El oxígeno. Álvaro Martínez Camarena

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El oxígeno - Álvaro Martínez Camarena Sin Fronteras

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originalmente la atmósfera no contenía tal cantidad de oxígeno, sino que este es en su mayor parte de origen biológico. De hecho, los primeros dos mil millones de años de vida en la Tierra (aproximadamente) tuvieron lugar en ausencia de este compuesto. Fue a través de la fotosíntesis oxigénica (llevada a cabo por cianobacterias y, posteriormente, por plantas y algas) como el oxígeno fue acumulándose y acabó alcanzando más o menos las concentraciones que hoy podemos encontrar.

      Lo que no solemos conocer es hasta qué punto este compuesto juega un papel fundamental en el desarrollo de enfermedades como el Alzheimer o el Parkinson, cómo ha moldeado nuestro imaginario mediante la reconstrucción de figuras mitológicas como los vampiros o de qué manera lo podemos utilizar –en combinación con máquinas de tamaño molecular– para eliminar tumores con una precisión para la que el calificativo de «quirúrgico» se queda corto.

      Sucede que, en ocasiones, para conocer de verdad un compuesto, una sustancia química, no cabe ir directamente a su «tuétano» ni tampoco basta con ver su lado más corriente, el que suele mostrar habitualmente. Por el contrario, se deben recorrer sus límites y pasear por su lado más externo. Para conocerlo de verdad se le debe tentar y poner a prueba. No basta con conocer la imagen que suele mostrar, su perfil más común, sino que se debe penetrar en las rarezas que tiende a esconder. Y, en este caso, no hay mayor rareza que las conocidas como especies reactivas del oxígeno. A ellas va dedicado este libro.

      1

      SOBRE LAS DIFERENTES FORMAS DE CREAR LUZ

      16 de julio de 1969. Costa atlántica de Florida, Estados Unidos. Bajo una atmósfera enrarecida por el humo del tabaco, unas decenas de hombres prestan atención en perfecto silencio al reloj que, frente a ellos, inicia una cuenta atrás. Tres minutos. Al fondo de la sala de control de la misión Apollo 11, aquella que llevaría por primera vez al ser humano a pisar su satélite, el supervisor del lanzamiento enumera en voz alta los diferentes parámetros que se deben comprobar. Como respuesta a cada frase, el técnico correspondiente responde con un simple «ready».

      En la parte noble de la sala, en la zona más elevada y a las espaldas del resto de técnicos, los responsables de la misión están empapados de un sudor frío en medio del caluroso julio semitropical. Entre ellos, en segunda fila, un alemán. Hijo de los barones de Wirsitz y antiguo miembro de las Schutzstaffel nazis –las SS–, ahora es el director del Centro de Vuelos Espaciales Marshall de la NASA. Su mirada, como la del resto, está centrada en la enorme pantalla que preside la sala y que muestra el cohete que elevará a Aldrin, Collins y Armstrong. Pero sus ojos miran la nave sin verla, su atención está fijada unos metros más abajo, en el enorme misil que deberá alzar la cápsula con los astronautas.

      QUÍMICA EN LA ERA ESPACIAL

      El Saturno V. Uno de los colosos de mayores proporciones jamás creados por el hombre. El cohete que debía permitir a Estados Unidos, por fin, superar a la Unión Soviética en la carrera espacial, alcanzar a las sondas Sputnik, a la leyenda de Yuri Gagarin, de Valentina Tereshkova. Con 110 metros de altura, 10 de ancho, 3.000 toneladas de peso, era un titán capaz de llevar hasta 118 toneladas a la órbita terrestre baja: una de las máquinas más impresionantes de la historia humana.

      El Saturno V era el cohete impensable. Pocos se habían atrevido a concebirlo, y menos aún habían tenido el arrojo de intentar construirlo, y todo ello pese a ser una necesidad para poder liderar la carrera espacial. Pero por encima de quienes lo intentaron y fracasaron, y más allá de quienes lo consiguieron demasiado tarde, acabó destacando una figura. Aquel 16 de julio, las tres palabras que forman el nombre del alemán acabarían grabándose en la historia de la aeronáutica y emborronando con ello el recuerdo de todos aquellos que, antes que él, habían fracasado: su nombre era Wernher von Braun.

      Pocas personas son capaces de concebir ideas situadas justo en la frontera de la imaginación, allá donde lo absurdo y lo posible estiran sus dedos hasta rozarse. A quienes lo consiguen se les suele llamar visionarios. Y, de entre ellos, menos aún tienen la capacidad de llevarlas a cabo. Ellos son los genios, y a ellos les pertenece la historia.

      Durante siglos fue imposible construir la cúpula del Duomo de Florencia. No había árboles suficientes en toda la Toscana con que montar los andamios, dinero con que financiar la locura, ni diseño que pudiese soportar aquel peso. Il Duomo, simplemente, se quedaría incompleto por siempre.

      Hasta que apareció un ingeniero, un hombre enjuto de carnes, de cabello ralo y corto de estatura. Un arquitecto que, además, dominaba las matemáticas. Allí se plantó Filippo Brunelleschi, con apenas 41 años, ante el comité de nobles florentinos, arrastrando un modelo hecho en madera que planteaba la solución imposible. La propuesta impensable que, al mismo tiempo, lo resolvía todo.

      La idea de aquel genio tardaría diecisiete años en construirse. El 25 de marzo de 1436, el día de Año Nuevo según el calendario florentino, el papa Eugenio IV consagró Santa Maria del Fiore y, bajo su inmensa cúpula, dio misa. Seis siglos después, esta cúpula sigue siendo una de las mayores obras de ingeniería jamás ideada por la humanidad.

      A la altura del diseño de esta cúpula está –literalmente– el del Saturno V, el coloso de los cielos. Y como la primera, también la idea del cohete fue obra de un genio.

      La concepción del Saturno V se fraguó en la mente de una figura mítica de la aeronáutica, el doctor Von Braun, un hombre obsesionado con el diseño de cohetes. En los años cuarenta ideó los misiles con que el Ejército alemán bombardeó Londres durante la Segunda Guerra Mundial, los V-2. Veinte años después, trabajaba para Estados Unidos diseñando los cohetes de su programa espacial. Al fin y al cabo, cohetes y misiles son sinónimos cuyo uso varía en función del contexto.

      Con el Saturno V, Von Braun solucionó uno de los grandes –y numerosos– problemas que planteaba la misión encargada por John Fitzgerald Kennedy, 35.º presidente de los Estados Unidos de América, en su famoso discurso de 1962. «Elegimos ir a la Luna».

      El desafío era inmenso. Un proyecto como pocos en la historia.

      Si les digo, conciudadanos míos, que vamos a enviar a la Luna, a unos 384.400 km de la estación de control de Houston, un cohete gigantesco que mide más de 90 m de alto (la longitud de este campo de fútbol americano), fabricado con nuevas aleaciones de metales, algunas de ellas todavía sin inventar, capaz de soportar temperaturas y tensiones que multiplican varias veces las que se han experimentado hasta ahora, con piezas ensambladas entre sí con una precisión superior a la del reloj de pulsera más perfecto, que llevará en su interior todo el equipamiento necesario para propulsión, orientación, control, comunicaciones, alimentación y supervivencia, en una misión sin ensayar, a un cuerpo celestial desconocido, y lo devolveremos sano y salvo a la Tierra, tras volver a entrar en la atmósfera a velocidades superiores a los 40.000 km por hora, provocando un calor cuya temperatura es más o menos la mitad que la del Sol (casi tanto calor como el que hace hoy aquí), y que lo haremos, y lo haremos bien, y lo haremos los primeros antes de que termine esta década… entonces tenemos que ser osados.

      No se elegía la Luna por ser un desafío sencillo, sino por su dificultad. Por una dificultad que lo convertía en un proyecto casi imposible de cumplir.

      Al éxito de esta misión contribuyó de forma decisiva el Saturno V, aunque no solo por su diseño. En su interior, un inmenso trabajo de investigación química resplandecía con luz propia.

      El reto: encontrar una sustancia cuya combustión permitiese elevar 3.000 toneladas de peso hasta más allá de la atmósfera terrestre. En otras palabras, se debía idear un combustible

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