Añorantes de un país que no existía. Salvador Albiñana Huerta
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A diferencia de Deltoro, Ana Martínez Iborra fue una aplicada estudiante de Filosofía y Letras. En el curso académico 1919-1920 había en España 345 universitarias; diez años más tarde el número se había multiplicado de manera sensible, elevándose a 1744.8 Acompañando ese crecimiento irrumpió la generación de Martínez Iborra. Fue una de las diecinueve matriculadas en Letras en el curso 1925-1926 y formó parte –como también su compañera Presentación Campos– de una generación de universitarias activas en la reforma pedagógica y en la defensa del ideario político y cultural republicano. Entre 1929 y 1931 cursó el doctorado en Madrid, unos estudios orientados hacia la historia de arte que compartió con Josefa Callao, José López-Rey y Carmen Caamaño, un entorno muy cercano a la FUE. A su regreso a Valencia trabajó por un tiempo como ayudante de José Deleito y Piñuela, catedrático de Historia Universal Antigua y Media. Fue por entonces cuando inició la relación con Antonio Deltoro, a quien había conocido a través de su hermano, Manuel Martínez Iborra, estudiante de Medicina y uno de los líderes de la FUE en Valencia. En 1933, Ana obtuvo por oposición una cátedra de Geografía e Historia en el Instituto de Enseñanza Media de Irún, que atendió hasta el comienzo de la guerra. Ese año, Deltoro se incorporaba como profesor de Lengua y Literatura a la Escuela Cossío de Valencia, creada en octubre de 1930 por iniciativa del ingeniero y pedagogo José Navarro Alcácer y de un grupo de amigos del que formaban parte María Moliner, la futura lexicógrafa, su esposo Fernando Ramón, decano de la Facultad de Ciencias, y los catedráticos Puche y Ots Capdequí. Otro repertorio de estirpe institucionista. Deltoro dio clases hasta julio de 1936. La Escuela Cossío se mantuvo en activo durante la guerra y fue cerrada en 1939.9
Martínez Iborra y Deltoro fueron miembros de la FUE, aunque en 1932 Deltoro se vinculó al sector más radical, el recién creado BEOR, Bloque Escolar de Oposición Revolucionaria, controlado por las Juventudes Comunistas, en las que debió de ingresar ese mismo año. También fueron miembros del Bloque Manuel Martínez Iborra y Juanino Renau, que lo calificó de reacción sectaria e intransigente ante la pérdida del «aliento renovador» de la FUE tras la llegada de la República. «Es una etapa –escribió– de admirable euforia deportiva y de vergonzoso olvido de la función reivindicativa que animó su origen».10 Por entonces, la nueva dirección del Partido Comunista impuesta por la Comintern, con José Díaz en la secretaría, se esforzaba en atraer intelectuales y mostró un repentino interés por las cuestiones universitarias y las organizaciones estudiantiles, culpando a la FUE de haber quedado estancada en el reformismo. La cercanía de muchos fueístas la recordó Josep Renau en 1977: «Creo que poco antes o poco después de la proclamación de la segunda República, el Partido Comunista de Valencia sacó la cabeza a una semilegalidad de hecho en la Universidad, entre los estudiantes de la FUE. Y a través de estos pedí el ingreso en las Juventudes Comunistas». Fue en 1931, año en el que también se afilió Ángel Gaos.11
En una ciudad pequeña como Valencia, la vida universitaria se entreveraba de continuo con las actividades políticas y culturales. Lo consignan diferentes memorialistas como Juanino Renau o Gonçal Castelló, quien da cuenta de episodios y nombres –apenas camuflados, en ocasiones, que no resulta complicado identificar–. El personaje de Antoni Pons, enemistado con el catedrático Antonio Ipiens por un inesperado suspenso que le obligó a abandonar Medicina, y luego eterno estudiante de Derecho, es, sin duda, trasunto de Antonio Deltoro. Aparece compartiendo habitación en una casa de huéspedes con un compañero de estudios, Bernat Claramunt –tras el que se oculta a Bernat Clariana–. Exaltado miembro de la FUE y asiduo de la concurrida tertulia del café Lyon d’Or, encontramos a Pons discutiendo de arte con un Mijail Dublic –serbio instalado en Valencia y vendedor ambulante de libros–, en defensa del cubismo y del arte revolucionario. El realismo pictórico había alcanzado su punto más alto con Velázquez, pero en nuestros días dejaba de tener sentido. «Ja tenim les fotografíes», sentencia. Algo después, Castelló lo recuerda en marzo de 1932 visitando la exposición de arte Novecentista presentada en el Ateneo Mercantil de Valencia. Iba acompañado de su novia, una bella estudiante de Letras cuyo nombre –Carme Rovira– enmascara a Ana Martínez Iborra. «Una jove alta i opulenta, bruna de cabells i ulls negres com l’atzabaja […] Va cofada amb una boina posada lleugeramemt de gairell, és molt atractiva!».12 Elegantes en el porte, los vemos caminando por una calle de Valencia, en una fotografía fechada ese año. Unos versos del poeta Antonio Deltoro evocan a su madre con «el traje sastre y los tacones bajos de una muchacha epigramática de los años treinta».13
Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro, Valencia, 1932. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
«Yo tenía una vocación bien definida por la literatura y por la pintura, y me conecté pronto con el movimiento artístico valenciano», afirmaba Deltoro. A tono con el combate contra el naturalismo de Blasco Ibáñez y la luminosidad de Sorolla, quienes propugnaban aires nuevos colaboraron en la exposición de José Gutiérrez Solana con la que se inauguró la Sala Blava en junio de 1929. Creada por el ilustrador y ceramista Ferrán Gascón Sirera, Nano, la Sala acogió exposiciones, conferencias, conciertos y debates y pronto se convirtió en la principal promotora de la renovación artística y literaria en Valencia. «¡Fíjate lo que suponía la pintura de Solana en oposición al sorollismo!, ese impresionismo fácil de retina limpia», le comentaba a Perujo. «Improvisadamente: a un grupo muy joven de jóvenes valencianos se les ocurrió abrir una Galería de Arte (La Sala Blava), llevar la obra de Solana y llevarme a mí», escribió Ernesto Giménez Caballero. El director de La Gaceta Literaria, presentado por Maximilià Thous en nombre de Taula de les Lletres Valencianes, pronunció la conferencia «Articulaciones sobre lo violento. Solana en Valencia».
«¡Qué bien está Solana en Valencia! –proclamó Gecé, que por entonces iniciaba la deriva hacia la literatura nacionalista de corte fascista–. ¡Qué bien se bebe su vaso de vino tinto con Ribera y con Ribalta a la sombra de la violencia, a la sombra del negro y del pardo, del ascetismo, de la fuerza, del pus y de la sangre!». Las arrebatadas acrobacias literarias de Giménez Caballero sobre Valencia, en las que hilvanaba a Blasco Ibáñez con Sorolla, César Borgia y san Vicente Ferrer, no convencieron demasiado a Adolf Pizcueta, pero la exposición fue muy elogiada y mereció algunas reseñas. Entre otros, de Almela i Vives y de Pérez del Muro, quien, entusiasta, propuso que el Museo Provincial de Bellas Artes adquiriese Santos de pueblo (1929), bodegón compuesto con tallas religiosas populares que, al decir de Eugenio Carmona, es uno de los motivos en los que mejor trasmite Solana el inquietante extrañamiento de su obra.14 Deltoro tendría ocasión de ver de nuevo al pintor –y de referir algún encuentro con él–. Gutiérrez Solana fue uno de los intelectuales y artistas evacuados de Madrid en noviembre de 1936 que formaron parte de la Casa de la Cultura en la Valencia capital de la República.
Francisco