El oxígeno. Álvaro Martínez Camarena
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Pero tampoco hace falta recurrir a la NASA para entender estos conceptos; todos tenemos en mente imágenes mucho más mundanas: basta una cerilla para encender un bosque.
Y lo más fascinante, la guinda que corona el pastel es que, una vez liberado el lado más oscuro del oxígeno, él mismo se encarga de retroalimentarse. No hacen falta más estímulos. No más chispas. Él mismo se basta.
Para que empiece la combustión se necesita un pequeño aporte de energía: una chispa o una diminuta llama pueden servir. Pero aquí se acabaría la historia si no fuese por un pequeño detalle: la propia combustión produce más calor, que a su vez aporta la energía suficiente para activar al «siguiente» oxígeno que entra en reacción. Este ciclo perverso es el que permite que el fuego arda.
Estamos tan acostumbrados a este modo de funcionar que pocas veces reparamos en él, pero una llama arde ad eternum, en resumen, por tres motivos:
– Hay materia orgánica de cuyos enlaces extraer la energía (en otras palabras, hay materia orgánica que oxidar).
– Existe un oxidante en abundancia (el oxígeno).
– La propia energía liberada de la combustión continúa activando el oxígeno para que este no pare de reaccionar.
De esta forma es como un compuesto a simple vista inerte es capaz de desintegrar prácticamente cualquier material orgánico.
Pero a diferencia de lo que ocurre con la dinamita, los estímulos que activan el oxígeno pueden llegar a ser mucho más sutiles que una descarga eléctrica, mucho más débiles que una llama. Y esto es especialmente relevante cuando la activación se produce dentro de nuestro propio organismo.
Del mismo modo que el oxígeno puede activarse y quemar un trozo de madera, también dentro de nuestros tejidos –empapados todos ellos de este compuesto– puede tomar una forma activa y oxidar nuestro cuerpo, esta vez desde el interior. Y en estos casos, aunque la oxidación no se traduzca en la formación de una llama, sus efectos son los mismos –y su devastación, equivalente–.
Un tipo de luz en particular o la simple reacción con algún compuesto químico especial, por ejemplo, pueden generar toda una pléyade de especies activadas de oxígeno. Y, como en el caso de las propias Pléyades mitológicas, también en el del oxígeno podemos encontrar siete compuestos de especial importancia: los radicales hidroxilo y superóxido, el peróxido de hidrógeno, el ácido hipocloroso, el oxígeno singlete, el ácido peroxinitroso y el radical dióxido de dinitrógeno; la mayoría de ellos, sutiles variaciones del oxígeno. De este modo es como el oxígeno libera su potencia dentro de nosotros mismos, sobre nuestros propios tejidos.
Evidentemente, este es el origen de múltiples enfermedades, aunque no solo de ello. Como veremos más adelante, una molécula de oxígeno activada no es más que un arma de doble filo: lo mismo nos puede perjudicar, que la podemos usar en nuestro propio beneficio. Pero no adelantemos acontecimientos.
La cuestión es que estos compuestos, estas variaciones del oxígeno molecular, están de una forma u otra detrás de muchos de los trastornos médicos más importantes a los que hacemos frente en este siglo, en ocasiones como causa y en otras como efecto. Desde el cáncer hasta el Alzheimer. De la diabetes al Parkinson.
Y, de hecho, es tal su importancia que a este conjunto de moléculas se les ha otorgado una nomenclatura y una categoría propias dentro de la química médica. Son las conocidas como especies reactivas del oxígeno.
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