Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman
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Los hombres «haciendo género» se ha convertido en un campo de estudio en sí mismo. Connell (1995) puso la atención en cómo la enfatización de una masculinidad «hegemónica», que se define como la práctica que encarna la versión culturalmente aceptada como «mejor» y más poderosa de la masculinidad, crea desigualdad entre los hombres.
Los hombres que pertenecen a grupos marginados por la clase social, la raza o la sexualidad, que no tienen acceso a la posición social de poder necesaria para «hacer» la masculinidad hegemónica, devienen actores de género desfavorecidos, subordinados, aunque no tanto como lo son muchas de las mujeres. Históricamente, los hombres homosexuales han sido excluidos incluso de la posibilidad de la masculinidad hegemónica; sin embargo, Anderson (2012) ha sugerido recientemente que, en las sociedades occidentales actuales, la homofobia ha disminuido lo suficiente como para que coexistan distintas masculinidades de forma horizontal, sin que necesariamente una de ellas sea mejor calificada que otra, lo que reduce las formas de estigmatizar a los hombres homosexuales. Se da un claro consenso en que existen tantas masculinidades como feminidades y en que difieren de un grupo a otro, e incluso dentro de un mismo contexto social.
Ha habido algunas críticas, incluyendo la mía, a la vaguedad de lo que constituye una prueba evidente del «doing gender». Deutsch (2007) sugirió que cuando en las investigaciones se identifican comportamientos inusuales, simplemente se afirma haber identificado otra variedad de feminidad o masculinidad, en lugar de cuestionar si el género está siendo «deshecho». El uso demasiado impreciso del «doing gender» para explicar casi todo lo que hacen las mujeres y los hombres crea confusión conceptual cuando estudiamos un mundo que se encuentra en transformación (Risman, 2009). La premisa de que podemos estar haciendo género incluso cuando este género no tiene la apariencia de lo que se espera de nosotras es problemático. Básicamente, cuando estudiamos el comportamiento de género debemos saber lo que estamos buscando, pero también hay que estar dispuestas y preparadas para admitir que no lo hemos encontrado. ¿Por qué etiquetar los nuevos comportamientos adoptados por grupos de niños o niñas como masculinidades y feminidades alternativas simplemente porque el grupo en sí está compuesto por hombres o mujeres biológicos? Si las mujeres jóvenes adoptan estratégicamente comportamientos tradicionalmente masculinos para adaptarse al momento, ¿está realmente haciendo género este comportamiento, o está desestabilizando la actividad y desacoplándola del sexo biológico? A medida que los acuerdos matrimoniales se vuelven más igualitarios, necesitamos ser capaces de diferenciar cuándo los maridos y las esposas están haciendo género y cuándo, por lo menos, están tratando de deshacerlo. De manera similar, a medida que aumentan las oportunidades para que las niñas sean deportistas y se orienten hacia el éxito, lo que necesitamos es describir cómo están rehaciendo sus vidas, en lugar de limitarnos a acuñar una etiqueta para ese nuevo tipo de feminidad que incluye lo que sea que estén haciendo en ese momento. Esto no quiere decir que se deba ignorar la evidencia de que existen múltiples masculinidades y feminidades y de que varían según la clase, etnia, raza y posición social. Tampoco debemos subestimar los casos en los que el género simplemente cambia de forma sin disminuir el privilegio masculino. Pero hay que prestar mucha atención a si nuestra investigación está documentando diferentes géneros o si es el género, en sí mismo, el que se está deshaciendo. Al fin y al cabo, si todo lo que hacen las personas con identidades femeninas se llama feminidad y todo lo que hacen las personas con identidades masculinas se denomina masculinidad, entonces el «doing gender» se vuelve tautológico.
A medida que las fortalezas y debilidades de estas propuestas sociológicas alternativas se hicieron evidentes, se fueron desarrollando la investigación y la teoría. Se han postulado tres teorías distintas para comprender mejor el género desde el punto de vista sociológico. En primer lugar, la psicología social aportó al estudio sociológico del género el estudio sobre las expectativas de estatus y la investigación psicológica sobre el sesgo cognitivo (Ridgeway, 2001; Ridgeway y Correll, 2004). Aunque en este caso se pone también el foco de atención en la interacción social, como hace el «doing gender», el análisis es a menudo experimental y se preocupa más por el poder que tiene el estatus social para moldear las expectativas. En segundo lugar, coincidiendo con el giro cultural de la sociología a finales del siglo XX, la atención se focalizó en las lógicas macroculturales que sustentan la desigualdad de género (Swidler, 1986; Hays, 1998; Blair-Loy, 2005). Finalmente, a medida que los derechos de las personas LGBTQ han aumentado y los estudios sobre sexualidad han proliferado, se ha articulado desde la academia sociológica la teoría queer (por ejemplo, Butler, 1990), lo que ha renovado nuestro interés por el complejo vínculo entre la sexualidad y el género (Schilt y Westerbrook, 2009; Pascoe, 2007) (véase la figura 1.4 como resumen).
Fig. 1.4. (Más) perspectivas sociológicas contemporáneas.
Expectativas de estatus que enmarcan el género
Si pensamos en cumplir con la responsabilidad moral, las expectativas que crean género en la interacción no pueden quedar reducidas a personalidades femeninas y masculinas ni al «doing gender». Parte de la reproducción de la desigualdad de género puede atribuirse a la forma en que todas las personas usamos el género para clasificar lo que percibimos, un proceso mediante el cual subconscientemente categorizamos a las personas y reaccionamos ante ellas basándonos en los estereotipos asociados a la categoría (Fiske, 1998; Fiske y Stevens, 1993; Ridgeway, 2011). La perspectiva de género postula que este existe como una identidad de fondo que utilizamos cognitivamente para hacer cumplir las expectativas de interacción entre nosotros. También usamos clasificaciones de género para dar forma a nuestro propio comportamiento o explicarlo (Ridgeway y Correll, 2004; 2006). En cada nuevo entorno, asumimos la expectativa de que los hombres son buenos como líderes y las mujeres en la comprensión y el cuidado. Tales expectativas crean un comportamiento de género incluso en entornos que son nuevos y que deberían permitir una mayor libertad de género.
Cuando el género se utiliza de esta manera, como clasificación para la cognición, recurrimos a normas de género culturalmente aceptables como referencia para nuevas situaciones y nuevos tipos de relaciones. El género deviene entonces el motor de la reproducción de la desigualdad entre mujeres y hombres (Ridgeway y Correll, 2004). Las expectativas interactivas vinculadas al género como categoría de estatus (Ridgeway, 2011) son particularmente potentes en torno a la crianza, la empatía y el cuidado. Esperamos que las mujeres –y las mujeres llegan a esperar de sí mismas– sean moralmente responsables de realizar el trabajo de cuidados. Por lo tanto, el género sigue siendo un poderoso sesgo cognitivo en el nivel de análisis interactivo, incluso cuando no está internalizado en los distintos «yo» femenino y masculino. Esperamos que las mujeres que logran éxito profesional concilien su trabajo con la maternidad (Tichenor, 2005), de la misma manera que esperamos que las mujeres pobres de color quieran a los niños que cuidan a cambio de una remuneración (Nakano Glenn, 2010). La presunción de que las mujeres son mejores cuidadoras que los hombres y los hombres más independientes que las mujeres sigue estando muy arraigada en nuestra cultura y bien asentada en las sociedades occidentales en una amplia variedad de dimensiones (Ridgeway, 2011). Las implicaciones de esta teoría son evidentes. Para avanzar hacia la igualdad de género debemos cambiar las expectativas que están vinculadas a la condición de hombre y mujer. O, tal vez, con más dificultad, eliminar por completo la importancia del estatus masculino y femenino.
Lógicas culturales
Acker (1990; 1992) transformó la teoría de género al aplicar la lógica cultural del género a los lugares de trabajo en vez de a los individuos que los ocupan. En lugar de describir una estructura organizativa neutra desde el punto de vista del género, ilustró cómo el género está profundamente