Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia. Diego García Ramírez

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Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia - Diego García Ramírez Ciencias Humanas

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de distinción del público” (p. 232). Es decir, la industria cultural tiene que jugar incesantemente el juego de la renovación aparente, algo así como cambiar para que nada cambie. A esta organización del cambio dentro de la continuidad, Bolaño la llama patrón tecnoestético y, según él, consiste en

      una configuración de técnicas, de formas estéticas, de estrategias, de determinaciones estructurales, que definen las normas de producción cultural históricamente determinadas de una empresa o de un productor cultural particular para quien ese patrón es fuente de barreras a la entrada en el sentido aquí definido. (pp. 234-235)

      Finalmente, este patrón permite mantener la fidelización de la audiencia, que es más que la lealtad a un programa o emisión cualquiera, pero también es menos que el consumo total de la producción o de la programación de una empresa: “El modelo tecnoestético es además el principal medio que cada emisora tiene para reducir al máximo el carácter aleatorio de la realización de los productos culturales, al garantizar la fidelización de una parte del público” (p. 239).

      En otras palabras, la fidelización es algo así como un promedio que permite encajar dentro de previsiones razonables las pérdidas que necesariamente arrojan algunos productos cuando no logran convertirse en creadores de la segunda mercancía: la audiencia. Esta parece una muy razonable explicación, desde el punto de vista económico, de cómo funciona realmente la industria cultural.

      Sin embargo, no todos los autores usan el mismo término ni hablan del mismo concepto. De hecho, hay una variedad de nombres para referirse a este, que implican una diversidad de actividades no necesaria ni estrictamente culturales y que lo han puesto en crisis, hasta el punto de que alguien incluso ya se ha atrevido a vaticinar la muerte de las industrias culturales (Aguirre, 2007).

      En efecto, Bustamante (2009) da cuenta de las siguientes clasificaciones, cada una de las cuales tiene alcances distintos:

      • Industria del entretenimiento y el ocio. Incluye información comercial, parques temáticos, casinos y deportes (p. 77).

      • Copyright. Producción patentada de contenidos o derechos de autor (p. 77).

      • Industrias de contenido digital. Solo bits. Incluye industrias culturales más hardware y software para grabadores y reproductores y mercado de contenidos generados por los usuarios (pp. 77, 99).

      • Hipersector de la información. Solo hardware, software, telecomunicaciones e informática (p. 77).

      • Industrias creativas. Creación inmediatamente rentable en cualquier sector económico (p. 78). Incluye patentes industriales de cualquier tipo. Las más ortodoxas se refieren a industrias culturales: prensa y libros, fonogramas, radio y televisión abierta y de pago.

      • Media and entertainment

      Como si esto fuera poco, Aguirre (2007) nos propone un nuevo nombre, el de industrias infomediáticas para la comunicación (IIC), definidas como aquellas que generan “productos simbólicos modularizados informacionalmente en procura de la eficacia comunicacional en el espacio y en el tiempo, a través de las fases de registro, transmisión e identificación textual” (p. 72). Aquí se incluirían tanto las industrias culturales tradicionales, como las del ocio y la diversión, que utilizan medios y tecnologías de información en cualquiera de sus fases de producción, circulación y consumo. Incluye, además, “entidades con o sin fines de lucro que se organizan siguiendo patrones industriales para rendir servicios con valores intangibles, no solamente de conocimiento sino de comunicación social” (p. 72).

      En esta delimitación, lo que se advierte es un fuerte sesgo tecnicista en detrimento incluso de la producción mercantil, lo cual desliga tales industrias de su ambiente típicamente capitalista, para insertarlas en una sociedad de la información supuestamente neutral, regida por la eficiencia técnica y no por los intereses económicos y políticos. Tal vez en esta nueva designación lo nuevo sea mencionar la producción de conocimiento dentro de las industrias infocomunicacionales, pues, si recordamos a Wolton (2000), la información-conocimiento no es lo que predomina en la red4. Estaríamos ante una versión ampliada del hipersector de la información.

      Finalmente, Guzmán (2009) propone lo que él llama un concepto de industrias culturales operativamente superior (p. 48), cuya descripción coincide más o menos con las definiciones tradicionales, pero cuyo valor consiste, a nuestro modo de ver, en que las sitúa como parte de las llamadas industrias creativas, que es en realidad el nuevo marco de análisis. Estas comprenden, además de las industrias culturales, las industrias creativas, las regidas por el derecho de autor, las industrias de contenido y los contenidos digitales.

      Este es el asunto de la economía naranja que, como decía en otro lugar (Narváez, 2019), nace de un intento por resolver dos problemas del capitalismo: a) la desindustrialización de los países desarrollados y la no industrialización de los periféricos, y b) el desmonte del empleo y la seguridad social para los trabajadores. Ante esto, parece ponerse de moda la economía creativa, más amplia que la industria cultural (Bustamante, 2011; Ladeira, 2015). Esta se basa en el supuesto de que todos los países tienen entre su población algún tipo de talento susceptible de convertir en mercancía global (Ladeira, 2015). Sin embargo, los sectores que ella incluye no tienen indicios de superar la estructura actual (Tremblay, 2011, p. 125), pues son productos software, no hardware; son productos de derechos de autor y no de patentes; por tanto, son bienes de consumo que no resuelven el problema de la base productiva autónoma.

      Pero si la economía naranja y las industrias creativas, incluyendo las culturales, se basan principalmente en el trabajo intelectual e incluso, como dice Bolaño (2006), si “la Industria Cultural representa la expansión del capital al campo de la cultura” (p. 55), entonces bien podría incluirse dentro de ellas toda la actividad de producción científica y académica. Sin embargo, ese sí es un sector en el que la relación entre costo de producción y la realización de mercado, entre valor y precio, es un completo desafío, excepto para investigaciones aplicadas en industrias de punta. Esa nueva línea de la economía política, llamada economía del conocimiento, está marcada hasta ahora por el problema de la subsunción del trabajo intelectual en el capital y viene siendo desarrollada, entre otros, por Bolaño (2005) durante el presente siglo. En otra línea se desarrolla la discusión sobre el capitalismo cognitivo, que es un objeto distinto (Sierra, 2016; Zukerfeld, 2017)5.

      En todo caso, para efectos de la delimitación de un corpus de investigación, el carácter cultural radicaría en que estas industrias producen solo bienes y servicios simbólicos, es decir, conocimientos y valores, conceptos de lo verdadero, lo bueno y lo bello u objetos que se venden como tales. Esto es, incluirían tanto la información como el conocimiento y el entretenimiento ligados a los dos anteriores. A ellos agregaríamos también, en la versión de Bolaño, un producto considerado como útil, que sería la audiencia, pero esta solo puede ser producida por un valor de uso simbólico.

      Ahora bien, las anteriores se diferencian del resto de las mercancías industrializadas por algunas características típicas de su propio objeto y funcionamiento, consignadas y desarrolladas en el trabajo de Enrique Bustamante (2003). Entre ellas, cabe destacar las siguientes:

      • Su materia prima la constituye el trabajo intelectual.

      • El valor de uso va ligado estrechamente a la personalidad de sus creadores.

      • Los valores simbólicos requieren transformarse en valores económicos.

      • Dichas industrias se ven obligadas a renovarse constantemente y a renovar sus productos, los cuales se vuelven obsoletos con inusitada rapidez, por lo que tienen que

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