Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman

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Adónde nos llevará la generación

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que la propia definición de los puestos de trabajo y las jerarquías organizativas está basada en el género, construida para beneficiar a los hombres o a otras personas a quienes no se atribuye la responsabilidad del cuidado. Acker (1992: 567) acuñó el término «instituciones generizadas» para referirse a que el género está presente en los procesos, las prácticas, las «imágenes, ideologías y distribuciones de poder en los diversos sectores de la vida social». Sostenía que hay poco espacio para que aquellas personas (históricamente mujeres) que ocupan posiciones de cuidadoras fuera del mundo laboral puedan cumplir con los requisitos de la élite de las corporaciones modernas, ya que el trabajador abstracto «es en realidad un hombre, y es el cuerpo del hombre […] lo que impregna el trabajo y los procesos organizativos» (Acker, 1990: 152). Si bien la creación de oportunidades para que las mujeres se integren en el mundo laboral puede incrementar su presencia dentro de una organización, lo que sostiene Acker es que ello no paliará el sexismo subyacente que bloquea el éxito de estas. Recientemente, Anne-Marie Slaughter (2015) ha planteado un argumento similar. Las mujeres no pueden «tenerlo todo» según esta autora, porque «tenerlo todo» requiere que seas una persona que no se preocupe por nadie en absoluto, ni siquiera por tu autocuidado.

      Los puestos de trabajo que requieren un compromiso 24 horas al día, 7 días a la semana, presuponen que sus trabajadores o bien tienen esposas o no las necesitan. En otras palabras, el patriarcado está incorporado en nuestro diseño organizativo. Por supuesto, algunas mujeres privilegiadas entran en los espacios masculinos mediante la externalización de su trabajo doméstico a otras mujeres menos privilegiadas (MacDonald, 2011; Nakano Glenn, 2010) y así logran un estilo de vida que se aproxima al masculino. Slaughter argumenta, sin embargo, que incluso las cuidadoras muy privilegiadas, como ella, se ven obligadas a evitar que ningún periodo de cuidado intensivo afecte a su trabajo remunerado; incluso las vidas de las mujeres de élite tienen que cambiar para criar o cuidar de madres y padres de edad avanzada. Esta nueva comprensión de la organización del trabajo a través del enfoque de género ayudó a impulsar el retorno a la atención a la cultura organizacional.

      Al mismo tiempo, asistimos a un renovado interés por comprender la importancia de la cultura para explicar todo comportamiento humano, incluyendo el género, en nuestras relaciones más íntimas. La reconceptualización de Swidler (1986) de la cultura como un «juego de herramientas», de hábitos y habilidades, a partir del cual la gente puede construir «estrategias de acción», en lugar de personalidades estables e internalizadas, ha tenido una gran influencia en el estudio del género. Por ejemplo, en una investigación sobre mujeres de diversas clases sociales y diferente situación laboral, Hays (1998) concluyó que creer en la necesidad de la maternidad intensiva marcaba los límites de las estrategias de crianza de las madres empleadas y desempleadas. De manera similar, Blair-Loy (2005) observó que incluso las ejecutivas muy bien remuneradas son a veces expulsadas del mercado laboral debido al conflicto que ellas mismas perciben entre la dedicación competitiva al trabajo y la crianza intensiva de las hijas e hijos. Estas lógicas culturales no solo se imponen a las mujeres en tanto que madres, sino que también son adoptadas por las propias mujeres, tal vez mediante la socialización de género y la adopción de creencias culturales. Pfau-Effinger (1998) sugiere que las creencias culturales pueden explicar mejor las diferencias empíricas por las que las mujeres de los distintos países europeos concilian el trabajo y la maternidad, y que ignoramos las creencias culturales sobre la feminidad, lo que implica cierto riesgo para nuestros análisis. Se ha renovado el interés por el valor cultural de la feminidad (Schippers, 2007). La discusión sobre si debemos volver a centrar la atención en las creencias culturales en materia de género es objeto de un acalorado debate. Rojek y Turner (2000) argumentan que el giro cultural en la sociología es meramente «ornamental» y constituye una distracción para el estudio de la desigualdad. Puedo identificar un retorno a los «juegos de herramientas» y significados disponibles para hacer género –y para deshacerlo– tan útil en la tarea de entender el género como lo es la estructura social, que remite a la desigualdad, un tema al que pronto nos referiremos. En sociología, la teoría de género ha sido profundamente influenciada por el giro cultural, por la perspectiva de la interseccionalidad y, más recientemente, por la teoría queer. Mientras que la sociología ha ofrecido estas propuestas alternativas para entender el género, los estudios feministas interdisciplinares y queer también han ofrecido las suyas.

      Las cuestiones sobre cómo se racializan los patrones de género, cómo varían según la nacionalidad, la sexualidad y la etnia, y cómo estos se experimentan culturalmente son ahora de interés central para la sociología de género. La teoría queer nos lleva un paso más allá del análisis interseccional. Aunque la sexualidad ha estado vinculada a la desigualdad de género desde el comienzo mismo de la segunda ola de teorías feministas (MacKinnon, 1982; Rich, 1980), la teoría queer va más allá al plantear que la sexualidad «es central para nuestra propia conceptualización del género». Butler (1990) sostiene que la «matriz heterosexual» y la heteronormatividad están inextricablemente entrelazadas con la desigualdad de género.

      La heterosexualidad presupone que hay, y solo puede haber, dos géneros, y que «deberían» ser opuestos y atraídos el uno por el otro. Crawley et al. (2007) muestran cómo los cuerpos son generizados a través de los procesos sociales involucrados en la conversión del sexo biológico en género y bajo la presunción de que la normalidad requiere que los géneros opuestos se deseen mutuamente. Schilt y Westbrook (2009) mejoran nuestra comprensión sobre la heteronormatividad al examinar lo que sucede cuando las personas trans quiebran la supuesta consistencia entre sexo, género y sexualidad. En la sociedad estadounidense contemporánea, las personas transgénero presentan «genitales culturales» que les permiten «transitar» para ser aceptadas en sus lugares de trabajo. En la esfera pública, el «doing gender» se convierte en lo que entendemos por «sexo». De hecho, los hombres transgénero pueden beneficiarse del privilegio masculino en sus lugares de trabajo después de su transición (Schilt, 2011). Pero cuando las personas transgénero se encuentran en un ambiente más sexualizado o incluso privado, como un baño, a menudo se produce violencia y acoso.

      De hecho, las mujeres trans a menudo son asesinadas en encuentros íntimos. Schilt y Westbrook (2009) sostienen que estas diferentes reacciones ante las personas transgénero muestran cómo el género y la (hetero)sexualidad están interrelacionados. Afirman que la desigualdad de género se basa en la presunción de dos y solo dos sexos opuestos, identificados únicamente por la biología. Sugieren lo siguiente:

      Este sistema de sexo/género/sexualidad se basa en la creencia de que el comportamiento de género, la identidad sexual (hetero) y los roles sociales fluyen naturalmente desde el sexo biológico, creando atracción entre dos personalidades opuestas. Esta creencia mantiene la desigualdad de género ya que no se puede esperar que los «opuestos» –cuerpos, prácticas sexuales, sexos– cumplan los mismos roles sociales y, por lo tanto, puedan recibir los mismos recursos (2009: 459).

      Westbrook y Schilt (2014) van más allá al sugerir que hay dos procesos simultáneos involucrados en la construcción del género, uno «haciendo género» y otro «determinando el género». Sostienen que la definición del género se hace tanto en la interacción como a través de la política social y la legislación. En la sociedad contemporánea se suelen aceptar las reivindicaciones en torno a la identidad de género en los espacios públicos, pero cuando se afirma que un género no es consistente con el sexo biológico atribuido al nacer, a menudo se producen «temores públicos» y se invoca el criterio biológico. Estas «facturas de baño»,7 que exigen a las personas transgénero que usen el baño que prescribe su partida de nacimiento, son ejemplos del miedo que genera la definición del género en espacios privados. El argumento teórico de Westbrook y Schilt es que tales temores son necesarios para reafirmar públicamente un binarismo, para promover públicamente la creencia de que las diferencias biológicas de sexo constituyen la distinción primaria entre mujeres y hombres, y que esta distinción legitima la retórica de la protección de las mujeres, aunque en realidad fomente su subordinación. Es como si estas sociólogas, cuyos escritos son anteriores, hubieran pronosticado los proyectos de

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