Etnografía y espacio. Natalia Quiceno Toro
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Los caminos y espacios que se recorren para llegar y salir de la feria también están sugeridos en los puestos. En ocasiones, estos espacios parecen “en silencio”, no explicitan sus trayectos, pero los productos lo sugieren con sus apariencias, olores y texturas, así como con los rostros, vestimentas y voces de los participantes. Todos llegaron allí atravesando y dialogando con espacios vivos; del mismo modo, los recorrerán de regreso. Los productos también participan activamente de estos viajes. En nuestros trabajos etnográficos previos aprendimos que la duración de los productos está relacionada con su parte anímica, por eso los remedios y los alimentos deben llegar y partir con su animu. Lo mismo afirman otros autores para los Andes centrales. Por ejemplo, Ricard Lanata refiere que el animu del maíz es sensible, establece relaciones con diversos seres del espacio, los cerros y los animales se vinculan con él. En los viajes de intercambio, el maíz puede asustarse y perder su animu; para que esto no suceda, los costales con los alimentos son sellados con una arcilla roja, taku, para que nada escape, “[de otra manera, los productos no duran] una vez que los has traído hasta aquí, es como si no hubieras traído más que la apariencia, pero los alimentos no duran mucho tiempo. En un instante, ya no hay más [...] si los alimentos tienen su animu, entonces duran mucho tiempo”.32 Es decir, el trayecto, el camino, los espacios y los desplazamientos están sugeridos en las transacciones y los intercambios, en el estado de los productos y en su potencia.
Lo que trae de nuevo la experiencia de Huari es la radicalidad de las diferencias que componen la feria: mientras en los contextos del altiplano jujeño que conocemos existe una diversidad de productos y gente de distintas regiones, en la Feria de Huari esta diversidad aumenta de manera llamativa. Además, en las ferias de Jujuy participan personas que son nuestros conocidos, con los que trabajamos en las localidades donde permanecemos por largos períodos. En Huari, en cambio, la situación era completamente distinta. Nos encontramos con una conjunción de productos y gentes provenientes de espacios diversos, que se articulaban y componían nuevos ensamblajes. Algunos de estos productos partirían hacia el norte argentino en manos de intermediarios, que los harían llegar a manos de los puneños, posiblemente a alguna de “nuestras localidades”, pero la mayoría eran desconocidos. Esto nos demandaba conocer los usos y sustancias-productos que buscan y emplean los puneños, comprendiendo que lo que veíamos en Huari era un entramado que no estaba presente, pero que, al menos parcialmente, podíamos restituir por nuestra etnografía previa. Una sensación extraña: el sentimiento de no conocer casi nada de lo que veíamos, acompañado de cierta familiaridad difícil de explicar que nos daban nuestras experiencias previas. Allí se reconocían prácticas rastreables en otras ferias,33 junto con otras que debíamos aprender a decodificar.
Resonancias: ferias y etnografías
Las personas se desplazan a las ferias para encontrarse con otros, para intercambiar o comprar productos que son de lejos, para probar comidas y remedios, muchos de ellos desconocidos y que usarán siguiendo los consejos de personas, generalmente también desconocidas. Al hacerlo, interactúan con otros vendedores y compradores que también están ahí por los mismos motivos, con los cuales tal vez no comparten ni siquiera la misma lengua –y deben usar el español como modo de entendimiento–.34Al mismo tiempo, durante cada jornada, cada puesto de venta parece una celebración de la diferencia en todas sus formas: no solo porque se ofrecen productos provenientes de diferentes lugares, agolpados en un mismo lugar, sino por las interacciones concretas de compra-venta o intercambio en donde las personas se muestran ávidas por conocer los usos y orígenes de los productos ofrecidos. Como señalamos con el ejemplo de la achacana, las relaciones en la feria se definen en buena medida por el interés y la pregunta: las personas recorren los puestos con la mirada atenta, en ocasiones más de una vez, hasta identificar lo que fueron a buscar. Preguntan precios, eventualmente procedencias, a veces regatean. En esa búsqueda se topan con algo desconocido: preguntan nuevamente, se interesan por ese nuevo remedio y quieren conocer todo sobre él. En general, dan a conocer también sus motivos: buscan algo para los dolores del cuerpo o la tos, y quieren saber si aquello que están viendo sería de utilidad para su problema. Tal vez lo sea, pero solo en combinación con otros productos, que quizá ese vendedor no tiene y el cliente deberá moverse hacia otro puesto. O quizá el interesado pueda proponer una nueva combinación, con base en sus saberes previos, que convenza incluso al propio vendedor, que pasará entonces a considerar esa reunión de productos como una novedad. Independientemente de la compra, ambos se llevarán algo nuevo y diferente que antes no tenían. No solo porque han comprado o intercambiado productos, también se llevan los efectos de sus relaciones con otros, los conocimientos acerca de cómo utilizar tal o cual elemento en una cura ritual, las experiencias de nuevas comidas y olores, o la sorpresa de conocer nuevas miradas sobre el mundo. Estos desplazamientos son deseados y esperados durante todo un año. Al mismo tiempo, el retorno también inaugura una serie de nuevas relaciones, tal como aprendimos con nuestros interlocutores puneños: las de los productos cambiados que ingresan a las dinámicas familiares o comunales, pero también las de aquellas experiencias, historias y emociones que pasan a formar parte del repertorio de vida de los viajeros.
Una feria como la de Huari tal vez sea un ejemplo extremo de estos encuentros efímeros de diferencias, por su envergadura y convocatoria, pero lo cierto es que estas dinámicas pueden ser reconocidas en otros contextos. Los sentimientos que surgían en nuestros interlocutores, cuando conversábamos sobre los viajes de intercambio y la asistencia anual a las ferias, eran difíciles de describir. Inmediatamente comienzan a recorrer los senderos y las huellas con sus recuerdos, narran con emoción las peripecias del viaje, incluyen descripciones muy detalladas de los caminos, evocan las interacciones en las ferias y los sabores de algunos alimentos que solo comían en esas ocasiones. Al mismo tiempo, todos se lamentan de que muchas de estas prácticas ya estén en desuso, pues el desplazamiento al viajar, el encontrarse con otros y volver, resultaba indispensable para las socialidades locales. Y esto, creemos, tiene muchas resonancias con los múltiples desplazamientos que implica la práctica etnográfica.
A diferencia de otros contextos, el trabajo etnográfico en ferias como las mencionadas supone una posición parcialmente compartida entre los etnógrafos y sus interlocutores. Muchas y muchos están fuera de sus lugares de origen, solos o acompañados, no siempre conocen con quiénes se relacionarán, y además de los productos que fueron a intercambiar se encuentran con una gran cantidad de elementos nuevos e incluso extraños. Los etnógrafos, por su parte, están en una situación parecida y se relacionan mediante prácticas similares: comprar, preguntar precios, conocer las propiedades y usos de los productos. Todos están buscando algo específico y todos, además, parecen tener “problemas” similares: reconocer el lugar de origen de sus interlocutores y de los productos, o no comprender en ocasiones la lengua. Además, claro, de ser constantemente interpelados con las mismas preguntas que se le hacen a cualquiera: ¿qué trajeron para vender? Sin sugerir que etnógrafos y quienes participan de las ferias ocupan posiciones idénticas, lo que nos interesa resaltar es que, a diferencia de otros contextos, en donde nuestra presencia desplazada debía ser constantemente explicada a nuestros interlocutores, en las ferias se constituye un “estar ahí” diferente (aunque eso no nos deje exentos de otras preguntas y suspicacias). En las ferias existe una convicción generalizada de que todos están allí buscando a otros: personas, productos o experiencias. Es decir, estos contextos efímeros promueven intereses hacia los otros que resuenan con los desplazamientos a los que incita la antropología (o, por lo menos, el tipo de antropología que nos interesa enfatizar aquí). Pero creemos que las resonancias tal vez van un poco más allá.
Del trabajo etnográfico también podría decirse que es efímero. Uno llega a un lugar, permanece un tiempo y luego se va, pero al irse la etnografía nos sigue. Parecería desatarse en el etnógrafo o etnógrafa un proceso imparable, que nos habita y sigue su camino, recorriéndonos, transformándonos. La experiencia, sus registros, las relaciones están con nosotros; en esas dimensiones de lo consciente e inconsciente a la vez, lo experimentado en la práctica etnográfica tiene una presencia vívida como en los universos oníricos. Algunos autores incluso sugieren que, al escribir, experimentamos un “segundo campo”, que, aunque es fabricado en la escritura, también tiene efectos sobre nosotros.35 Es una experiencia que se hace cuerpo y desde adentro vuelve una y otra