Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia. Diego García Ramírez
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Con la terminación de la Guerra Fría y la derrota de la Unión Soviética —lo que algunos consideraron el “fin de la historia”—, las palabras imperialismo, subdesarrollo e incluso periferia desaparecieron del lenguaje político —y, más aún, del académico—. Se impuso, en su lugar, la noción neutral de globalización, la cual coincide con la liberación de internet para usos civiles, con lo que parecía que se hacía realidad el libre flujo de la información en todos los países en condiciones de igualdad.
Para ello, el Gobierno norteamericano se propuso la implementación de dos grandes estrategias: la National Information Infrastructure (NII) y la Global Information Infrastructure (GII), comúnmente conocidas como “autopistas de la información”. Estas prometen, sobre todo, un acceso universal a la información, más participación de los ciudadanos, más libertad de expresión, etc. Sin embargo, a renglón seguido, las esperanzas se deshacían, pues “[e]l sector privado dirigirá el desarrollo de la NII (…) las empresas [son] las responsables de la creación y funcionamiento de la NII” (Brown, 1993, citado en Schiller, 1997/2006, p. 171).
A esta, que es la política interna de Estados Unidos frente al capital, se suma la todavía más brutal política exterior, pues aquí viene a revivir con toda crudeza lo que llamaríamos una política imperialista en materia de información, comunicación y cultura:
La política (…) para la Era de la Información pasa por establecer estándares tecnológicos, por definir estándares de programación, por producir los productos informativos más populares, y por liderar el desarrollo relativo a los servicios de comercio globales. (Rothkopf, 1997, pp. 46-47, citado en Schiller, 1997/2006, p. 170)
Hasta aquí se presenta el asunto casi de manera neutral, como si se tratara en verdad de la globalización como una simple estandarización técnica. Pero luego viene la parte del león:
es el interés político y económico de Estados Unidos asegurarse de que si el mundo se dirige hacia un idioma común, éste sea el inglés; de que si el mundo se dirige hacia normas en materia de calidad, seguridad y telecomunicaciones comunes, éstas sean americanas; de que si el mundo se está interconectando a través de la música, la radio y la televisión, su programación sea americana; y que si se están desarrollando valores comunes, sean valores con los que los americanos estén cómodos. (Schiller, 1997/2006, p. 170)
Si se plantea en términos culturales, esta todavía se podría asumir como una pretensión hegemónica a la que aspira cualquier país en un mundo abierto al “libre flujo de la información”. Sin embargo, las ilusiones se diluyen cuando en un documento oficial del Council of Foreign Relations se plantea el asunto en términos abiertamente imperiales:
El objetivo de la política exterior americana es trabajar con otros actores de ideas similares para ‘mejorar’ el libre mercado y reforzar sus reglas fundamentales, si es posible por propia elección, si es necesario por obligación, a través de la coacción, por ejemplo. En el fondo, la regulación [del sistema internacional] es una doctrina imperial en el sentido de que busca promover una serie de normas que nosotros apoyamos, algo que no debe confundirse con el imperialismo, que supone una política exterior de explotación. (Haass, 1997, citado en Schiller, 1997/2006, p. 168, énfasis propio)
Esta secuencia nos muestra un discurso que va escalando desde la simple estandarización (técnica) a una aspiración hegemónica (cultural), para pasar finalmente a una decisión de dominación (política). Para hacer más explícito el espíritu imperialista que guía la política norteamericana, el documento insiste en que “los gobiernos deben favorecer la autorregulación de la industria cuando sea necesario y apoyar los esfuerzos del sector privado para desarrollar mecanismos que faciliten el funcionamiento con éxito de Internet” (Schiller, 1997/2006, p. 174). Para ello, se deben evitar “áreas potenciales de regulación problemática” que “incluyen tasas e impuestos, restricciones sobre el tipo de información transmitida, control sobre el desarrollo de estándares técnicos, licencias de explotación y regulación de precios para los proveedores de servicios” (p. 174).
Estas premoniciones, formuladas a finales del siglo XX, con veinte años de anticipación a la guerra comercial del momento, no parecían realistas, puesto que nadie ponía en duda los postulados de la globalización y la liberalización como verdaderas realizaciones de la democracia. No obstante, a la vista de lo que ha sucedido con internet a partir de la aparición de las redes sociales en el 2005, la expansión de Google y Apple, el control de la información personal por parte de las majors llamadas GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y, sobre todo, lo que pasa con la guerra económica declarada por Estados Unidos para favorecer a sus empresas contra sus competidores más serios como Huawei, deberíamos recordar que la política imperialista está en marcha y, por tanto, que la vertiente de la economía política de la comunicación que se ocupa del imperialismo2 cultural no está precisamente en desuso, como lo pretenden algunos teóricos.
En efecto, hay una escuela activa que se pregunta por las consecuencias de lo que se llama capitalismo digital. Dice Timcke (2017): “In 1999, when Dan Schiller wrote that ‘the arrival of digital capitalism has involved radical social, as well as technological, changes’ he was well aware of the historical forces that animate our current condition” (p. 7). El autor actualiza las sospechas de Schiller y concluye que los resultados del capitalismo digital son “security and rule, extraction and extortion, exploitation and dispossession” debido a “the close connections between Silicon Valley, entertainment and militarism” (Timcke, 2017, p. 9) luego de la aparición de Arpanet en 1969; esto es, una actualización del complejo militar-industrial, ahora con informática e industria cultural.
Pero donde el autor encuentra consecuencias más nocivas es en la relación capital-trabajo que se está imponiendo en esta era del capitalismo global y que él llama trabajo no-libre:
There are two problems here. The first is that the imposition of unfree labour means that it is difficult for workers to form a proletariat class-consciousness; instead, their subjugation means that they defer to social pre-political identities that ensure their particularity and otherness (…). There other identities are reifications that displace a politics of society for one of particularity. This is a form by which capitalists are successfully able to restructure and thwart opposition; it is successful class struggle ‘from above’. (p. 148)
En otras palabras, es este el peor de los mundos, pues mientras más aumentan las tasas de explotación, más despolitizados están los trabajadores asalariados, ocupados ahora en problemas de identidad en vez de los problemas de clase.
¿Qué hay de nuevo sobre industrias culturales?3
Hay aquí un concepto que subyace a las discusiones actuales de la economía política de la comunicación y la cultura y es el de industrias culturales en plural. El hecho de que sea en plural no significa que no posean unas características comunes que las hagan pertenecer al mismo sector, aquellas que las hacen industrias y, al mismo tiempo, culturales. La pregunta que nos plantea este segundo objeto de la economía política es la de la relación capital-trabajo y, por tanto, la de los procesos de valorización en dicha industria.
Al funcionar como industrias, varios autores les atribuyen características distintas. Por un lado, Garnham (1999) las define como
aquellas instituciones de nuestra sociedad, las cuales emplean los modos de producción y organización característicos