El oxígeno. Álvaro Martínez Camarena

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El oxígeno - Álvaro Martínez Camarena Sin Fronteras

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si debemos escoger una referencia del film que ha pasado a la cultura pop esta es, sin duda, la primera de las normas que enuncia Tyler: no hablar nunca del club de la lucha. No hablemos pues más de él y centrémonos en uno de los elementos que más llaman la atención de esta película: el uso de la química. Y es que en El club de la lucha lo que más les interesa a Tyler y compañía del negocio del jabón no son los lucrativos beneficios que reporta –aunque tampoco les hacen ascos, todo sea dicho–, sino uno de los subproductos de su síntesis: la glicerina.

      Con grasa y sosa se produce jabón, pero también se genera un deshecho conocido como glicerina. Lo que –a diferencia de Tyler– poca gente sabe es que, con esta y un poco de gracia para la química, tenemos en nuestras manos un famoso explosivo: la nitroglicerina. Un compuesto cuya volatilidad todos conocemos por mil referencias cinematográficas, pero cuyo origen en las grasas y el aceite es más bien insospechado.

      ¿Quién podría intuir que tras la grasa se esconde este explosivo? Tan solo es necesario partir una molécula de aceite por el sitio adecuado para obtener el precursor de un potente explosivo. Es decir, aplicando los cambios adecuados, transformamos un compuesto estable e innocuo en otro sumamente reactivo.

      De la misma forma sucede con el oxígeno: mediante una ligera transformación química podemos pasar del oxígeno molecular (estable, muy poco reactivo, atóxico) al radical hidroxilo o al superóxido (tóxicos a rabiar). Tan solo hace falta añadir algún hidrógeno, introducir algún electrón de más. Aplicando un mínimo cambio en su estructura, liberamos todo su poder.

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      Fig. 1. Esquema de la reacción de saponificación de una grasa o un aceite con sosa. Haciendo reaccionar un triglicérido (un tipo de grasa) con hidróxido de sodio se obtienen dos compuestos: ácidos grasos, que usamos como componente principal de los jabones, y glicerina –o glicerol–. Es a partir de este último compuesto como se puede sintetizar la nitroglicerina, el famoso explosivo. Fuente: Elaboración propia.

      Aunque, a decir verdad, no hace falta modificar su esencia para ser testigos de su potencial. El propio oxígeno puede contener las dos propiedades (estabilidad y reactividad) al mismo tiempo: con un sencillo toque, sin adición química ninguna, el oxígeno molecular asimismo se puede transformar en su opuesto. Y también en este punto la glicerina nos puede resultar de utilidad. Retomemos, pues, la historia de la nitroglicerina, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX.

      El nacimiento de la nitroglicerina tiene mucho que ver con una época de inmensa expansión de la química industrial. Por toda Europa se extendía el uso de tintes orgánicos sintéticos, se mejoraba el tratamiento químico de los minerales; se sucedía el descubrimiento de nuevos elementos químicos, de nuevos compuestos con nuevas propiedades.

      Es en este contexto en el que un químico italiano, Ascanio Sobrero, dio con el frágil explosivo en su laboratorio de Turín allá por 1847. Y lo hizo, en primer lugar, debido a su reactividad: tras agitar suavemente un tubo de ensayo con un poco de aceite de nitroglicerina en él, este estalló frente a su cara. Ascanio Sobrero luciría un rostro surcado de diminutas cicatrices de por vida.

      Inmediatamente después de su descubrimiento, y pese a su inestabilidad, la nitroglicerina se expandió por el mercado sustituyendo a la pólvora en la perforación de minas, la apertura de túneles o el derribo de edificios en general. Uno de los ejemplos más conocidos es la construcción de la Central Pacific a través de Estados Unidos. Esta red ferroviaria, que unió la costa pacífica de California con el corazón de Utah a mediados del siglo XIX, fue haciéndose hueco a través de Sierra Nevada, Eldorado y Yosemite a golpe de nitroglicerina (e inmigrante). ¿La pega? La misma que observó bien temprano –y en su propia piel– su italiano descubridor: su inestabilidad.

      Esta misma inestabilidad fue la que llevó a Alfred Nobel, un ingeniero sueco especializado en la industria de los explosivos, a investigar cómo hacer más seguro su uso. Una búsqueda que se convirtió en un asunto personal con la muerte de su hermano, fallecido tras una explosión accidental de nitroglicerina en una fábrica de Estocolmo. Era 1864. Tres años después patentaba la fórmula.

      El 14 de julio de 1867, una pequeña multitud de curiosos y periodistas se acumulaban en torno a una de las minas a cielo abierto que pueblan el condado de Surrey, a pocos kilómetros al sur de Londres. Allí les había convocado Alfred Nobel para realizar una de sus famosas demostraciones. No era en absoluto un ingenuo o un filántropo, ni tampoco llevaba a cabo el espectáculo con un afán divulgativo. Al contrario, sabía que, si la demostración era un éxito, esta le abriría las puertas a la boyante industria minera británica. Aunque también es cierto que, si salía mal, quien más perdería sería él mismo. Había que jugarse el todo por el todo.

      Entre la multitud que se agolpaba en el límite de la mina, un muchacho joven –el ayudante de Nobel– sostenía entre sus manos un cesto, una canasta repleta de unos extraños tubos de cartón. Desde el fondo del cráter de la mina, a una veintena de metros bajo los pies de su ayudante, Alfred Nobel anunciaba para su público el contenido de los tubos: nitroglicerina. El estupor inicial de los curiosos dio paso en pocos segundos a una carrera para alejarse de esa canasta, y en especial de su contenido. En torno al muchacho se formó un vacío tan puro como el silencio que se adueñó del lugar.

      Acto seguido, bajo la mirada atónita de los espectadores, el ayudante dejó caer la cesta sobre el cráter en que se hallaba el maestro. Dos segundos conteniendo el aliento, esperando la explosión inevitable y…, nada. Los tubos cayeron al suelo, rebotaron y salieron despedidos en veinte direcciones opuestas. Ninguno de ellos explotó.

      A continuación, el químico sueco encendió una cerilla, cogió uno de los cartuchos y prendió la mecha que sobresalía de uno de sus extremos. Lanzó el tubo al interior de la mina. A los pocos segundos, un estruendo ensordecedor destruyó el túnel y se adueñó del lugar. Una vez despejado el humo, todos pudieron ver la sonrisa que iluminaba el rostro de Alfred Nobel. Acababa de mostrar al mundo por primera vez su nuevo explosivo: la dinamita.

      Su invento había consistido en empapar tierra de diatomea, una roca inerte y muy porosa, con nitroglicerina, hasta generar una especie de arcilla. Una vez introducida en los tubos de cartón, esta pasta se podía transportar sin ningún peligro. Había convertido un explosivo extremadamente inestable en un material que se podía manejar sin dificultad, que se podía caer, tirar o incluso quemar sin peligro de que explotara. Y todo ello sin restarle potencia explosiva. En otras palabras, había creado un explosivo enormemente reactivo, pero muy estable.

      Como es conocido, la invención de la dinamita se tradujo en una fortuna que aún hoy en día continúa reportando beneficios. Y, de hecho, constituye la base económica de los premios que llevan el nombre de su creador, los Nobel.

      ESPECIES REACTIVAS EN LA PIEL

      Bajo la mayoría de condiciones, nadie diría que la dinamita es un explosivo. Como demostró Nobel, y los diarios de la época se encargaron de reflejar, estos tubos de «pasta de nitroglicerina» se podían golpear o incluso quemar, que nada sucedería. Por el contrario, si se les aplicaba un estímulo muy concreto –digamos una descarga eléctrica o una pequeña explosión de pólvora, por ejemplo–, este material inerte se convertía en un perfecto vaciador de montañas.

      De la misma forma, el oxígeno no entraña peligro alguno en condiciones normales. Como mucho es capaz de oxidar un trozo de hierro y hacerlo inservible, o de picar un buen vino; pero ninguna de estas consecuencias es particularmente dramática o violenta.

      Y lo mismo sucede al entrar en contacto con el queroseno, volviendo al ejemplo con el que

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