El oxígeno. Álvaro Martínez Camarena

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El oxígeno - Álvaro Martínez Camarena Sin Fronteras

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millones en la investigación. Cientos de mezclas fueron probadas. Químicos de veinte países trabajaron juntos en una gesta que, como tantas otras, quedaría eclipsada por el tamaño del proyecto y el éxito que alcanzaría. Al final, la solución se mostró clara ante sus ojos.

      El combustible elegido fue un refinado del queroseno, una forma extremadamente pura de petróleo. Y en combinación con este, el elemento clave, aquel que hizo realmente eficaz la combustión, el que permitió el despegue: el oxígeno líquido. Trescientos mil litros de oxígeno líquido.

      A las 13.32 horas (GMT) del 16 de julio de 1969, los motores del Saturno V hacían ignición. La mezcla de queroseno y oxígeno en llamas, el despegue de la bestia, sacudió la tierra con tal intensidad que su temblor pudo sentirse a decenas de kilómetros a la redonda. Pocos segundos después, el cielo de aquel miércoles de julio fue cortado por una llama de centenares de metros de longitud y miles de grados de temperatura.

      De esta forma fue como un equipo de ingenieros dirigidos por un alemán de cincuenta y siete años, exmiembro de las SS, segundo hijo de una familia de barones del derrotado Imperio alemán, puso al hombre donde antes tan solo había podido soñar con estar.

      EN LA MEZCLA ESTABA LA CLAVE

      Usar oxígeno líquido como combustible. No parece a priori una idea demasiado ortodoxa, y de hecho a pocos se les ocurriría citar este compuesto en la lista de los combustibles más comunes. Pero lo cierto es que, de una forma u otra, la mezcla de oxígeno y queroseno viene usándose desde los años cincuenta en la aeronáutica espacial. Los primeros satélites artificiales fueron elevados allá por los cincuenta con la ayuda de oxígeno líquido, las Soyuz rusas que a principios del siglo XXI pusieron en órbita los satélites de posicionamiento Galileo (el GPS europeo) se impulsaron con oxígeno líquido e, incluso hoy en día, la empresa de transporte espacial de Elon Musk (SpaceX) usa este compuesto en sus Falcon.

      Pero ¿por qué oxígeno líquido? ¿Qué hace que este compuesto sea tan especial?

      Está claro por qué usamos el queroseno: es de este de donde extraemos la energía. Este compuesto almacena una gran cantidad de energía contenida en cada una de sus moléculas, que funcionan como diminutos depósitos energéticos. Al romperlas, se libera todo el calor que concentran.

      Pero entonces, ¿en qué punto participa el oxígeno? Lo cierto es que, pese a considerarse como uno de los combustibles usados, este compuesto no forma parte de lo que se quema, sino que, en cierto modo, es lo que quema. Expliquémonos.

      Como se ha mencionado, el queroseno –como la gasolina, la nafta o el gas natural– es en realidad una mezcla de moléculas de longitud variable. Cada una de estas moléculas se puede entender como una cadena de átomos unidos entre sí mediante enlaces. Pero lo interesante es que cada uno de estos enlaces funciona a modo de un minúsculo depósito de energía, y en caso de que el enlace se rompa, la energía es liberada. La conclusión es evidente: cuanto mayor sea la longitud de la cadena de átomos que forme la molécula de combustible, más energía contendrá en su interior.

      Cuando quemamos queroseno en los propulsores espaciales, gasolina en nuestro coche o gas natural en nuestras cocinas lo que en realidad estamos haciendo es romper estas moléculas. Y al despedazarlas, la energía que guardaban se libera en forma de calor. En otras palabras, el fuego que vemos en los fogones no es más que el producto de romper millones de moléculas al mismo tiempo, de partir los enlaces que las constituyen.

      Y ¿qué usamos para romper estos enlaces? Efectivamente, el oxígeno. Este es el proceso que llamamos habitualmente combustión, o quema, aunque en jerga química se le conoce como oxidación (no nos juzguen, hay demasiadas reacciones que nombrar y la imaginación llega donde llega).

      En definitiva, el oxígeno no es más que la herramienta que usamos para partir las moléculas.

      Al cocinar, el oxígeno que hay en el aire nos basta y nos sobra para hacer arder el gas natural; al fin y al cabo, una cuarta parte de nuestra atmósfera está formada por este compuesto. Pero cuando queremos elevar una nave espacial la historia cambia. En este caso necesitamos quemar una cantidad tan elevada de combustible en un intervalo de tiempo tan reducido que con el oxígeno que nos proporciona la atmósfera no es suficiente; necesitamos un flujo de este mucho mayor. Y por ello es necesario tener un tanque con 300.000 litros de oxígeno líquido, un gas condensado a alrededor de 200 grados bajo cero.

      La combustión a gran escala de queroseno con oxígeno líquido que llevó al hombre a la Luna en realidad se diferencia bien poco, desde el punto de vista químico, de la quema de carbón que posibilitaba el movimiento de las locomotoras de vapor o, incluso, de las fogatas que mantenían con vida al Homo sapiens primitivo en las cuevas de Cromañón, en el suroeste francés.

      Es más, la diferencia es mínima incluso cuando lo comparamos con la forma en que nosotros mismos extraemos la energía de los alimentos. También nosotros utilizamos el oxígeno, en el interior de minúsculos reactores situados dentro de cada célula, denominados mitocondrias, para oxidar (o quemar) los azúcares.

      De esta forma es como obtenemos la energía necesaria para llevar a cabo la mayoría de los procesos biológicos. Es por ello, de hecho, por lo que respiramos: para introducir oxígeno en nuestro organismo y continuar con la obtención de energía. La oxidación, en definitiva, es una reacción de lo más corriente.

      En estos cuatro ejemplos usamos el oxígeno para romper la materia orgánica y obtener así la energía necesaria, bien sea para elevar una nave de 3.000 toneladas, bien para que un tren pueda transportar mineral de hierro de la mina a la siderurgia o bien, simplemente, para levantar una pierna. Y ello tan solo es posible por una característica fundamental de este compuesto: su enorme –y potencial– reactividad, su inmenso poder para destruir todo lo orgánico, la materia viva.

      Espera un segundo –podría saltar alguien–, ¿cómo va a ser eso posible? ¿«Enorme reactividad del oxígeno»? ¿Pero no acabas de decir que la cuarta parte de nuestra propia atmósfera es oxígeno? ¡Nosotros mismos estamos nadando en oxígeno! ¿Si fuese tan reactivo no deberíamos estar en llamas ahora mismo?

      Bien, eso sería así si no fuese por la segunda característica que, en combinación con la primera, hace único al oxígeno: su estabilidad. Su enorme –y bendita– estabilidad. Con un ejemplo se entenderá mejor.

      UNA HISTORIA DE LUZ Y DE JABÓN

      Enormemente reactivo y muy estable. Curiosa combinación, aunque ¿no encierra en sí misma una contradicción? ¿Cómo puede un mismo compuesto, una misma sustancia, ser muy reactiva, pero al mismo tiempo no reaccionar? Bien, todo depende de a qué estemos prestando atención.

      En 1999 David Fincher estrenaba El club de la lucha, película basada en el libro homónimo de Chuck Palahniuk. En ella, un jovencísimo Brad Pitt acabado de salir de ¿Conoces a Joe Black? encarnaba a Tyler Durden, un particular vendedor de pastillas de jabón. «Tyler vendía el jabón en los grandes almacenes a 20 dólares la pastilla. Dios sabe a cuánto lo venderían ellos. Era maravilloso. Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos».

      El caso es que estas pastillas, de rosa intenso, fabricadas con la grasa desechada de las clínicas de liposucción se convertirían en una imagen icónica del film. Con ellas se cerraba una especie de círculo irónico: las víctimas de la denominada teoría de la perfección a la que se opone el protagonista acababan utilizando para su cuidado personal los propios desechos que previamente se les habían

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