Panteón. Jorg Rupke
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Desgraciadamente no podemos identificar a los constructores de la nueva estructura con precisión ninguna. Las pruebas aportadas por las moradas y las tumbas de Satricum no bastan para indicar si era un régimen acéfalo o autocrático. Lo que sí sabemos es que nuestra primera prueba de religión y de innovación religiosa procede de su núcleo, del punto focal del asentamiento, de la llamada acrópolis. ¿Fue iniciativa de la familia más rica o del genio al que se le ocurrió pavimentar las calles? ¿Fue tal vez una acción benéfica de la señora que poseía la casa más bella? ¿O tal vez la acción de un individuo o de un pequeño grupo que temía perder su posición dentro de la comunidad? No sabemos la respuesta. Lo que es evidente es el espíritu innovador que demuestra esta empresa y el grado de riesgo que implicaba.
El ejemplo de Grecia deja claro que a la palabra «innovación» solamente se le puede dar una importancia local. El número de lugares claramente diseñados para recibir depósitos aumentó marcadamente a lo largo del siglo VIII a.C. A principios de este siglo estos lugares estaban normalmente abiertos, a merced de los elementos; cuando el siglo terminaba, aproximadamente la mitad estaban provistos de estructuras de algún tipo[5]. Se pueden distinguir tres tipos. El primero en la región de las Cicladas, por ejemplo en Delos o en Creta, donde encontramos habitualmente una morada rectangular, amueblada con un banco, probablemente destinado a acomodar los objetos en uso para la comunicación con los agentes sobrehumanos que tenían nombres (antiguos)[6], pero que (aún) no tenían forma. Esos objetos se han encontrado con frecuencia en el hueco detrás del banco en dichas moradas. El segundo tipo estructural es común a la Grecia continental y al oeste de Asia Menor: una casa larga y estrecha con un ábside circular en uno de los lados estrechos. Se accedía al interior por un vestíbulo veranda que desembocaba en un recibidor con un tejado pronunciado y, a veces, con una estancia separada en la parte trasera, en el muro redondeado. En esos edificios se depositaban también objetos para comunicarse con los dioses. Un modelo en arcilla del tamaño de una jarra de un edificio así (ilustración 10) se usaba en Perachora, en el Cabo Melangavi del Golfo de Corinto, como medio de comunicación con Hera. El tercer tipo de estructura, y el más prestigioso, se remitía a la tradición hegemónica de un edificio largo y rectangular con un vestíbulo, un espacio central y una habitación trasera. Los primeros templos griegos se construyeron según este plano alrededor del año 800 a.C.; un ejemplo es el primer Heraion en la isla de Samos, que tenía una longitud de unos 30 metros y estaba completamente rodeado por una fila de columnas de madera.
10. Maqueta de terracota de un templo griego temprano, ca. siglo VIII a.C. Procedente de Perachora, Grecia. Atenas, Museo Nacional de Arqueología, inv.16684. akg-images/De Agostini Picture Lib./G. Nimatallah.
En todos estos ejemplos, y seguramente en muchos otros construidos de manera independiente, los innovadores decidieron usar un plano del tipo de una casa como modelo de una estructura pensada para la comunicación religiosa. Fue sin duda un toque magistral. Sería mucho más sencillo atraer la atención de los destinatarios sobrehumanos si se les convocaba regularmente a un lugar específico. ¿Dónde, si no es en un lugar así, iban a estar seguros los seres humanos de encontrar a sus contrapartidas sin rostro? El truco, quizás, consistiría en vincular con éxito al destinatario con su localización. Una arquitectura bella, que llamara la atención, podría funcionar, especialmente si era de un tamaño superior al habitual. Las imágenes de culto reforzarían la sensación de posesión y los muebles adecuados podían sugerir un hogar. Otros objetos incluso más lujosos a la larga acabarían también por tener un papel. Los visitantes sin duda estarían dispuestos a invertir en símbolos estéticamente atractivos con capacidad de atraer la atención (y que tal vez aumentaran su valor con el tiempo), porque el contexto espacial garantizaba que la ofrenda tendría una presencia prolongada y una elevada visibilidad. Los objetos se exponían en la superficie y durante largos periodos, a la vez que se protegían del robo. Siendo visibles, no obstante, los objetos podían reconocerse como las ofrendas de un actor concreto solamente si ese actor había logrado atraer un público amplio que fuera testigo del proceso de comunicación que había entablado, lo que anclaría la asociación entre la persona y el objeto en la memoria de terceras partes. De esta manera, los objetos constituirían un memorial de la experiencia compartida. Y este seguiría siendo el caso cuando los donantes empezaran a hacer el contexto también «visible» para los no participantes mediante inscripciones pintadas o grabadas (aunque estas aún no jugarían ningún papel en el siglo VIII).
En al menos algunos lugares de Grecia, en Samos y tal vez también en Delos[7], la práctica del depósito se extendió hasta tal punto que, en una época tan temprana como el final del siglo VIII, los tesoros ampliaron sus áreas de exposición. La visibilidad era un tema relacionado no solamente con los seres sobrenaturales, sino también con los congéneres: una antigua práctica religiosa proporcionaba una vía al prestigio social que ahora era más directa, porque ya no era únicamente un producto colateral de la acción piadosa. En una sociedad aún escasamente monetizada, las plusvalías acumuladas se canalizaban cada vez más[8] hacia las prácticas religiosas, bajo la forma de proyectos arquitectónicos además de los objetos[9].
Antes de regresar a Satricum, tenemos que tratar de nuevo la cuestión de la innovación, un concepto que no encaja cómodamente dentro de la imagen tradicional de la religión. Un lugar de culto monumentalizado existía ya en Kea en el segundo milenio, en el lugar ahora llamado Arya Irini, y continuó en uso, al menos de manera esporádica, a pesar de la destrucción de su asentamiento asociado. Cuando en el siglo VIII a.C. se encontró la cabeza de una estatua de terracota mucho más antigua, alguien la colocó de tal manera que sirviera como una contrapartida divina[10]. En el estado actual de nuestro conocimiento, el uso de un lugar de culto durante un periodo de tiempo tan largo, es algo muy inusual, y aquí no vemos únicamente la continuación de las prácticas religiosas, sino también huellas de prácticas más antiguas que se incorporaban a la actividad religiosa posterior. La innovación no era, por lo tanto, una especie de contra movimiento dentro de una práctica religiosa que era por naturaleza tradicional, sino el motor real que impulsaba nuevas prácticas.
Inversiones
Volvamos al centro de Italia: una empresa religiosa puede acarrear riesgos, pero la iniciativa de los mecenas principescos en Satricum –y no debemos olvidar que las «tumbas principescas» se construían también para mujeres[11]– dio unos hermosos réditos. El nuevo lugar, o al menos la visibilidad enormemente aumentada que la nueva estructura le daba al viejo pozo, atrajo a muchos visitantes. Es posible que la gente empezara a preguntarse por qué debían seguir invirtiendo una riqueza sustancial en enterramientos y tumbas visibles en las remotas necrópolis del noroeste[12]. Los hogares en crecimiento (y tenemos que recordar que esto no incluye a todos los hogares) se invitaban entre sí cada vez más a banquetes ceremoniales, y hacían memorables estas ocasiones con depósitos cada vez más frecuentes, no solamente de vasijas y jarras para beber, sino también de artículos relacionados con el aseo personal. Tal vez las vasijas se usaran por última vez en un simposio en el que estaban presentes las esposas y los amigos, lo que habría aumentado su importancia. Se abrió un segundo pozo al otro lado de la calle, que se usó desde el siglo V en adelante. Sus contenidos apuntan a que en esa zona la gente celebraba a menudo en compañía y contactaba con los dioses. Un análisis sugiere que los contenidos del pozo representan los restos de 67 fiestas de ese tipo[13]. En estas ocasiones,