Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia. Diego García Ramírez
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Aquí se puede percibir una divergencia en lo que se considera industria, pues casi siempre, desde el punto de vista económico, aparece el énfasis en la técnica o en el tipo de organización; es decir, la industria como producción técnicamente mediada —más exactamente, producción por medio de máquinas—, la industria como producción organizada en forma de empresa capitalista o las dos características juntas. Este último caso sería el tipo ideal, pero entonces dejaría por fuera del análisis las grandes producciones industriales que, rigurosamente hablando, no tienen un cálculo de capital y, por tanto, no producen bienes y servicios culturales como mercancías —típicamente, las instituciones del Estado—. Así mismo, excluiría grandes empresas de tipo mercantil que no tienen necesariamente que estar mediadas por tecnologías electrónicas de producción, sino que su función es más de intermediación (comercial).
Castells (1999) diferencia claramente las empresas u organizaciones de las instituciones en los siguientes términos: “Por organizaciones entiendo sistemas de recursos que se orientan a la realización de metas específicas. Por instituciones, organizaciones investidas con la autoridad necesaria para realizar ciertas tareas específicas en nombre de la sociedad” (p. 180). En este sentido, podemos hacer algunas observaciones a la definición de Garnham (1999).
En primer lugar, las instituciones solo pueden ser consideradas industrias en el sentido técnico, pues, por definición, son organizaciones encargadas de cumplir funciones en nombre de toda la sociedad y, por consiguiente, no pueden operar mercantilmente ni buscar fines privados de ganancia. Cuando esto ocurre, se convierten en empresas, es decir, en organizaciones que buscan obtener utilidades en el mercado y dejan, por tanto, de ser instituciones.
En segundo lugar, si no producen bienes y servicios en forma de mercancías, entonces dejan de ser industrias en sentido empresarial, mercantil. En este sentido, es más lo que confunde que lo que aclara. Sin embargo, cuando se habla de los modos de producción y organización, entonces sí podemos entender que los primeros consisten en la separación tajante entre el propietario y el productor, mientras que los segundos se refieren a una fuerte especialización, a una división técnica del trabajo. En tal caso, estamos hablando explícitamente de empresas capitalistas.
En cuanto a la caracterización que hace Thompson (1998), lo que está describiendo es exactamente el proceso de conversión de las instituciones en empresas y su posterior inserción en un mercado cada vez más extendido fuera de sus fronteras para las empresas más grandes, a través de unas posibilidades tecnológicas expansivas que pueden considerarse el producto de esa dinámica expansiva del capital. Estas aproximaciones siguen, de todas formas, aferradas al análisis sociológico y, por ende, a uno de sus objetos preferidos: la institución. Así que no son todavía, rigurosamente hablando, economía política.
Las industrias culturales no siempre hacen referencia al hecho económico de mercantilización e industrialización de la cultura. Parece que la primera referencia al tema en términos económicos tiene que ver más con la publicidad. En todo caso, es a partir del trabajo de Zallo (1988) cuando la economía política se ocupa de la comunicación y la cultura como un sector productivo relevante en el capitalismo. Explícitamente,
[s]e trata de concebir los mass media, no ya como aparatos ideológicos, sino, en primer lugar, como entidades económicas que tienen un papel directamente económico, como creadores de plusvalor, a través de la producción de mercancías y su intercambio, así como un papel económico indirecto, a través de la publicidad, en la creación de plusvalor dentro de otros sectores. (p. 10)
Para ello, Zallo (1988) hace un esfuerzo de descripción de los procesos de trabajo y valorización dentro de las industrias culturales:
Franjas crecientes de trabajo improductivo devienen productivo por extensión del modo de producción capitalista y de los marcos de valorización del capital de cara a la elevación de la tasa de plusvalor (…). Lo nuevo es que la información y la comunicación pasan a ser campos prioritarios de acumulación. (p. 9)
Con esto queda establecido, por lo menos en principio, un modo de abordar las industrias culturales en el cual la pregunta ya no es sobre los efectos de la propaganda y de la información de los países del norte sobre los del sur, o incluso sobre el valor pagado por esa información o sobre las ganancias obtenidas. Más bien, se ocupa de las características de la producción propiamente capitalista de comunicación y cultura, es decir, sobre la obtención de plusvalía.
Este proceso varía de unas ramas a otras. Con criterios puramente económicos capitalistas, es decir, según el grado de subsunción del trabajo al capital y según el control de este sobre la producción y la realización del valor, Zallo (1988) distingue los siguientes sectores: actividades preindustriales (espectáculos culturales de masas), edición discontinua (bibliográfica, discográfica, cinematográfica, videográfica), edición continua (prensa escrita), difusión continua (radio y televisión), segmentos culturales de las nuevas ediciones y servicios informáticos y telemáticos de consumo (programas informáticos, teletexto, videotex, bancos y bases de datos) (p. 71), además de la publicidad y algunas actividades de diseño.
Como se ve, está ya comprendida toda la gama actual de posibles industrias culturales, exceptuando tal vez las redes sociales. En esta concepción, las industrias culturales son ante todo capitalistas; son “simultáneamente un área de reproducción del capital y un área crecientemente dominante de reproducción social” (p. 192), esto es, del sistema. Pero además —diríamos nosotros— son un área de reproducción cultural.
En esta línea rigurosamente económica y después de hacer un recorrido por prácticamente todo el desarrollo de la economía política de la comunicación, tanto norteamericana como europea, Bolaño (2000) propone que hay que entender la industria cultural como la creación de dos clases de mercancía:
En la Industria Cultural el trabajo tiene un doble valor. Los trabajos concretos de los artistas, periodistas y técnicos crean dos mercancías de una vez: el objeto o el servicio cultural (el programa, la información, el libro) y la audiencia. (p. 222)
En este sentido, el trabajo cultural es un trabajo social como cualquier otro:
El trabajo del artista, del técnico o del periodista es un trabajo concreto que produce una mercancía concreta para llenar una necesidad social concreta (…). Pero para crear esa mercancía (el programa, el periódico, la película), esos profesionales gastan energía, músculos, imaginación, en una palabra, gastan trabajo humano abstracto. La subordinación de los trabajos concretos a las necesidades de valorización del capital los transforma en trabajo abstracto. Pero el trabajo cultural es diferente porque él crea no una, sino dos mercancías. (pp. 224-225)
Esta sería la especificidad del trabajo propiamente cultural: crear, no un valor de uso y un valor de cambio, sino dos valores de uso distintos, uno para la audiencia, que es el producto cultural, y otro para el anunciante, que es la audiencia. Pero aunque “la audiencia debe tener un valor de uso para el anunciante[,] [en] cuanto a la emisora, lo que interesa, evidentemente, es el valor de cambio de la audiencia” (p. 225). Efectivamente, como en toda producción capitalista, el valor de cambio se realiza en la medida en que el producto tiene un valor de uso para el consumidor. Lo decisivo es que el trabajador cultural crea los dos valores de uso.
Pero ¿cómo se produce ese tránsito entre un valor de uso y otro? En otras palabras, ¿cómo se convierte el valor de uso para la audiencia en valor de uso para el anunciante? En este caso, “[e]s la Industria Cultural (y la