Añorantes de un país que no existía. Salvador Albiñana Huerta
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La Dirección del Museo del Prado estaba vacante –escribió Deltoro hacia 1972– y como en otras ocasiones se podía ocupar con cualquier figurón al uso, pero el momento exigía otra cosa. En una conversación con el entonces director de Bellas Artes, José Renau, surgió el nombre de Picasso para el cargo. […] el entusiasmo contagioso de Renau se impuso y allí mismo se escribió una carta de tanteo a Picasso. Pasó el tiempo, cerca de un mes, y cuando se pensaba en una salida en falso llegó la contestación emocionada de Picasso aceptando y poniéndose incondicionalmente al servicio del Gobierno […] Picasso no fue a Madrid por considerar que cualquier manifestación suya tendría mayor repercusión en París que en Madrid, con el Prado bombardeado y sus obras camino de Valencia.29
La cercanía de los rebeldes a Madrid, que el 4 de noviembre lograban quebrar las líneas de defensa de la ciudad, provocó una grave crisis en el Gobierno de Francisco Largo Caballero y la decisión de trasladarlo a Valencia. Deltoro recordó una larga noche previa a que se hiciera pública la medida, en la que se quemaron documentos y expedientes de depuración de funcionarios en los sótanos del Ministerio, «fichero codiciadísimo para los fascistas, si es que llegaban»; una tarea que compartió con Renau y con Roces.
El 5 de noviembre de 1936 Renau comunicó al subdirector del Prado la orden del Gobierno de trasladar a Valencia las obras de mayor valor del Museo alegando el peligro de los bombardeos y la necesidad de que el patrimonio artístico acompañara al Gobierno. Sánchez Cantón –que ya había iniciado la tarea de protección y reacomodo de obras en diferentes espacios del Prado– mostró su desacuerdo por considerar que los lienzos sufrirían daños.
Entonces –relata Deltoro– se procedió de una manera tremenda a sacar obras del Museo del Prado y llevarlas a Valencia, ante la pasividad –no la oposición tajante, pero sí la pasividad– de ese gran erudito y conocedor de la pintura nuestra, Sánchez Cantón, que era subdirector del Museo. Era apolítico por completo, y no sé si consciente o inconscientemente estaba deseando la llegada de los franquistas a Madrid para entregarles el Museo del Prado. […] pero no era cuestión de escoger si mayor o menor humedad, sino de salvarlas o no salvarlas, y se organizó por las noches una salida con camiones custodiados por el ejército.
Las expediciones comenzaron el 10 de noviembre, cuatro días después de la salida del Gobierno hacia Valencia. Algún envío inicial coordinado por María Teresa León –uno de ellos con Las Meninas de Velázquez– fue desacertado, sin embalajes adecuados y con itinerarios no bien previstos. No obstante, desde mediados de diciembre los errores se corrigieron por la intervención de la recién creada Junta Delegada de Madrid, que presidió el arquitecto y pintor Roberto Fernández Balbuena, cercano colaborador de Renau, al igual que Timoteo Pérez Rubio. Fue una decisión controvertida sobre la que no existe completo acuerdo en la historiografía. A juicio de Portús, vincular el destino del Prado al destino del Gobierno «suponía primar los valores simbólicos frente a los valores de conservación», aunque admite que el curso de la guerra amenazó la integridad del edificio. A mediados de octubre se habían intensificado los ataques aéreos sobre Madrid y corrían peligro el Prado y otras instituciones culturales como la Biblioteca Nacional, el Museo de Arte Moderno o la Academia de San Fernando. En Arte en peligro, Renau no ocultó el doble valor de la medida acordada por el Ministerio de Instrucción Pública: «Esta decisión se fundaba en motivos políticos y militares del Gobierno de la República. Mas, aunque solo hubiera sido por razones técnicas, la evacuación de las obras de arte de Madrid estaba plenamente justificada».30
Vicente Vidal Corella: «Crónica en Valencia», Crónica, Madrid, 3 de enero de 1937. Reportaje sobre la inauguración de la muestra de la colección del Palacio de Liria en el Colegio del Patriarca, Valencia, 25 de diciembre de 1936. De izquierda a derecha: Julio Just, José Moreno Villa, Carlos Esplá, Jesús Hernández, Josep Renau, José Gutiérrez Solana, José Puche y Vicente Beltrán.
Las Torres de Serranos y el Colegio e Iglesia del Patriarca –edificios reforzados por José Lino Vaamonde y otros arquitectos de la Junta– fueron los grandes depósitos de las obras procedentes de Madrid. En los primeros días de la guerra el rector José Puche puso el cercano Colegio de Corpus Christi, un bello edificio renacentista, bajo custodia de la Universidad para protegerlo de posibles actos vandálicos. A finales de diciembre de 1936 el Colegio acogió la exposición de obras de arte procedentes del Palacio de Liria, incautado por las milicias del Partido Comunista y arrasado por las bombas el 17 de noviembre. La muestra fue celebrada en el primer número de la revista Hora de España, en enero de 1937. Una nota anónima, quizá redactada por Ramón Gaya, elogiaba el montaje y las obras expuestas, en particular los dos retratos de Goya: la duquesa de Alba –«de esta mujer-muñeco es de donde arranca Solana sus maniquíes vivos con tan extraña vida»– y La marquesa de Lazán, «ángel salvaje y retador» que compendia todo Goya. El comentario destacaba igualmente las pinturas de Mengs, Esteve y Canaletto, así como algunos de los tapices flamencos de batallas.
La exposición de los fondos madrileños de la Casa de Alba tuvo una gran acogida y hubo que prorrogarla unos días. En alguna de las fotos que daba cuenta de la inauguración, el 25 de diciembre de 1936, aparecían en lugar destacado José Moreno Villa y José Gutiérrez Solana.31 Habían llegado a Valencia formando parte del numeroso grupo de intelectuales evacuados de Madrid por el Ministerio de Instrucción Pública con los que se había creado la Casa de la Cultura. Deltoro refirió algún encuentro con Solana, a quien animaba a pintar escenas de la guerra: «Uno pintaría milicianos, pero si uno los pinta como uno los ve, a lo mejor le dan el paseo». «Era todo un personaje Gutiérrez Solana», concluía. Por entonces, Solana manifestaba que no había sentido el menor deseo de abandonar Madrid y que pintaría algún cuadro sobre la heroica defensa de la ciudad cuando estuviera más lejano el estruendo de la guerra.32
La llegada del Gobierno a Valencia convirtió la ciudad en una «urbe promiscua en la que se codeaban los ministros con los milicianos, la gente de la huerta con los funcionarios madrileños, los desocupados con los excedidos por su labor», escribió Gil-Albert, que también la rememoró colmada de «transeúntes ilustres».33 La Casa de la Cultura, instalada en el céntrico Hotel Palace, abrió un periodo que culminó con el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en julio de 1937, en el que Valencia dobló la capitalidad política con la cultural. La ciudad encontró un elevado número de memorialistas. Entre otros, Moreno Villa, que en febrero de 1937 inició un viaje de propaganda cultural a Estados Unidos del que ya no regresó. La joven Elena Garro, recién casada con Octavio Paz, a quien acompañó al II Congreso Internacional, la recordó afeada por los grandes cartelones que cubrían las fachadas de la plaza Emilio Castelar. También Esteban Salazar Chapela, periodista en la Subsecretaría de Propaganda entre enero y junio de 1937, que escribió sobre aquellos días una novela de tinte autobiográfico en la que menudean escritores y artistas con sus nombres levemente alterados.34
El censo de intelectuales que se reunió en la Casa de la Cultura era notable, entre Tomás Navarro Tomás, esforzado en mantener la tarea de la Junta para Ampliación de Estudios, y Pío del Río-Hortega, director del Instituto Nacional del Cáncer, cuyo laboratorio se transportó desde Madrid. Un numeroso grupo presidido por la patriarcal figura de Antonio Machado.35
El entusiasmo inicial fue declinando. Manuel y José