los contratos no variaron mucho a lo largo del periodo, por lo que los estudiosos han hecho referencia a la continuidad en el tiempo de las condiciones que lo establecen. Sin embargo, a lo largo de nuestro trabajo veremos que las cláusulas van dibujando relaciones cambiantes en función de los cultivos, la coyuntura económica o las relaciones diferentes que puede establecer el Hospital con sus numerosos colonos. Nos ocuparemos ahora de los rasgos generales de esta relación, la parte que permanece prácticamente estable, para profundizar más adelante en las variaciones.
En primer lugar, el contrato fija con bastante claridad el uso del suelo. Esta fijación es más o menos concreta en función de los sistemas agrarios. En las zonas de regadío no se suelen estipular cultivos con mucha concreción, porque las rotaciones son muy complejas, pero el contrato siempre especifica que se trata de tierra huerta y que debe ser cultivada «a uso y costumbre de buen labrador». Esta formula implica un uso adecuado de la tierra, de forma que mantenga su capacidad productiva. La utilización abusiva o negligente de la finca podía ser sancionada con el desahucio. En los cultivos arbustivos o arbóreos, ya fueran de secano o de regadío, muy sensibles a la realización correcta de diferentes labores, el arrendamiento se solía acompañar de la obligación de reponer las plantas cuando murieran y de una serie de obligaciones, que dibujaban a grandes rasgos el marco técnico del cultivo o al menos algunas de sus labores claves. Esto permitía que la cesión de la tierra garantizara el mantenimiento del valor productivo de la finca. Sin embargo, otros aspectos determinantes en el cultivo, como la adecuada fertilización de la tierra, están muy poco presentes en las condiciones de arrendamiento.[8] Las indicaciones de cultivo son un tema complejo que retomaremos más adelante analizando las variaciones significativas que van apareciendo.
Las escrituras suelen estipular plazos de cesión de la tierra cortos. Lo más frecuente serán contratos de cuatro o seis años. Esto viene condicionado