Etnografía y espacio. Natalia Quiceno Toro
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Las experiencias previas que uno de nosotros tenía en etnografías de este tipo se inscribían en las ferias periódicas tradicionales de la puna de Jujuy, y las de los valles de altura ubicados en la vertiente oriental de las tierras altas.24 En ese momento, el interés estaba principalmente enmarcado en aprender y comprender en qué circulaciones participaban las familias puneñas y en qué transacciones se incluían sus productos, cuyos orígenes conocíamos bien. Se trataba de seguir a la gente con la que trabajábamos. Esa experiencia etnográfica tuvo varias consecuencias. La primera de ellas fue comenzar a vislumbrar, gracias también a la historia oral de los viajes de intercambio, que la espacialidad puneña era compleja: no solo incluía la movilidad propia del pastoreo (aquella estacional, que implicaba el manejo de los animales), sino las mencionadas anteriormente, que insertaban el territorio de la puna en una red más amplia, conectándola mediante múltiples circuitos con otras regiones. El territorio, las producciones, las circulaciones y las relaciones de las que nos hablaban nuestros interlocutores suponían estas conexiones. Así, el trabajo etnográfico implicaba también comprender cómo se preparaban ciertos productos para las transacciones, para dejar la puna y entrar en nuevos circuitos. En las ferias, estos desplazamientos resonaban en cada conversación, en cada transacción. Allí también la “pequeña unidad de análisis” se desdibujaba y perdía sentido si no estaba conectada con aquellos otros espacios (previos y posteriores) a los que las ferias también referían y con los que se conectaba. La segunda consecuencia fue la necesidad de ampliar todavía más la mirada hacia regiones y contextos lejanos, que no formaban parte de las experiencias personales de nuestros interlocutores (aunque en ciertos casos habían formado parte de las de sus abuelos), pero cuyos efectos se sentían en las relaciones y productos que observábamos en los puestos de venta.
La Feria del Jampi
En 2007, mientras participábamos de la Feria de Santa Catalina25 (puna de Jujuy), una joven nos habló sobre la feria de Huari, en Bolivia, un lugar de abastecimiento de pomadas, ungüentos, medicamentos, remedios tradicionales y yuyos. Era la primera vez que escuchábamos sobre ese lugar. En 2008, un año después, realizamos una estadía en Challapata (Oruro), una población cercana a Santiago de Huari, con la intención de conocer la feria. Lamentablemente, ese año no logramos participar en el evento, aunque fue importante observar los momentos previos, comprender cómo la gente se preparaba e incluso conocer sus expectativas sobre la posibilidad de que “los argentinos” (generalmente gente de la puna) volvieran a llegar, como ocurría en épocas anteriores. Esa primera estadía permitió acercarnos y entender mejor en qué tipo de trama se habían insertado los antiguos arrieros puneños y de dónde llegaban muchos productos y sustancias que actualmente se comercializan en las ferias de la puna jujeña.26 Desde ese momento, seguimos intentando recabar datos sobre los vínculos entre las ferias, pero, aunque existían breves referencias en otras investigaciones27 y en el propio registro oral, las relaciones no aparecían de modo evidente. Se hacía necesario volver a Huari e intentar, finalmente, conocer la feria.
Retomamos la etnografía de esta circulación en abril de 2019. En principio, nos interesaba conocer los circuitos en los que los puneños habían estado insertos desde épocas coloniales, valorar la importancia de ciertos ingredientes rituales y de curación que, por medio de otros transportes, continúan llegando actualmente desde el sur boliviano e indagar acerca de las relaciones actuales de las poblaciones de las tierras altas de Jujuy con las transacciones que allí ocurrían. Durante el trabajo, terminamos de confirmar que la Feria de Huari era, en realidad, la Feria del Jampi (o Hampi, traducido generalmente como medicina tradicional), una feria anual que hasta hace poco tiempo se realizaba durante la Pascua y la semana subsiguiente, pero en los últimos años se realiza en los días previos al domingo pascual. Forma parte así de las ferias características del final de la época húmeda.
Esta feria es conocida desde tiempos coloniales por constituirse en un enorme espacio de intercambio de productos, especialmente rituales y medicinales, así como por haber sido parte de un circuito de ferias de ganado mayor, cuyo auge se sitúa en la segunda mitad del siglo xix.28 Al lugar llegaban gran cantidad de vendedores de diferentes procedencias: de todas las regiones de Bolivia, incluyendo el área circumtiticaca y las zonas de chaco y yungas; de los altiplanos y las costas peruana y chilena, y claro, del altiplano argentino.29 Los muleros argentinos arribaban además para vender sus animales, comprar otros y participar en las fiestas patronales (como las del pueblo cercano de San Pedro de Condo).30 La diversidad presente en este evento se vincula hasta hoy con el propio espacio de articulación interétnica que ocupa Huari: una región caracterizada por el encuentro de diferentes poblaciones lingüísticas (quechua, aymara, uru) y vía de circulación de diferentes tipos de viajeros y comerciantes.
Nuestra sorpresa etnográfica en la Feria del Jampi provino, en primer lugar, de su envergadura. A pesar del desarrollo creciente de otros mercados regionales cercanos en las últimas décadas y de su supuesta disminución,31 la Feria de Huari continúa siendo todavía hoy el más importante centro de compraventa, intercambio y distribución de medicinas rituales en los Andes meridionales. Siguen asistiendo a ella centenares de personas que, ocupando más de diez cuadras del centro del pueblo, intercambian y comercializan centenas de plantas, decenas de especies animales y minerales, además de una gran cantidad de remedios fabricados por pequeñas manufacturas bolivianas y peruanas. Sea mediante iniciativas de los propios recolectores y productores, o a través de intermediarios, los puestos ofrecen variedades enormes de medicinas, en diferentes estados, a granel o en distintos empaquetamientos. Algunos puestos se especializan en productos (lanas, misterios) o regiones (productos lacustres), pero lo cierto es que la mayoría ofrece productos y sustancias que provienen de diferentes geografías, colectados y comprados a lo largo del año. La continuidad más fuerte que se observa en los puestos parece ser la del interés por el intercambio de medicinas tradicionales y productos asociados. Pero, luego, todo es diferencia.
Una mañana, por ejemplo, una mujer joven había llegado para vender achacanas, unos pequeños cactus silvestres que crecen en la altura. Su “puesto” era muy simple: sentada sobre un pequeño banquito, ofrecía “montoncitos” (una de las medidas utilizadas en las ferias) de cactus ubicados sobre un paño, así como agua de achacana que había preparado previamente en una jarra y la vendía por vasos. Conocíamos la achacana porque en la puna jujeña también se la recolecta y consume de diferentes maneras. Intercambiamos algunas palabras sobre el tema con la vendedora y con otra que tenía un puesto cercano, pero que no conocía la planta. Le pedimos un vaso de agua de achacana y nos quedamos bebiendo junto a ella. En esos pocos minutos, pudimos participar de la curiosidad que generaba ese cactus en varios de los que pasaban; paraban a preguntar y al menos dos mujeres, que era la primera vez que veían la planta, se llevaron un montoncito, junto con algunas indicaciones sobre su uso. Las preguntas que se hacían eran del mismo tipo que las que habíamos escuchado en otros puestos, directas y simples: ¿y ese qué es?, ¿ese para qué es? La vendedora respondía “es remedio” e inmediatamente indicaba para qué afecciones se utilizaba y cómo prepararlo. En cada una de estas interacciones nos quedaba claro que los asistentes