Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia. Diego García Ramírez
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La economía política o la incomodidad de la comunicación
Si para la economía clásica la cultura es una enfermedad y para el marxismo occidental la comunicación es un “agujero negro” (Smythe, 1977, p. 1), para la comunicología y la culturología la economía política es, por lo menos, una incomodidad. Ya hemos dicho lo que no es la economía política, pero para abordar el problema hay que partir de la pregunta de Mosco (1996): ¿qué es la economía política? A ella se responde, de manera más o menos consensuada: “the study of social relations, particularly the power relations, that mutually constitutes the production, distribution and consumption of resources” (p. 25). Sin embargo, la economía política como teoría crítica de la comunicación complejiza un poco más la respuesta, al sostener que esta
difiere de la corriente económica principal en cuatro aspectos centrales: primero, es holística; segundo, es histórica; tercero, está interesada principalmente en el balance entre empresa capitalista e intervención pública; y finalmente —y tal vez lo más importante de todo— va más allá de los asuntos técnicos de la eficiencia para involucrarse en las cuestiones morales básicas de la justicia, la equidad y el bien público. (Golding y Murdoch, 2000, pp. 72-73, traducción propia)
Como se dijo en otra ocasión (Narváez, 2012), la economía política no se reduce entonces a una interpretación teórica divergente sobre los fenómenos comunicativos. Por el contrario, se constituye en una verdadera alternativa epistemológica, en cuanto construye su propio objeto, que no son los medios y las tecnologías, sino su lugar en el desarrollo del capitalismo.
Así, el objeto formal construido por la economía política de la comunicación y la cultura es la pregunta por la relación entre capitalismo, por un lado, y medios y tecnologías de la información y la comunicación, por otro. Además, como se advierte en la historicidad situada de la consolidación tanto de la economía de la cultura como de la economía política de la comunicación, la hipótesis de trabajo sostiene la primacía del capitalismo como relación de producción sobre la tecnología como fuerza productiva. Esto es lo que constituye una dificultad para otros enfoques de la comunicación, situados ya sea en la cultura, en la tecnología, en la recepción o simplemente en el consumo, para los cuales estos son objetos autoevidentes y que no requieren elaboración epistemológica1.
Siguiendo con la delimitación propuesta, hay que precisar que la economía política de la comunicación aparece ocupándose de dos objetos específicamente capitalistas: el imperialismo cultural y la industria cultural (Mattelart y Mattelart, 1977). Más recientemente, son su objeto de discusión las relaciones Estado-mercado o las políticas de comunicación.
¿Imperialismo cultural o relaciones centro-periferia?
La teoría del imperialismo cultural es una posición crítica sobre el papel de los medios norteamericanos en el mundo como promotores de los intereses de los Estados Unidos, tanto de los Gobiernos como de las empresas, a través de la propaganda y la publicidad. Su documento más conspicuo es el libro de Schiller (1976), en el cual se pregunta: “¿Qué es lo que caracteriza la nueva era (la del siglo norteamericano)?”, a lo cual responde: “el volumen y la intensidad del tráfico cultural” (p. 22). Con ello se pone de presente el papel que habrán de asumir los medios y la cultura en la estrategia norteamericana de dominación comercial y política, la cual se presentaba “como benevolencias hacia naciones atrasadas hambrientas de capital para su desarrollo” (p. 24). Pero Schiller pone en tela de juicio dicha contribución al desarrollo, aduciendo que
[el] impacto de los medios de difusión sobre el desarrollo económico ha sido oscurecido por circunstancias históricas (…). Su utilización y expansión en el área del Atlántico norte ocurrió después y no paralela al crecimiento inicial de la economía nacional (…). La radiodifusión llegó en un momento en el que ya gran parte de la población sabía leer y escribir, y a países que ya estaban muy avanzados en su desarrollo. (p. 28)
Es decir, denuncia la creencia de que los medios y las tecnologías de comunicación podían remplazar la alfabetización y la industrialización como factores de desarrollo, señalando que más bien servían para convertir a los países subdesarrollados en meros mercados de consumo. En efecto, desde 1947,
Truman pedía un patrón de comercio internacional ‘muy favorable a la libertad de empresa’ (…), un patrón en el cual no son los gobiernos los que toman las decisiones más importantes sino los compradores y vendedores particulares en condiciones de competencia activa (…). Las transacciones individuales son asunto de elección privada. (p. 16)
Con ello, Estados Unidos estaba notificando la oposición a cualquier regulación interna, por parte de los países receptores, del flujo de información procedente de los países del norte. De esta forma, se garantizaba no solo la libre circulación de mercancías, sino también de la ideología del imperialismo.
Como es bien conocido, frente a esta pretensión se levantan los países del Tercer Mundo a través de los debates en la Unesco sobre el nuevo orden mundial de la información y la comunicación (Nomic), que dieron origen al Informe MacBride (MacBride et al., 1980/1993). Este informe defiende abiertamente el derecho de los países a tener sus propias políticas de comunicación, en oposición a la política del libre flujo de la información defendida por los Estados Unidos, en nombre del derecho a la libre expresión de las corporaciones, en vez del derecho a la libre expresión de los individuos (Schiller, 1997/2006, p. 175). El resultado de esta confrontación es que Estados Unidos y el Reino Unido, gobernados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher respectivamente, abandonan y retiran los fondos a la Unesco.
Como alternativa o complemento teórico a la teoría del imperialismo cultural, la economía política ha elaborado algunas variaciones en las últimas décadas: por un lado, la teoría del capitalismo como el moderno sistema mundial (Wallerstein, 1979) y, por otro, la teoría de la regulación (Boyer, 1992). Estas permiten entender las relaciones entre el capitalismo como sistema mundial y sus características en cada país.
Según Mosco (1996), “[o]ne bridge between this traditional Marxian perspective and neo-marxian political economy is the work of the world system perspective” (p. 57). En efecto, desde el punto de vista de la teoría del sistema-mundo, los países se dividen —según sea más o menos exitosa su inserción en el capitalismo mundial— en países centrales, periféricos y semiperiféricos. Su posición es el resultado del desarrollo de eficiencias económicas (productivas, comerciales y financieras) y de eficiencias de integración, tanto políticas (aparato de Estado) como culturales (identidad nacional, lingüística y religiosa, por ejemplo).
Los Estados centrales y periféricos se diferencian, entre otras cosas, porque los primeros extraen una parte de la plusvalía obtenida por los segundos. Es decir, los primeros no solamente explotan a los trabajadores, sino a los propios explotadores de la periferia, lo cual hace que la brecha entre unos y otros tienda a ampliarse antes que a cerrarse, dada la desacumulación (desinversión) que se produce en la periferia, pues la plusvalía, en vez de reinvertirse, se trasfiere al centro.
En este sentido, se