Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman

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Adónde nos llevará la generación

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(2013) explica que la ciencia del siglo XXI ha superado el debate naturaleza versus crianza. En un giro verdaderamente paradigmático, investigaciones recientes han demostrado que los contextos ambientales y sociales afectan a nuestros cuerpos de la misma manera que nuestros cuerpos afectan al comportamiento humano. El nuevo campo de la epigenética sugiere que un solo gen puede dar lugar a resultados impredecibles, y que las consecuencias de cualquier tendencia genética dependen de factores desencadenantes presentes en el entorno. Las investigaciones también sugieren que las experiencias ambientales, como la hambruna en una generación, se pueden detectar en el cuerpo de los nietos y nietas. De manera similar, aunque es posible que las hormonas fetales tengan algún efecto duradero sobre la personalidad, sabemos que la actividad humana también transforma la producción de hormonas. La testosterona aumenta según el estado en el que se encuentre el sujeto. Los hombres que compiten en deporte experimentan un aumento de su testosterona, pero este es menor cuando pierden (Booth et al., 1989; 2006). La testosterona disminuye cuando los hombres se involucran en el cuidado de niños/as pequeños/as (Gettler et al., 2011). Ahora sabemos que la plasticidad cerebral dura mucho más tiempo que el primer año de vida (Halpern, 2012).

      En un libro reciente, Fine (2017) revisa incluso la literatura científica más actual sobre género y biología, y aborda el mito que denomina «testosterona rex», esto es, la asunción de que es precisamente el efecto de la testosterona en el cerebro masculino lo que convierte a los chicos jóvenes en hombres estereotipados y, por lo tanto, que la ausencia de esta hace a las chicas femeninas. La autora demuestra que, aunque no hay duda de que la testosterona afecta a los cerebros y los cuerpos, no es la fuerza motriz de la masculinidad competitiva; de hecho, insiste en que las mujeres pueden ser tan competitivas y arriesgadas como los hombres. En vez de ser la estructura hormonal del cerebro la que determina el comportamiento, son las actitudes arraigadas las que son difíciles de cambiar y las que constriñen a mujeres y hombres en su adaptación al nuevo mundo social. Fine argumenta convincentemente que el contexto social influye en nuestros cuerpos de la misma manera que nuestros cuerpos influyen en nuestro comportamiento. Una clara evidencia de ello es que el fuerte carácter sexista de las normas sociales frena la adaptación humana a la sociedad posmoderna, sea cual sea la estructura de nuestros cerebros.

      Nuestros cerebros cambian cuando aprendemos nuevas habilidades, lo que lo convierte en un órgano tan social como el resto de nuestro cuerpo.

      La sociología cuenta ahora con poderosos argumentos contra la naturalización de las premisas biológicas. Hallar pruebas sobre un posible aspecto biológico de la estratificación social ya no puede utilizarse para argumentar que se trata de algo natural u objetivo. Tampoco puede utilizarse para argumentar que es irreversible, incluso en una sola generación. La idea de que algunos rasgos de nuestra biología son prácticamente inmutables, difíciles o imposibles de cambiar, ya no resulta una posición defendible (Wade, 2013: 287).

      Cualquiera que sea la forma como los factores biológicos influyen en el desarrollo humano, ahora sabemos que nuestro entorno social también influye en nuestra propia biología. La manera en que el potencial biológico se forma, se desarrolla y da significado también depende del contexto social.

      Pocos científicos sociales se ocuparon de las cuestiones del sexo y el género antes de mediados del siglo XX, a pesar de que las activistas sociales de la Era Progresista lucharan por los derechos de la mujer. La sociología consideraba que la familia tradicional contribuía al buen funcionamiento de la sociedad (por ejemplo, Parsons y Bales, 1955; Zelditch, 1955) y se abordaban las cuestiones de género haciendo referencia a las mujeres en tanto que «corazón» de unas familias con «cabeza» masculina. Al mismo tiempo, la psicología (Bandura y Waters, 1963; Kohlberg, 1966) remitía a la teoría de la socialización para explicar cómo se podía entrenar a las niñas y los niños para que desarrollasen los roles socialmente apropiados como hombres y mujeres, maridos y esposas. Nadie parecía darse cuenta de que muchas familias pobres y de color no tenían madres que se quedaran en casa, sino que estas trabajaban para contribuir económicamente a la supervivencia de la familia. Más allá de la teoría de la socialización en los roles sexuales y la sociología de la familia, pocas investigaciones o textos teóricos se centraron en el sexo o el género, y casi ninguno lo hizo en la desigualdad entre mujeres y hombres antes de la segunda ola del movimiento feminista (Ferree y Hall, 1996). Por supuesto, entonces, este campo de estudio experimentó literalmente una explosión, tal vez debido al cambio en la composición demográfica de los/las científicos/as. A medida que las mujeres entraban en la academia, estas se interesaban más por la vida de las mujeres y se prestaba más atención a este aspecto, y, con el tiempo, el efecto del género se trató de manera más profunda (England et al., 2007).3 Si bien las mujeres todavía suelen chocar contra un techo de cristal tanto en la academia como en otras organizaciones, la investigación sobre la desigualdad de género avanza rápida y sólidamente.

      Los intentos rigurosos de estudiar el sexo y el género coincidieron con la irrupción de las mujeres en la ciencia, así como con la influencia de la segunda ola del feminismo en las discusiones intelectuales. La psicología (por ejemplo, Bem, 1981; Spence Helmreich y Holahan, 1975) empezó a medir las actitudes de los roles sexuales utilizando las escalas que acostumbraban a usar en los test de personalidad y empleo (Terman y Miles, 1936). Estas medidas asumían que la masculinidad y la feminidad constituían puntos opuestos de una sola dimensión, por lo tanto, si un sujeto tenía «altos» índices de feminidad, necesariamente, según el diseño de la medición, tenía «bajos» índices de masculinidad (figura 1.1).

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      Fig. 1.1 Medida unidimensional del género.

      Sin embargo, la investigación científica empezó a considerar que la representación de la feminidad y la masculinidad como polos opuestos no reflejaba de manera fiel la experiencia real de estas (Locksley y Colten, 1979; Pedhazur y Tetenbaum, 1979; Edwards y Ashworth, 1977). La evidencia cientí fica llevó a Bem (1993; 1981) a sugerir un nuevo enfoque del género que se ha convertido en modelo de referencia para las ciencias sociales; actualmente esta concepción se da tan por sentada que ya no se cita a la autora cuando se utilizan estos indicadores. Bem sugiere que la masculinidad y la feminidad son realmente dos dimensiones de la personalidad diferentes. Por ejemplo, un individuo puede ser muy masculino (lo que incluye ser eficaz, coherente, con estrategia) y también muy femenino (que implica el cuidado, la empatía, la afectuosidad). Las mujeres tradicionales serían muy femeninas y muy poco masculinas. Los hombres tradicionales serían muy masculinos y muy poco femeninos. Una mujer agresiva y perspicaz puntuaría bajo en feminidad y, en cambio, puntuaría alto en masculinidad, pero si también fuera cuidadora y afectuosa, puntuaría alto tanto en masculinidad como en feminidad. Lo nuevo en esta manera revolucionaria de pensar el género es que estos rasgos de personalidad se encuentran desvinculados del sexo de las personas que los detentan. Las mujeres puntúan en feminidad, pero los hombres también. Los hombres puntúan en masculinidad, y las mujeres también (figura 1.2).

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      Fig. 1.2. Masculinidad y feminidad como medidas independientes.

      A todo ello le siguió una década de discusiones sobre los ajustes para utilizar y medir mejor esta nueva conceptualización (Bem, 1981; 1974; Spence, Helmreich y Holahan, 1975; Spence, Helmreich y Stapp, 1975; Taylor y Hall, 1982; White, 1979), lo que derivó finalmente en un consenso renovado. Muchos/as psicólogos/as optaron por combinar las dos escalas para medir la androginia, una etiqueta que se asignaba a hombres y mujeres que obtenían valores altos en ambas medidas. Se entendía que estas personas andróginas eran más flexibles y conseguían adaptarse mejor a una gran variedad de roles sociales. Connell (1995) nos ofrece una excelente visión general a propósito de la medición del género, con especial atención

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